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LO QUE VIENE DESPUÉS DEL PERONISMO

Diego Vecino
28 Jul. 2025
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La era de los extremos, como llamó Hobsbawn al corto siglo XX, se terminó hace mucho, desvaneciéndose como un espectro derrotado. En retrospectiva, resulta muy llamativo cómo los intelectuales y políticos que la habían animado se esforzaron en adaptarse a la nueva situación anormal en la que ya no existía un contrapeso a la hegemonía de la aceleración capitalista. Lo hicieron con melancolía y convicción. Todos anhelaron refugiarse en el gesto auto-flagelante de marcar los excesos del sistema político y censurarlos con solemnidad. En la Argentina así fue que llegaron los autores de la micro-resistencia cultural (Laclau, Foucault, Negri et al), gracias al esfuerzo del Club de Cultura Socialista, Pasado y presente, y la siempre masoquista y anti-nacional Punto de Vista, instrumentalizadas por el alfonsinismo y el Frepaso. El derrotero de esta capitulación nos llevó, en la primera década del nuevo milenio, a la evocación de un “redescubrimiento de lo político”, que aunque en el momento vibrara como algo real, en realidad era un simulacro: la erupción de una nostalgia banal por aquellos viejos tiempos en los que realmente se quería creer que un día de furia estaba próximo a cambiar el mundo.

Con la caída de la Unión Soviética desapareció el radicalismo en el hemisferio occidental. Hoy por hoy es solo importante como una exasperante y cínica actitud estética o como un pequeño hábito filosófico, como lo prueba este mismo artículo. El resultado fue la emergencia del “centro”, una bola de moco sin forma que se expandió por todos los rincones de la imaginación política y regurgitó pequeñas identidades dóciles, sin carácter y despóticas.

Max Weber habló del desencantamiento del mundo, un proceso por el cual la modernidad fue despojando a la realidad de sus elementos mágicos, míticos y religiosos en favor de una racionalización creciente y una explicación científica y técnica de la realidad. Progresivamente el cosmos dejó de ser un “jardín encantado” habitado por fuerzas misteriosas y pasó a constituirse como un sistema inteligible y predecible que puede ser dominado por la razón instrumental. La consecuencia de esta emergencia es, como sostiene Sloterdijk, la disipación de la rabia disidente: “los agentes de la impaciencia extremista, que dominaron el viejo siglo XX, están ahora desempleados”, ya no tienen un rol que desempeñar para alimentar el zeitgeist de esta época. Lo que dominó nuestros sistemas políticos a partir de la década del ‘80 fueron los surfistas, los arribistas y los “resilientes”. Tipos que se sientan en una gran mesa durante largas horas a perfeccionar la fórmula de la transacción y la pax burocrática. Esas mesas muestran una vuelta más de perversión y ridículo en las transmisiones eternas y sin viewers de los streams “políticos”.

El desencantamiento implica que las grandes pasiones y la indignación colectiva ya no encuentra un cauce utópico creíble y se dispersan o se vuelven ineficaces. El extremo centro crea híbridos de absolutamente todo. De ahí que durante los últimos cuarenta años estemos flotando en un pastiche de referencias pop y consumos aspiracionales: pokemon, labubu, chocolate dubai, italian brainrot, minecraft, stanley, menem, lali espósito. Todo lo que se presenta como unilateral o pasado de rosca, es recibido con una media sonrisa de compasión por los áureos intelectuales del centro. La exageración parece revelar, en nuestra época, la falta de capacidad para comprender el carácter “plural, complejo y mediado” de la realidad. Es lo que los neodirigentes del peronismo audiovisual -gran esperanza de renovación blanca- llaman “el salto a la política real” o “construir poder”, que en la práctica significa “callate y seguí chupando”.

Heidegger diría que “existir es ser puesto en un estado de mediocridad” o, como lo traducen los britanicos, de averageness. En Ser y Tiempo sugiere que la mediocridad representa un estado en el que el hombre no es capaz de apropiarse de su propia existencia sino que sigue la corriente de lo que es considerado normal. El individuo pierde el sentido de la autenticidad reforzando las expectativas que su micro-grupo social le asigna y exige, volviéndose indistinguible de ellos. Estas observaciones coinciden con el conformismo rabioso de estos referentes culturales que notoriamente tienen los huevos al plato de Cristina pero no se animan a la rebelión abierta por miedo a quedar en la intemperie o a ser estigmatizados por una fanbase histerizada por Futurock y C5N, unos escasos cuarentones porteños chronically online, que son los únicos que los miran y, por ende, les otorgan la relevancia artificial que los sostiene. 

