Como catálogo de las neurosis colectivas más contemporáneas, la oferta excesiva y monótona de los canales de streaming gira de manera más o menos velada —y alrededor de excusas tan banales como las internas políticas o las reseñas de expertos— sobre los mismos precipicios narrativos de siempre. Pero la marca singular, el pathos de nuestra época, tiene menos que ver con la repetición infinita que con un deseo latente de humillación. En otras palabras, si en algún momento el exabrupto obsceno funcionó como un excedente no calculado que marcaba el límite del artificio mediático, hoy sucede exactamente lo inverso. Lo grotesco sostiene el simulacro, le da consistencia.
En consecuencia, como espectadores es casi imposible no sentir un vacío ante la ausencia del exceso y de la humillación ajena; uno se siente incompleto, estafado y en abstinencia de una buena descarga dopaminérgica. En resumen, lo obsceno dejó de ser obsceno y pasó a ser la norma.
La sed de exhibición degradante que anima nuestra atención es tan intensa que hasta los documentales de las principales plataformas se convirtieron en variantes apenas sofisticadas de los reality shows. Un buen ejemplo de esto es la película Don’t die: the man who wants to live forever.
El documental explora la trayectoria de Bryan Johnson, un empresario tecnológico de cincuenta y seis años que irrumpió como influencer e ícono global del biohacking (una práctica que, como sugiere el término, nace del cruce entre la cultura hacker y la autoexperimentación biológica, y que busca intervenir el cuerpo sin depender de las instituciones médicas tradicionales) al divulgar su cruzada contra el envejecimiento. La película sigue de cerca los detalles de la rutina de Johnson, que incluye la ingesta de unas cien cápsulas diarias, ejercicios y tratamientos físicos varios, transfusiones de plasma sanguíneo extraído de “donantes” jóvenes y un monitoreo permanente de cada uno de los aspectos mensurables de su organismo.
Ahora bien, como condensación de la secularización patológica que enfrenta nuestra cultura ante la incapacidad de dotar de sentido a la muerte, y como ejemplo de alguien que elige invertir su fortuna en un proyecto prometeico y megalómano en lugar de derrocharla en el altar de los placeres fugaces, el ascetismo de Johnson es inspirador.
Por otra parte, alcanza con un vistazo rápido a su perfil en las redes —compuesto casi exclusivamente por gráficos, tablas y cifras intercalados con fragmentos motivacionales de sabiduría mindfulness— para reconocer las marcas de un genuino artista del autodiseño. Y para quienes prefieran evitar los noventa minutos del olvidable documental que le dedica Netflix, existe al menos una fina pieza de semiótica digital capaz de retratar con precisión el compromiso de este hombre.
En marzo de este año, Johnson publicó un tuit acompañado de un gráfico en donde comparaba el número de erecciones fisiológicas que él y su hijo adolescente, Talmage, habían tenido durante las horas de sueño. Es posible que Johnson haya vulnerado los límites de la autonomía y el consentimiento médico al implantar electrodos en los corpora cavernosa de Talmage. Un hecho lo suficientemente grotesco como para que alguno de los especialistas en crianza respetuosa que patrulla las redes lo explote, solo para reforzar, de paso, su propia economía narcisista basada en la exposición calculada de sus hijos.
En fin, con un poco de buena voluntad podría decirse que en el intempestivo acting out de este hombre a las puertas de la andropausia hay, además, una expresión concisa de la pulsión epistémica que domina la época. Lo único que no puede reprochársele a Bryan Johnson, en todo caso, es ingenuidad.
Dicho de otra manera, una cosa es nuestro deseo por ver a Johnson fallar de la forma más ridícula y gore posible y otra, bien distinta, es la legítima búsqueda por ampliar las fronteras del conocimiento disponiendo del propio cuerpo como medio para alcanzar esos fines. En ese sentido, está claro que para Johnson lo imperdonable no sería fracasar, sino más bien no haberlo intentado. Lo cual, para bien o para mal, fuerza su inclusión en una larga lista de hombres y mujeres de ciencia que a lo largo de la historia expusieron su integridad psicofísica al someterse a las condiciones experimentales de sus propias investigaciones.
Por eso, el resurgimiento en el interés por este tipo de figuras maximalistas e inevitablemente trágicas es, antes que un síntoma de nuestra cultura de la humillación, un indicio de que el progreso tecnocientífico atraviesa nuevamente un período vertiginoso y fascinante en el que todo parece posible. En esa misma línea podemos identificar la reciente rehabilitación de la figura de Aleksandr Bogdanov.
