Rusia, Dios y la muerte. Con todas sus posibles variantes, estos son los tres ejes sobre los que gira, sin excepción, el pensamiento ruso. La literatura que ha leído todo habitante del espacio soviético —y también quienes crecimos en su resaca— nos ha preparado, de forma casi orgánica, para enfrentar cualquier catástrofe. Pero ese mismo romanticismo inducido nos vuelve profundamente vulnerables ante la incomprensión ajena.
Los derechos que el imaginario occidental cree que anhelamos recuperar resultan, en comparación, insignificantes frente a la pregunta esencial que nos atraviesa: ¿Estará Dios de nuestro lado? ¿Está? ¿Existe, siquiera?
Personas, educadas en la idea de que la única salida al amor puede ser lanzarse bajo un tren o morir en duelo con un francés, empezaron a ser realmente vistas recién hacia el final del siglo pasado. Una conciencia infantil, entrenada en el idealismo, se topó con instituciones que ya habían abrazado una religión extrema y floreciente: la acumulación de riqueza como dogma absoluto.
Así, esta historia de desamor que es también nuestra entrada al mercado global exige, en paralelo, lidiar con las consecuencias territoriales devastadoras dejadas por aquellos que antes comenzaron a coquetear con ese mundo tan seductor como vacío en sus promesas.
Incluso antes del fin formal de la guerra en Chechenia —que en los años 2000 se llevó a miles de soldados apenas adolescentes y dejó a la población civil traumatizada por atentados deshumanizados—, ya se intentaba poner un límite a esa relación desigual. La advertencia se manifestó con claridad en el discurso de Vladimir Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en 2007.
Y aunque ciertos altos funcionarios lograron descifrar las reglas del juego global al que debían adaptarse, la sociedad del ex espacio soviético continúa aferrada, en el fondo, a un idealismo radical. La fantasía de ser vistos —y reconocidos— derrumba cualquier intento de racionalidad frente a una realidad que no deja de humillarnos.
La fe ciega en los Acuerdos de Minsk, firmados tras Crimea en 2014, nos condujo al abismo que nadie quiso mirar de frente en los años noventa: una seducción sin promesa, un cortejo sin intención.
Hoy el mundo observa, expectante, cómo un supuesto líder “más amigo” intenta poner fin a un conflicto que pocos comprenden, pero que, por alguna razón, todos eligieron sentir.
Y del lado ruso, paradójicamente, aparece un nuevo interlocutor, Kirill Dmitriev: un financista casi ajeno, nacido en Kiev, criado en Estados Unidos, encargado del diálogo con aquel que fue, hasta ayer, el enemigo. Ojalá su elección se deba a que no leyó demasiada poesía de niño.
Lo verdaderamente temible no es lo que ellos vayan a acordar, sino la liviandad con la que el pueblo ruso estaría dispuesto a aceptar cualquier gesto como prueba de ese amor que, durante décadas, hemos intentado provocar en el otro.
Porque los rusos, cuando nos preguntan “How do you do?”, creemos sin dudar que sinceramente quieren saber la respuesta.