Estos agentes de la impotencia no son ignorantes acerca de las fallas ideológicas y de carácter que tiene una dirigencia millonaria, enquistada y necia. Por el contrario, están sobre-ilustrados, al punto de entender que las grandes utopías son imposibles. También las pequeñas utopías. Por eso mismo, son incapaces de movilizar a la acción. Las posiciones “nacionalistas” forzadas que esgrimen, la declamación constante de peronismo 100% real no fake, o la declaración de intenciones puras, son en realidad una expresión de cinismo moderno: saben que el peronismo es un cascarón vacío, saben que sus ideales son ilusiones, pero siguen participando del sistema “como si” creyeran en él. Se constituye, de esta manera, una brecha considerable entre el conocimiento que portan y las acciones que emprenden, brecha que está perfectamente ejemplificada en la distancia entre el estricto apego a la doctrina que enuncian y las listas de mierda que terminan integrando o acompañando. Esta circunstancia, que empieza en Cristina y termina en Grabois, empieza en Massa y termina en el recientemente desnazificado Principios y Valores, anula el poder de la crítica tradicional. Si antes la crítica de la ideología buscaba “desenmascarar” la falsedad para impulsar el cambio, el cínico ya está “desenmascarado” de antemano. Sabe que las cosas son una mierda pero ha desarrollado una elasticidad psíquica que le permite incorporar esa duda sin que ello le impida funcionar en el mundo. La exposición de la verdad, cuando raramente sucede, ya no lleva al cambio sino a una resignación “bien informada”, enmascarada bajo el apelativo cogido a la realpolitik.

Aunque la Unión Soviética apareció, después de la muerte de Stalin, como un coloso moralmente extinto, y aunque ya para los ‘70 había perdido todo atractivo para la fantasía disidente (Martin Amis lo narra a la perfección, a través de la figura de su padre, en Koba el terrible), su existencia fáctica sirvió durante esos años como una garantía de que el principio de la izquierda aún poseía una especie de manifestación secular, una existencia totémica que atestiguaba una misión política y espiritual trascendente, incluso en sus períodos de máxima perversión. Con el kirchnerismo pasó lo mismo. Aún desencantado después del fracaso económico, político, cultural y espiritual del período 2011-2015, proporcionaba una base real para el postulado ontológico de que debía haber dominios de posibilidad e imaginación que apunten más allá de la condición subordinada y melancólica de la Argentina post dictadura. Había una pequeña utopía cascoteada que latía entre la maleza de las pérfidas elites partidarias.

Por supuesto, la completa absurdidad del kirchnerismo en su etapa de autodestrucción, post 54%, era evidente incluso para quienes lo bancábamos a muerte. Pero hasta el 2019, mientras esa gran maquinaria simbólica continuaba existiendo, proporcionaba una razón para creer que eventualmente sería posible una realización no corrupta, no económicamente indigente, de sus motivaciones justificadas. Claro, en retrospectiva es fácil ver que eso iba a ser imposible porque todos los potenciales rebeldes del peronismo se encontraban, al igual que hoy, irremediablemente sujetados por los sensuales workshops de arte abstracto y escritura creativa ideados en Langley, Virginia. El horizonte de la imaginación de la época ya se encontraba restringido a ser un parque de atracciones para esos “últimos hombres” crónicamente excitados por la proliferación de imágenes eróticas en las redes, capaces de anticipar con alegría precoz la llegada de “un nuevo 17 de octubre” frente a la primer pelotudez imaginable o de confesar en Twitter que no se les para la pija confundiendo su adicción a los likes con un mensaje solidario. 

Todos los que se incorporaron al peronismo después de la derrota electoral contra Mauricio Macri lo hicieron de forma irremediablemente cínica y ya fundidos. La “deconstrucción” de los años 2018-2023 fue su derrota definitiva. Lejos de convertirse en una herramienta para la acción radical, instituyó una hermenéutica melancólica que, al revelar las ambigüedades sociales sin proponer una alternativa creíble que pudiera trascender su horizonte vengativo y represivo, terminó siendo cómplice del proyecto cultural de las elites tecnofílicas de San Francisco que promueven la “evocación incesante del sueño de un mundo peor”. Este gesto institucionalizó la razón cínica: al criticar la realidad desde el propio Estado se reforzaba el efecto de impotencia terminal de nuestra recontra chota democracia, lo que a su vez volvía un espectáculo al acto de la crítica, o peor, un ejercicio intelectual abstracto que no buscaba transformar la realidad sino apenas “gestionar la infelicidad”. Fue este efecto -y no la resolución despótica de la pandemia, que por cierto sucedió en todos los países con efectos electorales dispares- lo que ocasionó la crisis del sistema político argentino y el éxito de Javier Milei.

