Entre las militancias fugaces de nuestro tiempo, pocos casos exponen la alianza consumada entre activismos inofensivos y oportunismo comercial con tanta claridad como el de la cultura cannábica. Alcanza con abstraerse apenas un poco del gesto que eleva el consumo de marihuana a un alegato en favor de la libertad o incluso peor, a un lifestyle para reconocer que, en definitiva, no se trata de otra cosa que la glorificación de una sustancia por parte de un movimiento visiblemente afín a las estrategias de marketing de la big pharma. Pero más allá del lobby, los sponsors, las revistas, las convenciones multitudinarias y la proliferación de grow shops, lo cierto es que en el último tiempo el cannabis empezó a ser reemplazado en la conversación por una serie de drogas agrupadas bajo el rótulo de “psicodélicos”.
El último gran momento mediático de la psicodelia tuvo lugar hace un par de meses con la canonización de Luigi Mangione, el presunto asesino del CEO de UnitedHealthcare, una despiadada corporación de seguros médicos de Estados Unidos. Luego de su detención, los usuarios en las redes se aplicaron a una cuidadosa exhumación de los rastros digitales de la vida de Mangione. Entre el análisis pormenorizado del perfil de LinkedIn, los tuits, las listas de Goodreads y las fotos emergió también la afición de Mangione por las microdosis de psilocibina, un reconocido hongo psicodélico.
El consumo de psilocibina, en particular su uso en cantidades de entre una décima y una veinteava parte de las dosis “espirituales” (es decir, las que te pegan un viaje), es una práctica que se popularizó a mediados de la década pasada entre los trabajadores de la industria tecnológica a la que Mangione pertenecía. En consecuencia, ya sea como signo de sofisticación y aspiracionalismo fijado en Silicon Valley o porque efectivamente producen un beneficio para la salud mental de quienes las consumen, la tendencia se trasladó hacia otros sectores y otras geografías, incluido el de nuestra vapuleada clase media. Al mismo tiempo, después de décadas de olvido, las drogas psicodélicas volvieron a ocupar la atención de los investigadores y los inversores ávidos por revitalizar a la industria académica y financiera ligada a la salud mental.
Como no podía ser de otra manera, esto también abrió las compuertas a la más pura y concentrada paranoia cibernética. Según esta perspectiva, Luigi Mangione, al igual que cientos de personas durante el siglo pasado —de las cuales Charles Manson posiblemente sea el caso más notorio —, habría sido inducido por el deep state o por alguna oscura agencia de sabotaje industrial a cometer el asesinato del CEO de UnitedHealthcare. Vamos a profundizar en la rica historia de los esfuerzos de la CIA por alcanzar técnicas de control mental a través del uso de drogas psicodélicas más adelante. Pero antes de eso, y para evitar quedar atrapados en la fascinación paranoica, volvamos sobre el aspecto sintomático de toda esta cuestión.
Desde su introducción a mediados del siglo pasado, el consumo global de psicofármacos jamás detuvo su expansión. Entre otras cosas, esto se debe a que los criterios clínicos que separan lo normal de lo patológico se fueron volviendo cada vez más porosos. Esta confusión epistémica fue intensificada a su vez por campañas de concientización social que, en sintonía con las estrategias de marketing centradas en la inclusión y la diversidad, advertían sobre la estigmatización que sufren las personas con padecimientos mentales. De esta manera, el discurso de la desestigmatización contribuyó a normalizar lo patológico y a despejar los equívocos vergonzantes con los que tradicionalmente se entiende a la locura. Desde ya, esto no solo atrae más usuarios/consumidores al sistema de salud y prescripciones médicas, sino que principalmente habilita la circulación virtuosa de una narrativa más compasiva y menos culpabilizante alrededor de los trastornos mentales. En cualquier caso, a la tendencia consolidada en el uso de benzodiacepinas, antidepresivos y smart drugs (como el Ritalin o el modafinilo) se le agregó en los últimos años el de las microdosis de drogas psicodélicas.
