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Vladímir Putin y el decadente capitalismo neoliberal

Nicolás Mavrakis
26 Abr. 2025
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Si admitimos que el decadente capitalismo democrático neoliberal, tal como hoy gestiona nuestra existencia en lo que nos toca de Occidente, no conserva ningún vínculo real con la “libertad” y la “igualdad”, entonces debemos considerar que tampoco faltan especulaciones de todo tipo sobre lo que el advenimiento de una “posdemocracia” significaría bajo cualquiera de las formas de eso que los politólogos, con una pausa dramática, llaman “nuevo orden mundial” a la hora de describir el paulatino ocaso del poder unipolar de los Estados Unidos y sus aliados militares a lo largo del planeta Tierra. A partir de ahí, tampoco conviene olvidar que, como escribió el asesor de la Duma Estatal de la Federación Rusa, Aleksandr Dugin, poco después de que las tropas de Vladímir Vladímirovich Putin avanzaran con su Operación Especial sobre Ucrania en febrero de 2022, “los rusos estamos, como siempre, iniciando los procesos más difíciles y peligrosos”.

Sin ánimo de escandalizar a mis amigos de derecha, yo diría que lo que Dugin nos conmina a pensar es que si aceptamos que su alusión a “los procesos más difíciles y peligrosos” apunta, de un modo inevitable, a los auspiciosos inicios de la revolución que a partir de octubre de 1917 puso fin a un único modo de planificar civilizaciones modernas en Europa, entonces lo que se devela es que la historia rusa reciente arrastra hasta la actualidad una paradoja que podría enunciarse así: aunque Rusia ya es un país con todas las características prototípicas del capitalismo democrático neoliberal, sus adversarios occidentales insisten en que la fuente de sus conflictos recurrentes con el polo de poder europeo-atlantista no debe buscarse entre los desajustes y las contradicciones provocadas por el propio régimen económico y social vigente en Occidente, es decir, en el decadente capitalismo democrático neoliberal, sino en los efectos melancólicos de una cultura rusa preexistente y aparentemente imperecedera: el pasado soviético, derivado del comunismo. Este cuadro teórico, completamente errado, suele presentarse en su versión completa más o menos como sigue: si durante su pasado comunista la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas proponía una negociación autoritaria entre la libertad y la igualdad, a lo largo de su presente capitalista democrático neoliberal la Federación Rusa perdió en igualdad, sin ganar nada en libertad.

Muy bien, pero, ¿qué tal si el mito occidental de este “homo sovieticus” todavía vivo fuera un error? ¿Y si los acontecimientos rusos que inquietan a Occidente no se relacionaran con el temido fantasma rojo del comunismo, que se niega a perecer, sino con la rejuvenecida vitalidad de un inesperado espíritu neoliberal ruso? Es más, ¿acaso no podría el aparente gusto idiosincrático de los rusos (y quizás de los eslavos) por una férrea voz de mando obedecer no tanto al eco irredento del pasado soviético, sino al más estricto presente (y futuro) capitalista? Pensémoslo de esta manera: si para sus críticos occidentales Rusia es un país capitalista habitado por un hipotético “homo sovieticus”, entonces su intranquilizador deseo de autoritarismo, explotado con inteligencia también por Rusia, ya no nos habla acerca de lo que falta, sino acerca de lo que se tiene. En consecuencia, el arribo forzoso de los rusos al único modelo civilizatorio en pie tras el desmantelamiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en 1991 no debería interpretarse como el triunfo absoluto de Occidente en la Guerra Fría, sino como su peor trampa. Al fin y al cabo, bastaron apenas tres décadas para que Rusia masticara las ilusiones hegemónicas del capitalismo democrático neoliberal y las escupiera de vuelta al mundo, pero convertidas en algo cercano a una verdad “intratable”.

Para darnos una idea de qué significa esto de “intratable”, basta recordar que tras la invasión a Ucrania volvió a hablarse por primera vez en cincuenta años –durante los cuales las potencias occidentales gestaron, enfrentaron y aplastaron a fuerzas terroristas tan imprevisibles y fanáticas como Al Qaeda o el Estado Islámico– sobre “la amenaza nuclear rusa” o “la Tercera Guerra Mundial”, cerrando así el delicado círculo de nostalgia por el legado comunista que el mismo putinismo había desarrollado en vías a la restitución geopolítica de la nación desde el partido Rusia Unida. Es en este punto donde resulta necesario volver de nuevo a Dugin. En especial para insistir en que el más difícil y peligroso entre “los procesos más difíciles y peligrosos” es el que, más de cien años después de 1917, aún se manifiesta ante nuestra sensibilidad occidental como una amenaza cuando, en realidad, podría tratarse del proceso capaz de explicarlo todo. Para clarificar un poco más, avancemos con cautela hacia las palabras de la brillante pensadora rusa Keti Chukhrov, que en Practicing the Good: Desire and Boredom in Soviet Socialism escribe lo siguiente: “Incluso con sus fallas e inconvenientes, una sociedad que abolió la propiedad privada es más avanzada que cualquier otra formación social existente hasta el momento”.