Hoy el peronismo es el epítome de la hiperrealidad política. Ya no representa una posición ideológica concreta ni un conjunto de valores fuertes sino que se constituye como un espacio de simulación transaccional perpetua de consenso y compromiso. No defiende nada excepto a sus propios y gastados candidatos, algo que hace de forma cada vez más paródica. Lo único que hoy lo caracteriza es su capacidad para absorber y neutralizar cualquier diferencia o radicalidad, reduciéndola a una imagen inofensiva. Las nuevas organizaciones, que se crean y se descrean todo el tiempo, tienen como único objetivo posicionar dirigentes menores en listas y cargos, y todo lo que se ve de ellas es su logo y su cuenta de Twitter o Instagram. La política, así, deja de tratar sobre la verdad o la justicia y empieza a ser más una gestión de apariencias. En este mundo donde los extremos se difuminan y donde la guerra misma puede convertirse en un evento mediático o una operación quirúrgica abstracta que carece de sustancia ontológica, el pathos disidente del peronismo se seca al sol. Ya no hay una “verdad oculta”, una “sociedad secreta” ni una “resistencia” operando bajo la superficie con la expectativa de un día emerger y subvertir el orden. Todo es superficie, todo es pantalla. Sloterdijk indica que si el animal del siglo XX era el topo, que cavaba para encontrar una verdad oculta, el del siglo XXI es -a tono con la bandera libertaria- la serpiente que se mueve horizontalmente en una plataforma plana. No es que el peronismo actual sea un simulacro que oculta una verdad esencial que debemos recordar y renovar. Es más bien que la verdad del peronismo arribista y mediocre oculta que no hay nada detrás de ellos. El simulacro es lo verdadero.

Con la crisis del peronismo, la Argentina perdió su principal “banco de ira”. El concepto, acuñado por Sloterdijk en su libro Ira y tiempo -que recientemente terminé gracias a la recomendación del Conde Nicolás Mavrakis y que recorre todo este falopero artículo- hace referencia al tipo de instituciones que acumulan y capitalizan la ira, el resentimiento y el deseo de venganza de las sociedades. La ira, así entendida, no resulta en una emoción individual sino que constituye una fuerza psicopolítica que ha impulsado y moldeado gran parte de la historia occidental. Y que lo sigue haciendo.

A lo largo del tiempo diferentes sistemas religiosos, políticos e ideológicos han funcionado como “bancos” donde se depositan y gestionan las frustraciones, las humillaciones, las proscripciones y el deseo de retribución de las personas. Las religiones monoteístas que prometen una venganza divina en el futuro o el comunismo internacional que capitalizó el resentimiento de la clase obrera. Al igual que un banco tradicional, un banco de rabia ofrece una especie de “dividendo” o “interés” a sus depositantes. Este interés se manifiesta como la promesa de una futura venganza, una compensación por las injusticias sufridas, o la realización de un mundo mejor. De esta manera, la ira no se descarga de inmediato en un arrebato vano e individual sino que se pospone la satisfacción de la venganza colectivamente, trasladándola hacia un futuro escatológico o movilizándola hacia objetivos colectivos. Este es el verdadero “nadie se salva solo” que se encuentra en el corazón alegórico de El Eternauta.

La conversión del peronismo en una fuerza que reprime la potencia transformadora del odio a partir de su renovación como un partido de masas liberal de izquierda -en esto comparte su verdad melancólica con el catolicismo y con el psicoanálisis, una verdad que pone el énfasis en el eros, disipando el thymos– disuelve su misión histórica en el infeliz credo femenino del aprecio hipócrita. El amor, sin embargo, nunca vence al odio, y sin un “banco de rabia”, sin una fuerza política negra y resentida, el sistema democrático moderno, basado en la transacción estéril y los consensos, es incapaz de canalizar las frustraciones de los individuos que se encuentran cada vez más irritados y aislados frente a opciones electorales de mierda y discursos vacíos. Por eso es que empiezan a odiar todo.

En el 2023 Milei restituyó una suerte de banco de ira con su particular tipo de emprendedorismo resentido y salvó al sistema político de entrar en crisis terminal. Podremos decir que esto fue positivo o no tanto, pero fue lo que sucedió, y al menos debemos agradecerle seguir teniendo nuestra recontra chota democracia. Especialmente los peronistas, que la aman. Lo hizo ofreciendo a los individuos que estaban odiando todo una opción para depositar su encono bajo la promesa de retirar dividendos tras atravesar el ritual sacrificial y masoquista del ajuste fiscal. Y lo hizo desinstalando el software norteamericano del multiculturalismo -la metáfora de que toda la humanidad es nuestra familia y todo el mundo es nuestra casa- del hardware argentino de la sociedad de bienestar. La combinación de las dos cosas -que son filosóficamente incompatibles y diría, contradictorias, como expliqué acá– estaba poniendo en crisis la psique colectiva argentina hasta el punto de destruirla. Esta es la razón por la que, como peronistas, se hace necesario rechazar al conglomerado de oportunistas llamado Fuerza Patria y apoyar a Javier Milei.