Pero puntualmente, ¿qué son “los psicodélicos”? Para empezar, a diferencia de los estimulantes y los tranquilizantes que modifican cuantitativamente la actividad mental, los psicodélicos alteran cualitativamente el funcionamiento de la psiquis. En alguna medida, estas distinciones son arbitrarias. Un antidepresivo o un antipsicótico podrían afectar el modo en que una persona interpreta su experiencia interna y del mundo, y viceversa, una droga como el LSD podría resultar estimulante y activadora. En fin, lo que distingue a los psicodélicos es que alteran las facultades perceptivas, funcionando como un “non-specific amplifier” que, al menos en teoría, sería capaz de propiciar un cambio en la autopercepción y en las capacidades introspectivas de quienes lo consumen. Estos efectos “de amplio espectro”, tradicionalmente ligados a las psicoterapias, serían el rasgo diferencial de psicofármacos como el LSD o la psilocibina.
Por otra parte, en el interés renovado por la naturaleza ambigua, inespecífica y potencialmente innovadora de los psicodélicos no solo puede leerse un puro incentivo económico o una reciclada escenificación new agede los aspectos más calculadores del discurso neurocientífico. También se le puede atribuir un sentido, una verdad sintomática, en donde lo reprimido que retorna es algo más que la avidez humana y comercial por encontrar en la tecnología farmacológica soluciones novedosas para problemas existenciales. Pero esto no es algo necesariamente malo.
Pensado en los términos de Peter Sloterdijk, un filósofo convencido de que la verdad del hombre es el producto de una situación técnica, “la modernidad surge de la voluntad de artificio, y en ningún otro sitio se muestra mejor lo artificial que en la medicina moderna”. De esta manera, el primer efecto beneficioso del revival psicodélico es restaurar una discusión sobre el uso de psicofármacos, ya no para el tratamiento de una enfermedad, sino como una técnica de la mejora de sí, tanto en su aplicación como drogas de performance enhancement como en su uso para mejorar la “calidad de vida”. Pero este es un giro discursivo antes que práctico. El uso off label de medicamentos, es decir, la administración y el uso continuado de fármacos en casos que no cumplen con criterios clínicos que justifiquen su prescripción, es una costumbre que se remonta a los inicios de la farmacología y sobre la cual se cimenta buena parte del éxito comercial de los laboratorios.
A propósito de esto, en The Empire of Pain, Patrick Radden Keefe cuenta que el Valium fue sintetizado a finales de la década del cincuenta del siglo pasado con el propósito de comercializar un alivio químico para la epidemia de angustia que afectaba a las amas de casa norteamericanas. Una angustia que, entre otras cosas, se hacía evidente a partir de la popularidad del psicoanálisis, y que tenía mucho que ver con el aumento en el tiempo de ocio que había traído la incorporación de los electrodomésticos a los hogares (algo que hoy parece obvio, pero que nadie vio venir en su momento). The Empire of Pain apunta a un relato individual y metódico, como si la historia de la técnica moderna pudiera contarse con la estructura de un true crime. Bajo estas condiciones, el asunto se reduce a la existencia de algunos empresarios psicopáticos que anteponen la maximización del beneficio económico por encima de la salud de las personas. En consecuencia, lo que el libro de Radden Keefe omite señalar es el aspecto problemático de una tecnología médica motivada por una renuncia activa a una parte del potencial del sufrimiento humano, lo cual supone una actitud derrotada y renegatoria frente a los conflictos de una sociedad productiva.
Considerando este tipo de antecedentes, la pregunta por el uso racional de drogas para aumentar las capacidades humanas resulta por lo menos sospechosa. En todo caso, ¿no habría que replantearse primero cuál es el uso apropiado de los medicamentos en el tratamiento de las enfermedades? Pero, ¿y si en el fondo la cuestión fuera la misma? En un medio endémicamente paranoico y psicoanalizado como el nuestro, donde estar medicado es incluso más tabú que estar loco, estas preguntas parecerían ya estar resueltas.
Por un lado, la ortodoxia lacaniana explica convincentemente que los fármacos son un gadget dirigido a obturar la falta constitutiva a la división del sujeto. En otras palabras, ninguna pastilla puede suturar nuestra falta en ser, lo cual preanuncia el fracaso (o el éxito, según como se lo mire) de cualquier droga, cuyo uso nos condenaría a un circuito infinito de consumo compulsivo y sumiso. A un grado de separación con el lacanismo, la otra gran defensa simbólica contra la prescripción abusiva de psicofármacos es el conspirativismo. Más o menos ilustrado, más o menos traccionado por los discursos marginales de la web y del new age, el conspirativismo entiende a los fármacos como una herramienta de control mental y dominación social diseñados únicamente con estos propósitos por tecnócratas desalmados. Cabe mencionar que en este último caso la concepción que se tiene de los medicamentos es ingenua o directamente engañosa, al excluir a todas aquellas sustancias naturales, sean hongos psicodélicos, cannabis o suplementos adaptógenos. Para el conspirativismo, la incorporación de estas drogas a la farmacopea occidental, sintética e industrializada es una forma vulgar de colonización cultural que tergiversa prácticas populares y milenarias.
