Los años 60 son una década que, a menudo, se nos presenta mistificada, un período de transformación profunda y contrastes, de frivolidad y fervor revolucionario. Para la teoría política conservadora, fueron años nefastos que rompieron el ideal de integración social, valores comunes y política estable, sumiendo al occidente desarrollado en el conflicto permanente y la amenaza de su disolución. El reaganismo procesó la década a través de obras como The Unraveling of America (1984) de Allen Matusow y The Closing of the American Mind (1987) de Allan Bloom, criticando la apertura al relativismo cultural y sugiriendo la ola de la New Left había sido una catástrofe intelectual de la que el país todavía no se había recuperado. Bloom caracterizó el activismo de la izquierda contracultural en los campus universitarios como un desastre comparable a la experiencia de los profesores alemanes bajo el régimen nazi: “Nuremberg o Woodstock, el principio es el mismo”.
Sin embargo, desde el otro lado del espectro ideológico, la lectura de los ‘60 fue similar. Terry Eagleton, en su Literary Theory: An Introduction (1983), argumentó que la autorreflexión de las ciencias sociales y humanidades en ese período, si bien dio origen a la teoría literaria moderna, obturó su capacidad de intervención social, llevándolas a una crisis de sentido. La promesa ingenua de emancipar el inconsciente de toda represión, que surgió como respuesta al fracaso del orden, hoy parece colapsar. La represión, en cierto grado, es saludable y necesaria. Para andar en bicicleta, necesitamos reprimir la reflexión constante sobre el equilibrio, para inspirar a un curso de escuela debemos reprimir la certeza de que el 99% de los alumnos desperdiciará su vida, y para militar al peronismo debemos reprimir los indicios de su decadencia nostálgica. Este proceso inconsciente por el cual empujamos pensamientos, deseos y memorias inconvenientes o inaceptables contribuye a nuestra consistencia psicológica y a la estabilidad social. Como ya enunciaba David Hume en su Tratado sobre la naturaleza humana (1793), la autoconciencia absoluta es una ilusión, y su impulso moderno lleva a la muerte del conocimiento humano, algo que Freud entendía bien, aunque no así sus seguidores.
Por qué los ’60 nunca se terminaron
La década de los ‘80 buscó re-normalizar y re-moralizar la sociedad occidental para recuperarla del impulso secularizador y liberalizador de la contracultura de izquierda. Esta ideología encontró un terreno fértil en el movimiento de la derecha conservadora, que adoptó la necesidad de recuperar las tradiciones perdidas como eje de una nueva narrativa poderosa y resentida. Robert H. Bork, en Slouching Towards Gomorrah: Modern Liberalism and American Decline (1996), argumentó que la sociedad norteamericana se dirigía a su destrucción debido a la década de “nihilismo revolucionario” y a un establishment político cobarde. Newt Gingrich, por su parte, consideraba a los ‘60 como una aberración en la historia norteamericana. Decía que “la historia de los Estados Unidos tiene dos períodos. El primero va desde 1607 hasta 1965. Aquí hay un patrón claro en el que hicimos las cosas más o menos bien y siempre igual, hasta que la ‘Gran Sociedad’ destruyó todos los consensos, nos dijo: no trabajes, no comas, tu salvación es espiritual, el gobierno no tiene sentido. Ahora creo que ya terminamos con eso y nos tenemos que recuperar”.
Sin embargo, ambos estaban equivocados en una parte fundamental: los cambios que introdujo la contracultura sesentista en la subjetividad occidental fueron irreversibles, algo que hoy resulta evidente. Bork mismo reconoció años más tarde que la década del ‘60, aunque con años de remisión, retornó en los ‘80 para hacer metástasis en la cultura americana de forma devastadora.
Más allá de la paranoia, de la cual el libro de Bork es una obra maestra, la cultura juvenil, rebelde y desafiante se consolidó como el gran modelo cultural con el cual la vida corporativa y el discurso político rediseñarían al ciudadano del siglo XXI. En Rise and Fall of the Neoliberal Order (2022), Gary Gerstle admite que “al liberar al individuo y su conciencia de las garras de las grandes instituciones embrutecedoras, celebrando el cosmopolitismo y el multiculturalismo, la mezcla y la hibridación cultural, la New Left promovió las aspiraciones neoliberales y ayudó a convertirla en la fuerza ideológica hegemónica en los ‘80 y ‘90”. Las fantasías comerciales de la rebelión, la libertad, la ruptura de la vida cotidiana alienante que imponía el Estado de Bienestar es, desde entonces hasta hoy, tan común que se nos ha vuelto invisible, cuando consumimos publicidad, películas, series de televisión o plataformas electorales.
