Nos vendieron por mucho tiempo que la historia tiene una sola dirección. Que las encíclicas de FLACSO dictan el sentido mismo por el que tenés que sacrificarte y tomar posición. Incluso si se trata de oponerse. Pero no alcanza con “reaccionar” para salir de la trampa. Si soñás con “volver a la tradición” o a alguna década del siglo pasado, si de todo corazón solamente querés detener o invertir el proceso histórico en vez de tomar en tus manos la libertad de imponerle una dirección, lo hacés partiendo de aceptar el plano mayor impuesto por el enemigo.
El optimismo es cobardía, decía con razón Spengler. Pero la nostalgia del origen es otra paja. El inicio es aún.
Nuestra libertad en términos espirituales se mide de acuerdo a cuán capaces somos de rechazar la creencia fetichizada en un “sentido de la historia” de tipo objetivo y trascendente, y de crear uno en el que no seamos peones movidos por la resignación, por la esperanza o la nostalgia.
En lugar de ir a “la historia” para ver qué nos corresponde pensar por haber nacido en tal o cual nación, o en tal o cual momento histórico, tenemos que partir del movimiento inverso. “La historia” no existe, sino como el movimiento mismo de nuestra voluntad.
El antiprogresismo de la derecha pasatista, sea en su versión católica reaccionaria, sea en su versión peronista ortodoxa es meramente aparente en buena medida por ello. No hay a dónde volver ni nada que conservar. Porque, contra lo compartido por todos los creyentes en “la historia”, nunca nos hemos movido de nuestra propia naturaleza. O, como dice Heidegger, al ir hacia el mundo (lo que incluye el pasado), no hacemos más que volver sobre nosotros mismos.
Teniendo en cuenta esto, la decadencia de un mundo falluto que parte de premisas antinaturales no afecta, ni roza siquiera, lo verdaderamente esencial. Y es perfectamente posible, en cualquier momento, partir desde allí: desde lo que somos… acelerando en forma meteórica para despegarnos de todo lo que nos hunde en la pasividad. Quizá de ese modo el aceleracionismo deje de ser una opción nihilista y desesperada, para pasar a ser la afirmación libre y creadora de un nuevo mundo de sentido.
En el camino hacia nuestra grandeza, no debemos dejarle al falso progresismo ni el progreso, ni la modernidad, ni el europeísmo, ni el amor por la naturaleza, ni el arte, ni el sexo, ni la transgresión: nada. Ni una sola bandera en sus manos. Pongámonos a la vanguardia de la lucha por el sentido de la historia. Los progresistas ahora debemos ser nosotros.
Aunque pueda recibir distinto contenido en sus distintas versiones, la concepción lineal de la historia comparte una misma estructura narrativa y una misma aversión por la realidad histórico-natural, que probablemente provenga de su primera versión: la bíblica. Por eso es que hasta hoy, de un lado y del otro se concede que el sentido de la historia conduce, o debería conducir, a una mayor igualdad y a una abundancia de tipo edénico. Como fruto de ello, seríamos entonces libres de toda coerción y de todo lazo. La finalidad del proceso histórico sería, entonces, la posthistoria: superar las contingencias propias de la humanidad histórico-natural, entendidas no sólo como algo inesencial sino también como algo corrompido o pecaminoso.
Con esto queremos señalar que la idea del sentido de la historia viene siendo esencialmente patrimonio de la izquierda (sea esta cristiana, jacobina, marxista o progresista) y en cuyo corazón radica una negación utópica del mundo y una voluntad de subvertir o pasar por encima de las autoridades “de este mundo”. Todas ellas son por eso ideologías antipolíticas y antinaturales. A causa de ello, no pueden ser sinceras y frontales. Muchos progresistas aceptarían en los papeles que el progreso no existe como un proceso objetivo y que por eso su sentido, eminentemente político, depende de quién lo imponga, pero actúan “como si existiera”, engañando al resto.