Los usos premodernos de los psicodélicos son parte de una historia larga que probablemente no le interese al lector de este artículo. Así que voy a definir un corte arbitrario y retomar desde que a mediados de la década del cincuenta del siglo pasado la CIA decidió investigar su aplicación en la guerra contra el comunismo como parte de su programa de psych warfare. En Poisoner in Chief, Stephen Kinzer retrata la historia del infame proyecto de control mental de la CIA conocido como MKUltra. Durante la década en que se mantuvo bajo la dirección del proyecto, Sidney Gottlieb (el jefe al que alude el título) se adueñó de la producción mundial de LSD. Entre los diferentes sub-proyectos del MKUltra, la CIA financió también los viajes de Robert Gordon Wasson a México, donde conoció a una chamana llamada María Sabina que lo inició en la cultura psicodélica azteca y le proveyó las primeras muestras de psilocibina.
Después de años de esfuerzos inconducentes y experimentos en humanos dignos de las peores aberraciones nazis, Gottlieb concluyó que las drogas psicodélicas eran inservibles como armas químicas. Fue entonces cuando el LSD y la psilocibina abandonaron los pasillos de Langley y empezaron a ser filtrados subrepticiamente hacia la población civil.
Existen diferentes versiones respecto a si la CIA desistió en sus esfuerzos por controlar activos a través de la administración de psicodélicos. Según expone Tom O’Neill en Chaos: Charles Manson, the CIA, and the Secret History of the Sixties, hay documentación suficiente para inferir que los asesinatos perpetrados por la secta de Manson fueron la consecuencia de un subproyecto del MKUltra que estudiaba las dinámicas psicológicas grupales bajo la influencia de la hipnosis y el LSD. Algunos de estos experimentos incluso fueron publicados en el Journal of Psychedelic Drugs, la revista científica que también funcionaba como front de la CIA durante esa época y que continúa editándose al día de hoy. Pese a declarar lo contrario, sugiere O’Neill, la CIA había aprendido a emplear técnicas efectivas de manipulación mental bajo determinadas condiciones y en cierto tipo de individuos. El LSD no hacía magia, pero era una parte indispensable del procedimiento.
Ahora bien, que la contracultura norteamericana haya sido un producto de ingeniería social de la CIA no implica que el revival psicodélico sea parte de esa misma estrategia medio siglo más tarde. Solo en Estados Unidos, hay más de cincuenta empresas que cotizan en Wall Street dirigiendo algún proyecto para comercializar estas drogas. De hecho, la psicodelia se volvió tan mainstreamque en 2018 la FDA aprobó el “breakthrough status” que acelera los procesos de revisión para aprobar un protocolo de psicoterapia asistida con psilocibina. Por lo tanto, antes que la siguiente fase de un proyecto de sumisión psíquica global, lo más probable es que la nueva ola de la psicodelia sea exactamente lo que parece: un meganegocio montado sobre una estrategia de lavado de imagen en una industria que —crisis de los opiodes y COVID mediante —acumula demasiados escándalos recientes.
Un dato interesante es que en la carrera por el desarrollo de patentes originales de drogas psicodélicas aparecieron nuevos actores. Entusiasmados con las bondades neuroquímicas vislumbradas por años de auto-experimentación con psicodélicos, muchos de estos inversores provienen de la big tech. Por poner un par de ejemplos, Peter Thiel es dueño del 7.5 % de las acciones de COMPASS Pathways (valuada en más de mil millones de dólares), y se estima que para 2027 el market size de la industria psicodélica va a ser de unos once mil millones de dólares. Pero la alianza entre la big pharma y Silicon Valley no debería sorprender a nadie. Al contario, es el desenlace lógico de la certeza en las bondades absolutas del progreso tecnológico nacida de la unión entre el complejo militar industrial y la contracultura hippie que moldeó la ideología de california. A partir de este punto, la idea del hombre como producto de una “situación tecnógena”, susceptible de posteriores modificaciones y elaboraciones artificiales, se desliza hacia un determinismo tecnológico para el cual todos los problemas de la humanidad se reducen a una cuestión de eficacia.