La Larga Marcha maoista como modelo de liderazgo exitoso
David Mcintosh Kendall, CEO de Pepsi entre 1963 y 1986, fue el arquetipo del nuevo estilo de management traído por la revolución cultural hippie al mundo corporativo. Su antecesor, Herbert Barnet, había estancado el market share de la gaseosa en el 30% con un estilo tímido que rechazaba el riesgo. Kendall ingresó en la compañía en 1947, trabajó en una de sus plantas de embotellado en Nueva Rochelle como camionero de reparto, ascendió a través de sus rangos y alcanzó la dirección desde donde impuso una nueva y agresiva estrategia de adquisiciones, reorganización, rebranding y juego sucio. Su época fue lo que Art Kleiner llamó “the age of heretics” y que trajo, por un lado, un gran descrédito de los viejos principios tayloristas deshumanizantes, y por otro un impulso por sacudir, en algunos casos destruir, los viejos silos de competencia y especificación a través de la expansión e integración agresivas de las corporaciones en todas direcciones.
La manera en que el clima contracultural afectó las estrategias de gestión empresarial durante esa época pueden ser fácilmente rastreadas en uno de los textos de referencia de la business theory de los ‘60: Up the Organization: How to Stop the Corporation from Stifling People and Strangling Profit (1970) de Robert Townsend. Townsend era el director de Avis Rent-a-Car, una empresa que durante esos años había experimentado un gran crecimiento y era visto como un caso de éxito de las nuevas teorías del management. Townsend se había declarado a favor de aquellos “subversivos” capaces de identificar las “estupideces cristalizadas en las estructuras burocráticas de las compañías” y denunciaba a las “corporaciones monstruosas donde, atrapados en los nidos de palomas de los charts organizacionales, empleados y ejecutivos son esclavizados por las reglas de las jerarquías descerebradas solo porque nadie tiene el coraje de cambiarlas”.
El libro está repleto de inocentes declaraciones como “el verdadero liderazgo debe beneficiar a los seguidores, no enriquecer a los líderes” o “nunca contrates a un graduado de la escuela de negocios de Harvard” y, en un despliegue un poco excesivo de los alcances de su teoría, menciona a Ho Chi Minh como ejemplo de líder exitoso, capaz de aplicar un pensamiento desestructurado para vencer el “impacto poderoso” del taylorismo alienante del ejército de tres naciones combinadas.
Reagan fue un mal presidente de derecha pero un gran presidente de izquierda
Además de una revolución en la teoría del management, en los ‘60 hubo una gran maduración del régimen económico que los teóricos del marketing llaman “segmentación de mercados”. Thomas Frank, en The Conquest of Cool (1998) define a la segmentación de mercados como el descubrimiento de segmentos demográficos, de estilos de vida o una combinación de ambos que permiten targetear porciones específicas del mercado con productos y mensajes específicos, a través de canales específicos, que están diseñados para atraerlos en función de sus características e intereses.
Aunque es pasado por alto, esta innovación teórica es muy importante para la evolución del capitalismo en su avance hacia su siguiente fase, el neoliberalismo, en tanto permite concebir al nuevo sujeto auto-performático e identitario que el naciente mercado de trabajo y consumo empezaba a demandar, y ofrece un tipo de mirada social fragmentada, flotante y desconectada de las instituciones tradicionales que la contenían.
Volviendo a Donald M. Kendall, el CEO de Pepsi fue un gran innovador en este sentido. Durante esos años los Estados Unidos se encontraban en el punto más álgido de lo que se conoció como las Cola Wars, una serie de engagements de media y alta intensidad entre Pepsi y Coca-Cola por el dominio del mercado de las gaseosas. Esta batalla épica es una de las mejores metáforas de cómo se dio el cambio cultural en el consumo desde la uniformidad y hacia la diversidad. Durante esos años ambas marcas habían definido un posicionamiento claro y definido. Coca-Cola representaba al New Deal y, por ende, al ancien regime y sus valores tradicionales de familia y hospitalidad rural. Era, al fin y al cabo, una compañía con fuerte arraigo cultural en el deep south, y sede en Atlanta, la ciudad arrasada por la marcha del General Sherman hacia el mar durante la guerra civil. Coca, además, había construido su prestigio con su portafolio de un solo producto. Este producto era elaborado a partir de una fórmula secreta y mágica y apuntaba a ser consumido por todo el mundo sin distinción de su origen social, de su edad o de su género.