Desde esta perspectiva, deja de ser un problema que la crema de la juventud ilustrada en algún momento haya querido “ocupar el lugar de Dios”, como dicen algunos tradis. El problema fue por el contrario que quisieran fundar su propia Iglesia, a imagen y semejanza de la católica pero con periodistas y abogados al mando. Los progres solo quieren ser los nuevos señores feudales y pastores de almas, reformando el viejo canon, pero sin dejar de ser katholikós o sea, universalistas. ¿Qué significa esto? Que para ellos la “naturaleza” humana trasciende toda variable histórica y/o biológica, siendo no natural, sino genérica: para todos la misma. Una esencia ajena al cuerpo y al medio natural en el que efectivamente vive. Sobre esta ontología se funda un derecho (anti)”natural” de carácter internacional, que “defiende a los hombres”, y a ciertas minorías, de toda opresión externa: la farsa de los derechos humanos.
A favor de esta tesis podemos presentar los argumentos de Feuerbach, Marx, Zizek, Bueno, Vattimo, Fusaro entre tantos otros comunistas de distinta importancia y orientación, que alaban siempre al cristianismo por ser, a sus ojos, la religión más moderna desde un punto de vista jurídico-político y, más fundamentalmente, la más igualitaria e internacionalista a tal respecto. Solo piden secularizar la implementación de sus valores.
En el registro ético personal también se evidencian los puentes actitudinales que explican cómo ahora, de un día para el otro, egregios aborteros se cuelguen de la cruz y del Papa globalista. Es una constante que los zurdos que ayer te obligaban a subirte al tren violento y eufórico de sus fantasías, hoy te dicen, cogidos por el azote “injusto” de la historia natural, que los ayudes a levantar la cosecha de tomates. Insisten sin embargo en que abandones tus pretensiones de vivir bien, por encima de tus posibilidades, porque eso es egoísta y destruye el planeta mientras hay otros que sufren más. No confundirse: cuando fracasa el milenarismo mesiánico, y sus delirantes utopías igualitarias se muestran impotentes, el sentido existencial de fondo sigue siendo el mismo. Siempre ascetismo, renuncia, autodenigración, proletarización, voto de pobreza, piedad franciscana y “apertura al otro”. Y ellos por encima tuyo, siempre. A sus ojos, todo lo que te diferencia, te destaca, te jerarquiza, te da poder y salud, riqueza para vos y los tuyos, es un mal moral. En especial porque esta romantización de la miseria y la privación los blinda frente al fracaso político, impidiendo la sana circulación de las élites: la renovación de la vida.
Pero ha llegado la hora del gran desprecio, la hora de enterrar para siempre los grandes relatos en los que todos “los buenos y los justos” esconden sus pequeñas, cada vez más miserables, realidades. Desagradables, como las uñas, sincerísimas y coherentes, de Pepe Mugica. Malogrados como los de su clase solo extraen fuerzas de la inversión de la realidad que los ha condenado a ser lo que son. Por eso se expresan mancillando lo puro, afeando lo bello, empobreciendo lo rico y nivelando lo bueno. El griego los describe así:
Un hombre que es muy feo en apariencia o mal nacido o que vive solo y no tiene hijos no suele ser particularmente feliz y tal vez menos aún aquel cuyos hijos y amigos son viciosos por completo o fueron buenos pero han muerto (Aristóteles, EN, 1099b 3-6)
Los prelados de la casta (sacerdotal, intelectual y política) no harán sino poner el grito en el cielo en cuanto nos vean ascender. Están preocupados por mantener la historia sobre los rieles de su proyecto y a vos corriendo tras la zanahoria de un progreso (o de un “regreso”) por el que serás sacrificado en el presente. Creyendo que algo se mueve por sí solo, en realidad nos tienen detenidos. Incluso a los que quieren poner marcha atrás. Esa ilusión de movimiento objetivo solo busca someter la magnanimidad que todo hombre noble lleva dentro. Porque como bien dijo Aristóteles, solamente está vivo lo que tiene el principio del movimiento en sí mismo. Pero además porque cualquier acción parte de las condiciones reales en que nos encontramos y no desde unas ideales. Vamos siempre de lo más cercano hacia lo que está más allá, no al revés. Somos nuestro propio eje.