Aleksandr Bogdanov
Nacido en 1873 en Sokółka (entonces bajo el dominio del Imperio Ruso y actualmente parte de Polonia), Aleksandr Bogdanov fue un filósofo, economista, médico hematólogo y psiquiatra que ocupó un lugar central durante los primeros años del movimiento bolchevique. Luego de los fallidos intentos revolucionarios de 1905, Bogdanov —quien ya había publicado un manual de economía y un tratado de biología donde intentaba sintetizar las ideas de Marx y Darwin, y que, como muchos de sus camaradas, había tenido tiempo para madurar sus ideas tras una temporada en la cárcel y otra en el exilio— inició una competencia con Lenin por el liderazgo dentro del partido, marcada por fuertes tensiones ideológicas.
A pesar de la derrota, Bogdanov conservó un capital simbólico considerable: decenas de miles de seguidores lo respaldaban, no sólo como político disidente, sino como autor de obras de amplia circulación. De manera tal que, aunque rechazaba encarnar el perfil rígido del apparatchik, se las ingenió para conservar un lugar protagónico entre la intensa actividad científica y cultural de aquellos años.
Mientras tanto, Bogdanov continuó expandiendo y diversificando su producción intelectual. A sus obras previas en economía y biología, sumó la publicación de dos textos importantes: Empiriomonismo —el tratado de filosofía política que avivó su polémica con Lenin— y la novela de ciencia ficción Estrella Roja, en la que especulaba acerca de las posibilidades del socialismo utópico en Marte. Pero la real consumación de su proyecto intelectual llegó con los tres volúmenes de Tectología: la ciencia universal de la organización, un intento totalizador por unificar las ciencias bajo principios sistémicos. Publicado entre 1913 y 1922, el tratado no solo contiene los fundamentos teóricos que le aseguraron a Bogdanov un legado perdurable, sino que además condensa la matriz ideológica que definió su vida.
La tectología postulaba que todo sistema —biológico, social o técnico— obedecía leyes comunes de estructuración. Entre sus principios fundamentales se destacaban el equilibrio dinámico-homeostático y los mecanismos de autorregulación, conceptos que, más allá de la exaltación retórica de la época, anticiparon algunas de las ideas que décadas más tarde resonarían en la cibernética y la teoría de sistemas.
Pero Bogdanov no se limitó a la abstracción conceptual. A la par que escribía su obra magna, se encargó también de darle vida al Proletkult, un organismo fundado en 1917 con el propósito de fomentar el desarrollo de las artes y la cultura proletaria. El proyecto, sin embargo, tuvo una vida corta: apenas tres años más tarde, el recrudecimiento de su enemistad con Lenin lo obligó a renunciar a la conducción del movimiento.
Marginado hacia los confines de la vida pública, Bogdanov trasladó su utopía organizativa al mucho más discreto ámbito del laboratorio. En este nuevo exilio intelectual formuló el “colectivismo fisiológico”, un método que aspiraba a vehiculizar la revolución social a través de la biología, y emprendió una serie de experimentos de transfusión sanguínea con el propósito de socializar la juventud mediante el intercambio de sangre entre generaciones.
Como resultado de su desprecio por la lentitud cautelosa y burguesa del método científico, Bogdanov diseñó un protocolo que invertía los principios fundamentales de la validación experimental, priorizando la constatación ideológica por sobre la verificación empírica. En consecuencia, en el Instituto Soviético de Transfusiones que dirigía no eran los datos los que confirmaban las hipótesis, sino la verdad, entendida como teoría, la que debía imponerse a los hechos.
Llegados a este punto, conviene dejar de posponer lo inevitable y enfrentar la inquietante similitud entre el proyecto bogdanoviano y el emprendimiento de Bryan Johnson. Una comparación incómoda, sobre todo si consideramos que Bogdanov encarnaba al auténtico übermensch soviético, mientras que Johnson es apenas una versión aspiracional del empresario especializado en biohacking. En cualquier caso, es importante retener que las similitudes no son subjetivas, sino que más bien remiten al hecho de que ambos, con un siglo de separación en el medio, condensan un mismo espejismo epistémico.