Pepsi, por otro lado, era una compañía que pertenecía a la costa este y a la Unión. Políticamente representaba a la izquierda lincolnista y culturalmente se anclaba en la new wave. Es decir que encarnaba los valores del liberalismo, la rebeldía, los beatniks y el desafío al status quo.
Kendall construyó el poder de la compañía sobre tres pilares que expresan esta vibra cultural líquida: hiper-diversificación (en el ‘64 lanzó Mountain Dew y Diet Pepsi, en el ‘65 se mergeó con Frito-Lay, etc.), expansión imperialista (gracias a Nixon fue la primera gaseosa norteamericana en entrar en la URSS); y reposicionamiento de todo el portfolio de sus marcas como referentes de la juventud.
Esta tercera estrategia se proyectó en la literatura experta no como el mero targeting de un grupo de consumidores sino como la construcción de una nueva subjetividad de consumo. En su libro de 1990 New and Improved: The Story of Mass Marketing in America, Richard Tedlow lo caracterizó de esta manera: “La vieja segmentación estaba basada en realidades (principalmente demográficas o geográficas), pero esta nueva segmentación surgía principalmente de la imaginación de los expertos en marketing. Pepsi y otras compañías similares utilizarían el término ‘segmentar’ más como un verbo que como un sustantivo. Ellos ‘segmentaban’ mercados antes que identificar ‘segmentos’ que ya existían. No existía la Generación Pepsi, hasta que ellos la crearon”.
Curtis Yarvin dice que entre el siglo XV y hasta que la cultura anglo-americana se globaliza, todos los grandes conflictos en la historia anglosajona son conflictos entre la izquierda y la derecha que gana siempre la izquierda: la Reforma la ganan los protestantes, la guerra civil inglesa la ganan los roundheads, la revolución gloriosa la ganan los Whigs, la revolución americana la ganan los patriotas, la guerra civil norteamericana la gana la Unión, la Primera Guerra Mundial la gana la Entente, la Segunda Guerra Mundial la ganan los Aliados y la Guerra Fría la ganan los Estados Unidos. Podríamos agregar a esta lista las Cola Wars que gana Pepsi y la culture war de los ‘60, que gana el reaganismo.
Una anécdota larga sobre el triunfo de la revolución socialista en la Argentina
Entre junio y octubre de 1971, Fernando Solanas y Octavio Getino, miembros principales del Grupo Cine Liberación, realizaron una serie de entrevistas a Juan Domingo Perón en su residencia de Puerta de Hierro, en Madrid. De esas entrevistas saldrían dos célebres documentales, La Revolución Justicialista y Actualización política y doctrinaria para la toma del poder, circulados ambos durante esos años de forma febril entre las bases de militantes y de forma coincidente al retorno del líder a la Argentina.
En julio de 1995, en una revista hoy extinta llamada Desmemoria, Getino publicó un artículo llamado “Memorias sobre los documentales históricos de Perón” en el que pone en contexto las condiciones de filmación de ese material. Allí narra la situación vertiginosa y cambiante en el entorno político y en el mismo Perón, contexto en el que -veinte años después- identifica con amargura la semilla de lo que sería la derrota de la misma revolución justicialista a la que pretendían contribuir con su película.
El artículo inicia describiendo la escena de proyección del documental terminado en Puerta de Hierro a un grupo de dirigentes del justicialismo y de las 62 organizaciones, Isabelita, López Rega, miembros de la inteligencia, de la policía federal y de las Fuerzas Armadas argentinas: “escuché algunos comentarios laudatorios sobre altos jefes de las Fuerzas Armadas. Recuerdo también que Perón habló de Massera refiriéndose a él como Masserita. Arriba de nosotros, en la planta alta de la residencia, se encontraban los restos de Evita, según la información recogida años más tarde”. Getino narra cómo, inicialmente, el proyecto es concebido bajo la consigna de simplemente documentar el pensamiento de Perón libremente, para que los argentinos “juzguen por ellos mismos”, y cómo a medida que pasan los meses la influencia de López Rega empieza a crecer y a tomar control político de la filmación.