¿Y no es esto mismo, acaso, lo que a su manera advierten las impugnaciones lacanianas y conspirativistas sobre el uso de psicofármacos? Para evitar las respuestas precipitadas y reactivas de estos posicionamientos, conviene reformular el asunto. Pero para lograr esto, primero es necesario desarrollar una comprensión ampliada de los fármacos (o de cualquier otra tecnología), más allá de una perspectiva meramente técnica. “La naturaleza protésica de la tecnología debe ser afirmada más allá de su funcionalidad, ya que desde el comienzo de la humanidad, el acceso a la verdad siempre ha dependido de la invención y el uso de herramientas”, escribe Yuk Hui en el artículo titulado Chat GPT o la escatología de las máquinas. En definitiva, lo que Hui propone es una relación con la tecnología que realice el potencial de sus usuarios en lugar de reducirlos a patrones de consumo.
Con esta premisa, el punto en discusión no es si los fármacos pueden usarse para aumentar las capacidades humanas. Eso ya sucede y su marcha es indetenible. No se trata, por lo tanto, de responder a la pregunta por la pertinencia del uso de drogas como la psilocibina para la mejora de sí, sino más bien de imaginar, como sugiere Hui, el modo de reorientar esa práctica desde un circuito de presión incremental y compulsiva al rendimiento hacia un “acceso a la verdad”, más allá de cualquier fantasía ingenua y psicodélica.
Para entender un poco mejor la dimensión del asunto, es útil cruzar la historia de los psicodélicos con la de otro grupo de psicotrópicos igualmente influyentes: los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina o ISRS. Lanzados al mercado en la década del noventa, esta nueva generación de antidepresivos prometía revolucionar los tratamientos en psiquiatría. Y si uno valora los resultados y los compara con las moléculas “viejas”, podría decirse que las expectativas fueron satisfechas, al menos desde un punto de vista comercial. Uno de los aspectos más notables de esta historia es que pasados treinta años de su comercialización, todavía no se entiende muy bien por qué y cómo es que estos medicamentos funcionan.
Este es el punto de partida para la hipótesis que la psiquiatra e investigadora británica Joanna Moncrieff plantea al proponer un giro desde un modelo teórico centrado en las enfermedades a un modelo centrado en las drogas. Moncrieff sugiere que al no existir una teoría concluyente que explique las causas biológicas de la depresión, la forma apropiada de entender la eficacia de los antidepresivos es enfocarse en sus efectos psicoactivos. De esta forma, los tratamientos ya no apuntarían a reparar un “disbalance neuroquímico” en el cerebro, sino a inducir un estado alterado que le permita al sujeto cambiar un constructo invivible de la realidad por otro un poco más tolerable. En consecuencia, la angustia, la falta de rumbo, la dificultad para enfocarse, la ausencia de un sentido trascendente, etcétera, pueden entenderse también como blancos farmacológicos. Para Moncrieff, el modo que la industria y el discurso médico tuvieron de legitimar la prescripción masiva de antidepresivos fue confundir estas condiciones existenciales con enfermedades.
Al denunciar algunas de las fisuras más profundas en el edificio teórico de la psiquiatría moderna los postulados de Moncrieff funcionan también como el tipo de queja que Peter Sloterdijk caracteriza de “histeria antitecnológica”, y que no es otra cosa que la búsqueda de un amo contra el que poder rebelarse. Pero lo decisivo es esto: al dejar de lado la centralidad de las enfermedades, Moncrieff concede, quizás involuntariamente, una idea del sujeto como producto de la técnica. Para Sloterdijk, por otro lado, esto significa que a los humanos “no les sucede nada extraño si se someten a ulteriores innovaciones y manipulaciones. No hacen nada perverso o contrario a su naturaleza si se transforman autotécnicamente”. En este desarrollo superador de las divisiones entre naturaleza y cultura los “sucedáneos químicos de la gracia”, como llamó Aldous Huxley a las drogas psicodélicas, podrían cumplir un rol inesperado. ///// DB