Pero si algo podemos rescatar de los falsarios trasmundanos, haciendo a un lado sus relatos y observando los hechos mismos, es la relatividad del sentido y la voluntad por conquistarlo. La historia va hacia donde uno la empuja si tiene capacidad suficiente de copar los medios culturales de la época con audacia, de encarnar una cosmovisión contagiosa y dinámica, y de ser plenamente consciente de la propia arbitrariedad. Nuestra única diferencia en las formas es que nos desagradan las mentiras piadosas. No nos disfrazamos tras la fachada de la necesidad histórica o la causa de alguna bandera sublime y universal a la que sería “inhumano” oponerse. Caímos en bolas, cómo buenos naturistas, haciendo lo que queremos y proclamando nuestra verdad, y ahora todos ven que el progre está desnudo también, detrás de un deshojado taparrabos “humanista” y misárquico. Reclamarán que somos soberbios y violentos, y tienen razón. Pero ya no pueden tapar que ellos también lo son. Ninguna hoguera de vanidades podrá eclipsar la suya propia. Nada lo enseña mejor que la hoguera del propio Savonarola. Aut Caesar aut nihil.
La arbitrariedad de “los buenos y los justos” es la más pretenciosa de las arbitrariedades, pero al fin y al cabo, es solo una arbitrariedad más. ¿Qué esperás para oponerle la tuya?
Por eso, se nos impone responder en la forma más perspectivista, diferencialista y personal posible. Porque no estamos en falta con nada, ni con nadie. No hay pecado original. Nunca perdimos el rumbo. No hay sentido previo. Nadie nos va a felicitar cuando caiga el telón. No hay público que vaya a aplaudir o retirarse de la sala. E igual tenemos que actuar. Pero lo haremos a nuestro modo. ¿Por qué hacerlo con el libreto de otro? ¿Qué pasaría si en vez de interpretar otra versión de las mismas narrativas lineales, universalistas y genéricamente “humanas”, decidimos interpretar otra obra, por ejemplo, un poema épico o una tragedia? ¿Y por qué no encarnar un haiku o un aforismo de vez en cuando? Enterrado el universalismo, culturalmente monoteísta, vuelve la auténtica pluralidad del alma politeísta y su libertad de culto y de espíritu, unificada por la religión política de la pólis. “¡No le va a gustar a nadie!”, dirá alguno, pero, ¿por qué dar por sentado que a todos les gusta el mismo teatro moral universal de siempre?
Preferimos la libertad: la superioridad estética de la amoralidad que, como la vida, se abre camino sin esperar la aprobación de la mayoría. Superioridad estética porque sepultado el criterio moral externo, nuestros juicios se apoyan ahora en la sensibilidad encarnada en nuestro gusto. Todos los ideales de virtud y de perfección vuelven con nosotros a ser también bellos y atractivos. No sólo santos, no solo teóricos ni solamente prácticos. No queremos convivir con quienes no se nos parecen ni comparten este, nuestro estilo: la natural inclinación por la excelencia. Hacerlo nos aleja de la plena realización de nuestras potencialidades, de la felicidad aristotélicamente entendida.
El auténtico desafío de nuestro tiempo es abrazar la propia arbitrariedad tal cual es: no como una cosa en general más santa, más justa, más buena, que deba aceptarse con la fuerza de una ley universal, natural, “para todos”. Y para eso, tenemos que hacer nuestra la máxima délfica y conocernos a nosotros mismos. Nosotros somos los verdaderos progresistas. ¿Qué progresa en nuestro progreso? Nosotros mismos. ¿Hacia dónde nos dirigimos? Hacia nuestra propia perfección.