Pero aún más, basado en lo que observa y escucha durante esos meses clave, filtra sutilmente la hipótesis de que el retorno de Perón a la Argentina, lo que parecía ser el momento de culminación de 17 años de resistencia contra la represión y la proscripción, fue en realidad un hito más de la audaz contraofensiva de Kissinger de los años 1971-1972, que contempló reconocer la derrota en Vietnam, establecer la política del ping-pong con China e iniciar la ola de dictaduras militares en países de América Latina, Asia y África con cuadros preparados en la Escuela de las Américas. Esta hipótesis provocadora es reforzada veintiséis años después, por si no era suficiente herejía, en el prólogo de Alcira Argumedo a la edición textual de la editorial Punto de Encuentro de La Revolución Justicialista (2021): “Sin pretender analizar o juzgar el vértigo de los acontecimientos que se suceden en Argentina durante el tiempo que corre entre noviembre de 1972 y julio de 1974 -donde las mayorías populares pasan de una alegría desbordante a un dolor más desbordante aún- en esos mismos meses en el campo internacional la estrategia de Kissinger ha ido sembrando represión, dolor y muertes (…). 1971 en Bolivia, 1972 en Uruguay, 1973 en Chile y 1975 en Perú”.
Confieso que con todo lo santo que considero al General Perón -gran monarca argentino del siglo XX-, me seduce la imagen de un Perón humano, exhausto y maniobrando políticamente, producto en parte de las luchas heroicas de un pueblo, pero también peón de la pacificación macabra de Kissinger, su retorno aprobado en un escritorio de caoba de la Casa Blanca.
Fogwill, en un artículo clarividente publicado en mayo de 1984 en el diario El Porteño, bajo el nombre “La herencia cultural del proceso”, también afirmaba, haciéndose eco de esta lectura morbosa, que en realidad el proceso había empezado en noviembre 1973 y que “faltaría establecer qué fecha han de elegir para la demarcación de su verdadero fin: ¿1985? ¿1989? ¿2004? No se puede conjeturar”. Viendo la performance económica y cultural de nuestro país resultaría difícil negar que seguimos todavía atados al plan maestro de Kissinger.
Los hijos post-marxistas de Hayek
Un libro que sintetiza muy bien los mecanismos psicológicos selectivos con los cuales los progresistas derrotados intentan hacer frente a la difícil idea de que fueron ellos el mejor y más potente vehículo del neoliberalismo durante el período que siguió a la revolución cultural de los ‘60 se encuentra en el libro de Quinn Slobodian, Hayek’s Bastard: Race, Gold, IQ, and the Capitalism of the Far Right (2025).
Si la intelligentzia del peronismo melancólico no insistiese con la superioridad de los shorts de YouTube, este libro podría ser citado en los streams porque construye una historia intelectual llamémosle provocativa que inicia en la Mont Pelerin Society y termina en la alt-right nativista y proteccionista que hoy parece atormentar las buenas conciencias del mundo. Y, por supuesto, el epílogo habla de Javier Milei como gran paradigma de este stretch largo y contorsionado.
El argumento principal de Slobodian es que después de la Guerra Fría algunos economistas identificados con la derecha ultra liberal, en lugar de celebrar su victoria e irse a dormir, observaron en movimientos como los derechos civiles, el feminismo y el ambientalismo nuevas amenazas que reemplazaron al viejo fantasma soviético. La economista Victoria Curzon-Price, por ejemplo, es citada denunciando en el encuentro de la MPS de 1991 que “el enemigo ha mutado. En 1947 los fundadores de la sociedad pelearon contra el comunismo, la planificación estatal y el keynesianismo duro. Hoy nuestros oponentes son mucho más elusivos”.
Por supuesto, esto es cierto y natural. Luego de destruir a un rival poderoso, solo un psicópata o un autista se regocijaría de forma solitaria con su victoria y se retiraría en silencio al campo. Especialmente si estás haciendo política. Sin embargo, el derrotero que propone el libro después de esto resulta enigmático porque a través de un puñado de figuras, todas sumamente marginales, en los ‘80 y ‘90 -Murray Rothbard, Peter Brimelow, Hans-Hermann Hoppe- Slobodian afirma que la compleja reflexión sobre mercado y sociedad que hicieron Friedrich Hayek y Ludwig von Mises, presionada por la nueva amenaza estatista post-guerra fría, evolucionó naturalmente y siguiendo sus propias tendencias teóricas internas hacia el esencialismo racial y hacia el proteccionismo tarifario. ¿Esto suena correcto?