Si el colectivismo fisiológico invertía el método empírico en nombre de una utopía revolucionaria objetiva, entonces el fetichismo del dato cumple una función similar: legitimar una estructura de creencias bajo una apariencia de neutralidad. En ambos casos la estadística es apenas un accesorio, primero reprimido, luego idolatrado, que habilita el teatro ideológico de la ciencia.
Aunque tampoco es necesario estirarnos hasta personajes como Bryan Johnson para detectar la sombra bogdanoviana en el imaginario contemporáneo. En 2018, el colectivo de autores italiano Wu Ming publicó Proletkult, una novela que reescribe la biografía de Bogdanov bajo el signo de una ucronía melancólica. En lugar de morir como resultado de sus propios experimentos de transfusión, los Wu Ming imaginan un escenario en el que Bogdanov sobrevive y es contactado por una delegación extraterrestre que, tal como se narra en las páginas de Estrella Roja, lo invita a integrarse a una sociedad socialista utópica en Marte.
Como dispositivo de reparación nostálgica, Proletkult es un texto disfuncional. Un refugio narrativo que no busca reabrir la posibilidad del comunismo a través de la ficción, sino más bien proveer un alivio terapéutico para los compañeros anquilosados libidinalmente a sus años de militancia joven. En ese sentido, la novela funciona menos como una especulación sci-fi que como una terminal melancólica: un intento fallido por suturar la herida de una historia derrotada, una capitulación radical a cualquier tipo de agencia sobre el presente, donde la única posibilidad de redención ni siquiera es la colonización espacial, sino ser colonizados.
En el caso de Wu Ming, el naufragio ideológico se intensifica todavía más si consideramos que su novela más famosa, Q —publicada originalmente bajo el pseudónimo colectivo Luther Blissett—, fue un involuntario modelo avant la lettre del movimiento QAnon. Así, una obra concebida como crítica al poder eclesiástico y financiero del siglo XVI terminó siendo apropiada por un movimiento neo-evangelista, paranoico y definitivamente anticomunista que consagró a Trump como líder mesiánico y a Andrew Wakefield —el autor del infame paper fraudulento que sugería una relación entre las vacunas y el autismo, con el único propósito de desprestigiar a la competencia farmacéutica—, como mártir científico.
Este tipo de giros evidencia la porosidad de las ficciones cuando se ven arrastradas al régimen de la hiperrealidad —caracterizado, tal como lo definió Jean Baudrillard, por un estado en el que los signos ya no remiten a la realidad, sino que la sustituyen por completo— y expone a la vez el carácter impredecible y caótico de esos mismos artefactos narrativos. En última instancia, su eficacia radica en la capacidad para activar el núcleo de verdad que anida inevitablemente en toda trama, por más delirante que parezca. ¿O acaso no es cierto que el establishment farmacéutico y las élites globales impulsan una agenda que busca dominar nuestras vidas?
Lo que termina por develarse, entonces, es la constatación de que estos relatos no se pliegan a la voluntad de sus autores, sino que responden a fuerzas más esquivas, como vectores de las demandas latentes de un inconsciente digital que las excede.
En definitiva, esta galería dispersa de personajes y artefactos narrativos —desde el ascetismo tecnófilo de Bryan Johnson hasta el izquierdismo melancólico de Wu Ming y su involuntaria inversión paranoica— está conectada por una misma fuerza estructurante: aquello que Alan Badiou llamó la “pasión por lo Real” y que, en palabras de Slavoj Žižek, definió el auténtico núcleo del siglo XX. “La experiencia directa de lo Real como algo opuesto a la realidad social cotidiana, lo Real en su extrema violencia como precio que hay que pagar por pelar las decepcionantes capas de la realidad”.
Sin embargo, la paradoja fundamental de la pasión por lo Real es que termina en su opuesto, en un espectáculo. Lo que debería ser un gesto de ruptura con “las decepcionantes capas de la realidad” se vuelve, en cambio, su máxima expresión. De esta manera, si la pasión por lo Real culmina en la pura apariencia del efecto de lo Real, entonces, como señala Žižek, “en una inversión exacta, la pasión posmoderna por la apariencia termina en un retorno violento de lo Real”.
Pueden ser las muertes por sarampión de niños no vacunados, las erecciones nocturnas de la familia Johnson o el culto permanente a la humillación. Todos estos ejemplos representan una estrategia desesperada y fallida por alcanzar una experiencia que exceda los signos, que atraviese la superficie de la realidad y permita un contacto con una verdad más auténtica. ///// DB