Para entender la frase hay que comenzar por asimilar que durante las décadas en que el neoliberalismo adquirió su configuración actual, también el pensamiento crítico occidental se construyó desde una fórmula monótona que afirma que la aceptación de la contemporaneidad capitalista viciosa es inevitable dada la condición de imposibilidad de su superación. En otras palabras, lo que se pretende rechazar, en realidad, es aceptado de manera inconsciente, por lo que las condiciones indeseables del capitalismo democrático neoliberal terminan siendo de facto deseables (si no lo creen, miren cinco canales distintos de streaming y traten de encontrar, al menos, una diferencia significativa: no la hay). La dimensión profundamente ideológica de este proceso incumbe a casi cualquier crítico del capitalismo en el que podamos pensar y, por ese motivo, está más allá de los resquemores particulares de la hipocresía, el cálculo o el miedo. A tono con el tipo de verdades que solo pueden pronunciar los rusos, Chukhrov escribe al respecto que “la imposibilidad de terminar con el capitalismo muta en una burocracia de civismo crítico empaquetado con léxicos emancipatorios y progresistas”.

Extendiendo la idea, podríamos decir que casi toda la crítica al capitalismo es poco más que una “jerga de la liberación” a partir de la cual a los occidentales críticos nos es provisto un marco de trabajo anticapitalista cuyo contenido se mantiene o bien dentro de la infertilidad del nihilismo o reproduce el statu quo de la economía y la sociabilidad del capitalismo democrático neoliberal, aunque en la forma de su crítica. Ahora bien, esto no ocurre en Rusia, donde la abolición de la propiedad privada durante poco más de setenta años permitió dilucidar hasta qué punto toda crítica anticapitalista del capitalismo debía despojarse de cualquiera de los niveles de su vocabulario y su sensibilidad para, justamente, dejar de ser parte misma de lo que se pretendía criticar. La gran paradoja, explica Chukhrov, es que en el capitalismo una economía libre implica una sociedad que no es libre, mientras que en el socialismo una economía que no es libre conduce a una sociabilidad liberada. Pero, ¿por qué esto es así? Porque cuando las relaciones de producción evolucionan más rápido que las fuerzas productivas, como ocurrió durante el comunismo soviético, se pierde todo incentivo para su aumento, puesto que “las constelaciones sociales se ajustaban ya a las demandas de lo que el progreso técnico encabezado por el proletariado tenía que lograr”. Este es el motivo por el que llegaría a hacerse tan común la postal del aparente estancamiento cotidiano de la industria soviética, aun si esta se llevaba adelante bajo condiciones socialistas “ideales” que, a los ojos de un consumidor capitalista típico, se traducían en una variedad de objetos rústicos, feos, anacrónicos y de poca calidad (la savia anímica de la actual Ostalgie, el sentimiento turístico de nostalgia por la República Democrática de Alemania).

Lo importante es que la reapropiación rusa del capitalismo democrático neoliberal en pleno siglo XXI puede leerse no como la última perversión comunista del irredento “homo sovieticus”, sino como parte de una técnica de “desalienación”. Al menos, en el sentido en que esta palabra, según Chukhrov, define las prácticas políticas, económicas y sociales requeridas para la abolición de la propiedad intelectual occidental, pero no para la superación de la división del trabajo y la extracción de la plusvalía. Este es otro proceso dificultoso y enrevesado, pero es la razón de que la desnudez occidental ante lo que el espejo ruso nos devuelve como reflejo de la decadencia de nuestro régimen neoliberal deba pensarse, antes que nada, como el efecto de las derivaciones traumáticas sobre lo que consideramos sociabilidad, subjetividad, significado, lenguaje y pensamiento a partir de las políticas de producción alienantes que dominan en Occidente, y no como el efecto lineal de la hipotética religiosidad, el patrimonialismo y el carácter personalista del poder presidencial en la Rusia contemporánea. En consecuencia, es momento de avanzar hacia lo que la Federación Rusa de Putin desea, lo cual implica preguntar qué significa desear.