En realidad, la escuela austríaca se diferencia de las corrientes mainstream de la economía neoclásica -incluida la escuela de Chicago- por su énfasis en la teoría del valor subjetivo y por su “giro hermenéutico”. Por encima de todas las cosas, los austríacos están interesados en la manera en que los hábitos dan forma al proceso de decisión, cómo el conocimiento tácito e imperfecto influencia el comportamiento humano, cómo las instituciones orientan al sujeto a través de la fijación de incentivos en lugar de sobre-determinarlo y cómo la disrupción en los mercados o en los derechos de propiedad pueden interrumpir su racionalidad. En este sentido, la escuela austríaca está vinculada de forma fundamental con la microsociología fenomenológica de Alfred Schutz, que funcionaba como reacción al asfixiante estructuralismo de Talcott Parsons y planteaba la construcción inter-subjetiva, imperfecta y perpetua del sentido social, en tensión con las grandes estructuras institucionales, económicas, etc.
Cuando en 1960 los académicos post-marxistas, feministas y pertenecientes al campo de los estudios culturales criticaron el excesivo economicismo de las disciplinas sociales -la sociología, el marxismo y el keynesianismo- y reemplazaron sus rígidas clasificaciones con las relaciones complejas y negociadas de desigualdad que planteaban la raza, el género y la vida cotidiana, los economistas austriacos hicieron match automático porque su lenguaje ya era el mismo: estaba tomado de los trabajos de Peter Berger y de Thomas Luckmann, de Paul Ricoeur y de Michel Foucault. En un artículo de 1986 llamado “The Market as a Procedure for Discovery and Conveyance of Inarticulate Knowledge”, Donald Lavoie, prominente y carismático miembro del Instituto Cato, argumentó que el desafío central de la sociedad era cómo organizar no la información formal y normalizada -eso podrían hacerlo las computadoras- sino ese tipo de conocimiento tácito e inarticulado que los sujetos portan pero son incapaces de transmitir y que dotan de verdadero sentido a las interacciones sociales y económicas. Según él, Hayek ya había identificado este obstáculo y su respuesta había sido eminente: la única manera de gestionarlo era a través del libre intercambio y de la propiedad privada. Tiene sentido: a esta misma conclusión habían llegado las feministas y los teóricos culturales del post-marxismo, enfrentados al dilema de cómo re-nivelar las pequeñas interacciones desinstitucionalizadas y asimétricas que oprimían a las minorías sexuales, culturales, sociales, etc. Solo la interacción libre, espontánea e intuitiva en el marco de instituciones flexibles pero firmemente reconocidas podría si no resolver al menos suavizar la imperfección humana y domar las relaciones de poder.
Los hijos bastardos de Dany le Rouge
En sus Manuscritos económicos-filosóficos de 1844 Marx describe al comunismo no como un estado utópico detallado sino de forma más bien vaga como la superación de la alienación humana y la reapropiación del ser genérico del hombre. Argumenta que bajo el capitalismo el trabajador se encuentra alineado de cuatro maneras: del producto de su trabajo (el objeto producido se le presenta como un poder independiente y hostil), de su propia actividad productiva (el trabajo no es una expresión libre y consciente sino forzada y repetitiva), de la humanidad (perdemos la capacidad de transformar la naturaleza y de crear) y de otros seres humanos (la alienación del trabajo se transforma en alienación social, las relaciones humanas se mercantilizan, etc.).
En este contexto, el comunismo se presenta como la abolición de la propiedad privada y con ella la superación de esta enajenación, la verdadera resolución del conflicto entre el hombre y la naturaleza y el hombre y el hombre, una solución vagamente delineada al gran enigma de la historia.
Su crítica a la división del trabajo capitalista se profundizaría en La ideología alemana, que escribiría entre 1845 y 1846. Una de las citas más famosas del libro es la que nos indica cómo la abolición de la rigidez de las profesiones y la especialización forzada conduciría a una vida emancipada: “En la sociedad comunista, donde nadie tiene una esfera de actividad exclusiva, sino que cada uno puede perfeccionarse en el ramo que le plazca, la sociedad regula la producción general y me permite así hacer hoy una cosa y mañana otra, cazar por la mañana, pescar por la tarde, apacentar el ganado al anochecer, criticar después de cenar, según mi propio gusto, sin necesidad de convertirme en cazador, en pescador, en pastor o en crítico”.