No consideramos tradición sólo al pasado premoderno y, mucho peor aún, a esas escenas pseudo-idílicas de los años 50’. Oponer tradición a modernidad es un error. Porque el espíritu de la modernidad europea no tuvo nada que ver, en el fondo, con lo que las piadosas monsergas de unos y otros proyectaron sobre ella. Fue un espíritu expansivo, terrenal, astuto y creador que partió desde el amor por la libertad de los hombres clásicos y el reencantamiento del mundo.
Nuestra modernidad fue primero una hazaña prometeica llamada Renacimiento. Aquiles, Odiseo, Hermes y Enéas, no únicamente Cristo, fueron sus modelos. Neoplatónicos y hermetistas, no solo sesudos exégetas de la biblia, fueron sus grandes hombres. No pensaron en modelos políticos teocráticos a partir del Rey David o en la corporación feudal, sino en modelos republicanos a partir de Aristóteles y Cicerón y en modelos autoritarios bajo la impronta de Julio César o Alejandro Magno. No buscaron la verdad en otro mundo, sino en el lenguaje de la naturaleza: la armonía, el número, la belleza del mundo orgánico y sus formas. Y cuando Leonardo pintó el Salvator Mundi, lo hizo a imagen y semejanza de César Borgia (1). Nótese el movimiento: no fue a ver cómo se representaba a Cristo para luego ajustarse a ello “objetivamente”. Inscribió en el significante más santo y más alto de la época al mejor y al más vivo entre los suyos. Nuestros dioses se confunden con nuestros héroes. Lo más alto de nuestra cultura nació como una reescritura libre de las fuentes bíblicas tanto como de las griegas y romanas. Como un volver a la vida desde las fuentes naturales clásicas, o sea, desde el saber y la fe, desde las musas y la espada: Shakespeare, Maquiavelo, Miguel Ángel, Quevedo, Galileo, Montaigne, Marsilio Ficino, Lorenzo de Medici, Da Vinci, Giordano Bruno, Pico della Mirandola, César Borgia… Así se ve nuestra modernidad, y no es más que nuestro progreso y nuestra civilización.
Ahora tenemos que atrevernos a encarnar nuestra posmodernidad como la realización de todo lo que específicamente somos hoy, sin imitación vulgar. Se trata de inspirarse y de crear lo que nace de uno a partir de la admiración de la belleza y la naturaleza de nuestro paisaje humano. Renunciamos a toda pretensión de universalidad. Y por eso admitimos que fuera de nuestro mundo pueden haber tantos otros “progresos” como clanes, pueblos y civilizaciones existan. Pero esto no significa que todos valgan lo mismo, ni que sean intercambiables. Nuestro progresismo impone, en consecuencia, el respeto a la desigualdad entendiendo que cada uno tiene su lugar y que este es el nuestro. Porque es justo dar a cada cual lo que le corresponde y no a todos lo mismo. Lograr que cada uno despliegue todas sus potencialidades sólo es posible renunciando a imponer árbitros moralizantes o exigencias universales del tipo que sean. Una sana competencia por ser el mejor en cada ámbito y una responsabilidad mayor como premio es la única forma de hacer justicia. Porque solo el poder otorga libertad y el poder se conquista como fruto de la excelencia en el ejercicio de la propia función. Por el contrario, el falso progresismo, profundamente conservador, impone una igualdad castradora de carácter aritmético que es completamente injusta porque no todos merecen lo mismo ni quieren lo mismo. Censurando la ambición de los más fuertes solo logra empobrecer y debilitar a todos aún más, incluso a los débiles. De ello depende la primacía del degenerado seminarista “(anti)progre”, que temeroso se pone la sotana y ordena desde sus canales de streaming: “¡no es humano pasar de acá! ¡Este límite es sagrado! ¡No se pasen de rosca con la crítica a la democracia liberal!”. Pero ya nos pasamos. En la ida y en la vuelta nos pasamos. No toleramos ni una sola ley ajena que reclame soberanía sobre nuestro espíritu, ansioso de infinito.
Es hora de crear un mundo nuestro, desde, por y para nosotros. ///// DB
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