En 1930, Walter Benjamin dijo que detrás de todo fascismo existe el rastro de una revolución fracasada. El kirchnerismo demostró su fracaso cuando la aplicación de políticas redistributivas terminaron en la destrucción económica de la Argentina y su estancamiento cultural. Y el presente melancólico y fetichista de lo que alguna vez fuera el “movimiento de masas más grande de occidente” demuestra que el poder disidente y transformador del peronismo se ha disipado para siempre. Hoy un nuevo antagonismo parece estar reemplazando la vieja y fallida oposición entre una izquierda liberal moderada y una derecha liberal moderada, encarnadas en el kirchnerismo y el macrismo: es la oposición entre el establishment político neoliberal y el nuevo populismo libertario. 

En su tiempo Hegel estaba convencido de que el Estado -entendido como el rule of law– no había llegado todavía al Nuevo Mundo. Por eso nuestros nacientes países estaban plagados de individuos -privados, virtuosos- que debían anticiparlo. Hegel quizás estaba pensando en los sheriffs que administraban la ley en los pueblos norteamericanos salpicados por la frontera oeste. Pero es fácil observar en la Argentina esta figura en los caudillos provinciales que durante el siglo XIX debieron imaginar la forma de un Estado que todavía no existía bajo sus propios términos morales privados. Milei es lo más parecido a esos caudillos que engendró nuestro país desde 1880. Un tipo que frente a un sistema deslegitimado o inexistente, imagina un Estado -o su destrucción- con la intención de fundar un orden que hoy no existe. Su explosión de popularidad como heraldo del aceleracionismo fatalista ocupa el vacío del fracaso del peronismo bajo el liderazgo de Cristina y sus epígonos.

Luis D’Elia ya en 2008 había entendido que el kirchnerismo estaba a punto de transformarse en un partido neoliberal globalista y aspiracional, como lo había sido el Frepaso. En su carta enviada al diario Perfil en agosto de ese año, un documento que leímos y discutimos febrilmente, se preguntaba: “¿progresismo blanco o nacionalismo popular?”. En este texto fundamental describía así al peronismo del futuro: “enemigos de cualquier uso semántico que altere la sacrosanta moderación, muy lejos de los pobres, con buenos vínculos con los organismos de Derechos Humanos, lectores de Gabo, absolutamente eclécticos en economía, más que propensos a ‘flotar’ en política, lo que constituye en realidad su verdadera actitud de fondo frente a la extendida derrota cultural de las capas medias. Repiten hasta el cansancio que no hay que asustar ni confrontar la derrota, equilibristas expertos, propensos siempre a los cierres ‘por arriba’, lo que explica un fenomenal desprecio por la participación organizada de la comunidad.” Leer estos párrafos al lado del texto que publicó Maria Migliore en revista Panamá hace algunos días, en donde imaginamos intenta presentarse como referente de la renovación dirigencial porteña para competir en alguna lista en octubre, es devastador. El gordo lo vio hace diecisiete años y aún así no pudimos evitarlo.

En ese texto Migliore afirma, sobre el final, que “ahora viene la audacia de salir del lugar común y animarse a imaginar en serio. A mezclar personas, comunidades, proyectos; a combinar tradición con innovación, lo público con lo privado; a pensar un Estado que esté presente pero que también funcione y dé resultados. Lo que haga falta para transformar de verdad”. Estas declaraciones frívolas solo pueden tener sentido en la mente autocomplaciente de los inmaculados intelectuales que se creen aún con derecho a narrar una historia reciente de la Argentina en la que ellos no estuvieron aparentemente involucrados. Esta historia, para colmo, lleva el ritmo monocorde de una fábula de Roal Dahl, naive y moralizadora, en la que los desplazados triunfan gracias a la manifestación de un fenómeno sobrenatural y mágico producido por su propia bondad. Quizás engañe a alguien, pero a los observadores profanos, como quien escribe, nos hace sospechar que la teología estatal y la gimnasia artística tienen la misma raíz conceptual. Una raíz que debemos extirpar.

Disclaimer. Contenido libre de financiación del Departamento de Estado.
Escribe: Diego Vecino
28 Jul. 2025
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