Cuando en mayo del ‘68 los jóvenes revolucionarios parisinos marcharon junto a los trabajadores, las consignas decían tres cosas: “en contra de las fábricas, para conquistar el trabajo creativo; en contra de las universidades, para lograr un aprendizaje desestructurado; y por la liberación sexual en contra de la moralidad católica”. Resulta difícil no encontrar en este pliego de demandas subversivas la vida alterada y fuera de quicio que imaginaba Marx, saltando de una actividad a la otra de forma fragmentaria e irregular, en lo que probablemente sea uno de los momentos menos inspirados de su vida intelectual. Aún más, resulta difícil no encontrar en estas consignas la vida que efectivamente hemos conquistado y que la mayoría de nosotros lleva hoy en los grandes centros culturales y urbanos del mundo occidental: en lugar de ser un número en una línea de ensamblaje, tenemos para los integrados una cultura corporativa que valora la inestabilidad y para los precarizados la gig economy. En lugar de las universidades y la educación normal tenemos un discurso que indica ir al gym, hacer cursos de coaching y aprender por plataformas. En lugar de familias tenemos hogares unipersonales consumiendo un tipo de sexualidad mercantilizada en plataformas con suscripción y rodeados de mascotas. Hemos alcanzando la vida emancipada.
En este estricto sentido, es realmente Elon Musk -que a la mañana lanza un cohete, al mediodía raja trabajadores de Tesla, a la tarde opina en twitter de la ley de presupuesto y a la noche stremea Diablo IV mientras educa en su propio hogar a los quinc hijos cyborgs que tuvo con quince mujeres diferentes por inseminación artificial- el mejor y más auténtico hijo de Dany le Rouge, famoso estudiante apátrida, ícono de las protestas en París en el ‘68.
El paleolibertarianismo es lo contrario al neoliberalismo
Slobodian pondera esto en su libro pero lo descarta rápidamente para cherrypickear los casos marginales que le sirven para sostener una perspectiva en donde el neoliberalismo conduce necesariamente al fascismo y al racismo a través del caso de Rothbard y su giro paulatino, durante los ‘80, hacia el populismo de derecha, lo que terminaría con su participación en la campaña electoral de Patrick Buchanan en 1992 y la formulación del término “paleolibertarianismo”.
Pero apenas Reagan se retiró y Bush se perfiló como su sucesor, Buchanan empezó a hacer preguntas que intentaban poner en crisis el gran consenso reaganista que se extendería hasta la administración Clinton y más allá: ¿para qué ir a combatir a Kuwait? y ¿a quién beneficia el libre comercio? Definitivamente no a los trabajadores de las fábricas de New Hampshire, Detroit y Michigan, cuyos trabajos se estaban yendo hacia Japón y México.
Cuando presentó su candidatura en la primaria del Partido Republicano, su discurso de inauguración de campaña presentó todos los talking points que, treinta años después, usaría Donald Trump para llegar a la presidencia: “Las personas de este país necesitan recuperar su capital del ejército de lobbistas y agentes de potencias extranjeras que la mantienen en un estado de ocupación con el objetivo de desviarla de su interés nacional”. Asoció a George H. W. Bush con los “burócratas de Bruselas” que en esos años estaban construyendo un “super-estado europeo” y rugió frente a su audiencia de plebeyos subsidiados, neonazis y milicianos anti federal government: “¡No debemos cambiar nuestra soberanía por un asiento confortable en la mesa del Nuevo Orden Mundial!”
El John Randolph Club, un think tank fundado por Rothbard, Peter Brimelow, Samuel Francis y el propio Pat Buchanan, consolidó la “alianza paleolibertaria” en dirección opuesta a la del neoliberalismo triunfante y como una respuesta ansiosa a su hegemonía. En el mundo de la ultra integración supranacional, la Unión Europea, la World Trade Organization, el NAFTA y las constantes intervenciones de la UN, los miembros del Club proponían a Yugoslavia como modelo de desintegración y segregación: reinstalar pequeños Estados con culturas homogéneas y desarmar la ciudadanía y la democracia a través de la hiper-privatización de los servicios y el espacio público. El nombre del club, de hecho, proponía como referencia a John Hampden Randolph, un latifundista de Louisiana perteneciente a una familia aristocrática del sur que plantaba caña de azúcar con mano de obra esclava y apoyó a la Confederación durante la guerra civil.
Entiendo que entronizar este tipo de cepa bacteriana del conservadurismo como mutación super-poderosa y perversa del neoliberalismo tiene la capacidad de calmar las conciencias atormentadas de los progresistas que perdieron el tablero de coordenadas políticas, aunque resulta evidente que si el paleoconservadurismo expresó -y expresa- algo fue más bien la imaginación angustiada de tipos que veían con desesperación cómo la corrosión ácida que la nueva izquierda contracultural aplicaba sobre las bases del viejo orden industrial amenazaba con destruir la sociedad culturalmente integrada que habían conocido y en la que habían sido educados, algo de lo que todavía no nos recuperamos y de lo que no nos recuperaremos nunca.
Slobodian toma como referencias fantasmales a los famosos libros The Bell Curve(1994), de Richard Herrnstein y Charles Murray y Alien Nation, de Peter Brimelow (1995), los cuales disecciona en detalle. El primero es un tratado de pseudo-ciencia racista que indica que los afroamericanos tienen más bajo IQ que los blancos caucásicos, y el segundo es un manifiesto en contra de la inmigración. Esto está bien, pero lo cierto es que ambas obras están escritas en contra de las políticas neoliberales dominantes durante la década del ‘90, y no como estrategia mutada y pervertida para profundizarlas. Durante el clintonismo se alcanzó el récord de inmigrantes anuales hasta entonces en USA (1.5 millones al año para el año 1999) y una integración racial sin precedentes que terminaría, en la década siguiente, con la presidencia de Obama. En este sentido, intentar explicar el derrotero político e intelectual del neoliberalismo a través de la evolución teórica del paleolibertarianismo es como intentar entender al menemismo leyendo las columnas de Página/12 de Luis Zamora: tranquilizador, pero fetichista.
El paleolibertarianismo es el retorno zombie del Estado de Bienestar
Quinn Slobodian postula que el corazón ideológico y cultural del neoliberalismo conservador contemporáneo se cimienta en tres pilares inquebrantables: fronteras estrictas (hard borders), una cultura arraigada (hardwired culture) y un patrón monetario duro (hard money). En este contexto el autor enuncia, una y otra vez, la manera en que los pioneros libertarios se oponen al abandono del patrón oro en los ‘70, a la política de open borders del reaganismo en los ‘80, a la financiarización de la economía en los ‘90 y a la integración de los estados europeos bajo un único Banco Central y una moneda común en los 2000. La pregunta que surge una y otra vez es, entonces, ¿por qué o en qué contexto estos paleolibertarios podrían merecer el mote de frontlash del neoliberalismo si durante cada década se opusieron a cada una de las putas políticas fundamentales del orden neoliberal? Apenas para acallar la conciencia trágica del autor del libro y de sus amigos y lectores neoliberales progresistas con culpa.
Cuando en 1971 USA rompió el orden global de Breton Woods, el escritor conservador Gary Allen, antecedente directo de estos intelectuales, escribió que “el capitalismo financiero es el yunque y el comunismo es el martillo a través del cual las nuevas élites buscan modelar el mundo”. Slobodian cita esto y menciona que “estos escritores argumentaron que ahora que el dólar no estaba atado al patrón oro la deuda iba a ser creada artificialmente para manipular a los pueblos y ponerlos en el camino hacia la dominación oligárquica global”.
Slobodian también se encuentra cerca de acceder a la verdad de su condición melancólica cuando destaca “la ironía es que el revival de la ‘ciencia racial’ [durante los ‘90] sea utilizada para oponerse al Estado de Bienestar teniendo en cuenta que fue el mismo Estado de Bienestar el históricamente designado para hacerse cargo de los temores de deterioro social. La respuesta tradicional que ofreció la modernidad a las ansiedades sociales de razas inferiores y degeneradas durante el siglo XX fue, de hecho, la intervención estatal a través de los programas públicos de nutrición, soporte maternal, salud pública, beneficios a la niñez, planeación familiar y acceso al control de natalidad”. Slobodian tiene acá mucha razón: fue el Estado de Bienestar el que desarrolló y desplegó sofisticadas tecnologías de intervención y control grupal con el objetivo de asegurar la armonización y la normalización del cuerpo social impulsado por una ideología fundamentalmente clasista y racista. Algo muy diferente a su sucesor, el Estado neoliberal, que en general prefirió ecualizar el punto de partida con un discurso de integración e igualitarismo neutral para luego dejar a los sujetos decidir libremente. Este rastro ideológico se puede observar, por ejemplo, en las políticas de planes sociales con baja o directamente sin contraprestación, algo que hubiese sido impensable durante el siglo XX.
Al observar estos planteos resulta entonces evidente que, de la misma manera en que el neoliberalismo dominante entre 1980 y 2020 fue la consecuencia perversa pero realista del triunfo de la contracultura sesentista de izquierda, el llamado libertarianismo, hoy en auge en el mundo, no es una cepa mutante y pelotuda del globalismo sino en realidad la manera en que el Estado de Bienestar y la sociedad industrial intentan recuperar sus viejas convicciones y recrear su consenso tras el desmantelamiento atroz al que fue sometido. Tanto hard borders como hard money como hardwire culture son, las tres, pilares centrales de la sociedad salarial de la segunda mitad del siglo XX, y su recuperación no es, como argumenta Slobodian, la avanzada de una especie de neoliberalismo mutante, sino el intento más exitoso de desarmar el consenso contracultural sesentista. Intento en el que ya han fallado, una y otra vez, los populistas fabriles que subordinan las discusiones culturales a la mistificación imposible de “reindustrializar”.
Bajo esta perspectiva -sobre la cual Hayek’s Bastards construye su argumentación, aún sin darse cuenta debido a las anteojeras que su sensibilidad progresista agobiada le impone frente a la realidad-, resulta innegable que figuras como Javier Milei encarnan la resurrección zombi del peronismo clásico, emergiendo tras el experimento neoliberal-montonero.
Qué es, entonces, el neoliberalismo
El neoliberalismo es un régimen libidinal de extrema izquierda que busca emancipar al individuo de las instituciones tradicionales ofreciéndole plena agencia para auto-diseñarse espiritual y físicamente y total libertad para consumir. Esto se cristaliza en un orden económico que subordina el capital industrial a la alianza entre capital financiero y tecnológico; políticamente en un sistema oligárquico global llamado democracia liberal bipartidista; y culturalmente bajo los valores del multiculturalismo, la tolerancia y los derechos humanos.
No tener hijos para no limitar tu libertad, diseñar tu sexualidad, tener mentalidad emprendedora, creerte especial en redes sociales, ser irónicamente maoísta, ser tu propio jefe, hacer memes o stremear, comprarte ropa linda, tener un whisky favorito o saber de vinos, creer en la democracia, ser kirchnerista, ser ateo o mantener cierta distancia crítica con la religión, tener opiniones “controversiales” sobre un tema, tener muñequitos siendo adulto, etc., son todos comportamientos narcisistas e intrínsecamente neoliberales.
Not “cash from chaos” but cash from nostalgia from chaos
La definición que Slobodian hace de la alt-right como un frontlash del neoliberalismo puede tener que ver con la pulsión melancólica que actúa como síntoma del agotamiento del pensamiento político progresista. Es evidente que el impulso intelectual de clasificar como “neoliberalismo” a todo lo percibido como “malo” (un vago feeling de lo que vibra como “de derecha”) es un gesto fetichista -en tanto oculta la propia deuda teórica y práctica que tiene el actual pensamiento de izquierda con el neoliberalismo- y estetizante -porque estiliza un orden histórico concreto hasta volverlo tranquilizadoramente reconocible- que destruye el objeto de estudio antes de contribuir a entenderlo. Este agotamiento se ha vuelto una fuerza dominante en nuestra cultura y nuestra política. Alimenta tanto lo que Simon Reynolds llamó retromania hace quince años, como lo que Nancy Fraser calificó como discurso de derechos sin redistribución material: un tipo de nostalgia impotente, irónica y autorreferencial que suspende la creatividad y la acción.
Por eso es que estamos en problemas. Al igual que Quinn Slobodian, muchos intelectuales jóvenes se encuentran atrapados en este laberinto circular. La política para ellos se volvió menos un campo de combate que un ejercicio de supervivencia material o de auto justificación. Una carrera de postas entre la beca de hoy y la que tocará conseguir mañana. Esto es más o menos entendible para los viejos fatigados políticos cuyos sueños fueron astillados por la implacable realidad, pero los jóvenes se supone que no deberían ser nostálgicos, ni conformistas, ni buscar el confort. Si no vivieron lo suficiente para haber construido esas maravillosas memorias mistificadas sobre una sociedad integrada y funcional, ¿por qué piensan circularmente con categorías viejas, que no le pertenecen, y construyen relaciones forzadas para acomodarse en la estética validada? ¿Qué significa para Slobodian realmente este neoliberalismo torturado y pervertido que debe construir a la fuerza para conformar a sus propios prejuicios? Probablemente nada. Pero la gran tragedia de nuestra época es exactamente esta: que la misma gente que uno esperaría que produzca pensamiento político novedoso, transgresor, pionero, parecería ser el grupo más adicto a las categorías fantasmales del pasado. ///// DB