En términos simples, en el capitalismo el deseo es generado por una economía de la plusvalía que se construye a partir de un ciclo articulado entre la falta y la gratificación individualista, mientras que en el comunismo el deseo se desprende del individualismo a partir de su resignación voluntaria en beneficio del bien común. De esta manera, se ingresa a una realidad sin admisión para el narcisismo. A los fines históricos, y sin ánimo de ofender a mis amigos de izquierda, esto nos resulta hoy particularmente inimaginable –o, simplemente, deprimente– porque ya no podemos sustraernos del deseo de consumir. Este deseo, de hecho, es en sí mismo una de las formas más inmediatas, inevitables e inconscientes de la alienación, ya que económica, laboral y productivamente instiga nuestro vínculo libidinal con el producto deseado. Al estar alienados, por lo tanto, deseamos productos cuya producción reaviva nuestro proceso de alienación (y es más, dirán los especialistas en los vericuetos barrocos del deseo capitalista: lo que en realidad deseamos no es un producto sino su falta, ya que es esta la que vuelve posible tanto al deseo como al producto).

Ahora bien, en lo que Chukhrov describe como la “convergencia” entre la idea y el objeto, podemos comenzar a pensar de qué manera, con el correr de su historia, Rusia adquirió gradualmente la destreza técnica para extraer del capitalismo democrático neoliberal occidental lo más esencial de su ideario y reutilizarlo a su propia manera. Pero antes es necesario preguntarse quiénes son los que van a llevar adelante todo este trabajo. Chukhrov señala que si un trabajador es comunista, entonces su trabajo tendrá la función de una necesidad social genérica y no la de un medio individual de supervivencia, lo cual repercutirá en la perspectiva con la cual se producen bienes y en la tecnología utilizada a tal fin. ¿Por qué? Porque en una sociedad comunista el progreso técnico no es un proceso de aceleración autónomo separado del progreso de las relaciones humanas y su desarrollo, como sí lo es en el capitalismo. Así pues, ¿no podríamos pensar que el proceso ruso de reapropiación del capitalismo democrático neoliberal en su versión más esencial y contemporánea –es decir, despojado de los rasgos superfluos de tolerancia democrática, igualitarismo y libertad individualista opuestos a un proyecto soberanista y comunitario– es un movimiento consecuente con un modo bien ejercitado de pensar y construir las instituciones, la organización y la participación de la fuerza de trabajo para el desarrollo general de todos y cada uno de los rusos? Y algo más, ¿acaso no es lógico que quien encabece el desarrollo de esta reapropiación en Rusia sea el mismo líder que dijo que “el que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza, pero el que no lo eche de menos no tiene corazón”?

Si durante los años del comunismo las limitaciones en el desarrollo de las fuerzas productivas y técnicas golpearon sin piedad la línea de flotación conceptual, cultural, ética y social de la sociedad soviética, al menos la lección sirvió para que, en los años del capitalismo, ese error no volviera a repetirse sobre la línea de flotación conceptual, cultural, ética y social de la sociedad neoliberal, en especial luego de que a fines de la década de 1990, como señala Rainer María Matos Franco, varios indicadores socioeconómicos rusos, como la expectativa de vida masculina, estuviera por debajo de los estándares de 1890. Por lo tanto, ¿desea la Federación Rusa de Putin implantarle al capitalismo democrático neoliberal una conciencia y una autodeterminación que solo el socialismo soviético les enseñó a los rusos a construir y defender? En algún punto hay que admitir que no es una completa provocación considerar que este proyecto tenga sentido, ni que sus condiciones de existencia se deban únicamente a los delirios de grandeza de un “zar” tardío y “mesiánico” formado en la KGB, como suelen subrayar los críticos más simplones. En la pregunta, en tal caso, hay algo más profundo y verdadero, en especial cuando en Occidente, donde el capitalismo democrático neoliberal fue creado y exportado, sus averías solo hacen proliferar (dicho sin voluntad de ofender a mis amigos libertarios) falsas respuestas sociales, económicas y políticas que giran alrededor de la resignación al desastre y la agudización de sus causas. Por las dudas, citemos otra vez a Aleksandr Dugin: “Los rusos estamos, como siempre, iniciando los procesos más difíciles y peligrosos”.

De todo esto puede deducirse algo importante en tiempos de amenazas cíclicas de escasez, racionamiento y sanciones económicas contra los rusos: ellos saben mucho mejor que cualquiera de nosotros qué significa vivir sin privaciones, ya que uno de los objetivos del comunismo era enseñarles a los hombres y a las mujeres a desear y necesitar lo que ya tenían por las virtudes de la vida en el comunismo, y no a desear y necesitar lo que no tenían, como se les enseña a los hombres y a las mujeres bajo el capitalismo. Fiel a su pragmatismo, fue el propio Stalin el que puso en práctica esta diferencia ideológica crucial cuando, durante la guerra contra los nazis, rehabilitó la estima popular por militares de la era zarista como Aleksandr Nevski, Aleksandr Suvórov y Mijaíl Kutúzov para nutrir el patriotismo, a pesar de que esos mismos nombres hubieran sido defenestrados durante la revolución por tratarse de lacayos de un poder que oprimía al pueblo. En los tiempos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, una sociedad moldeada a partir del bien común debía apuntar a liberar al sujeto del cautiverio de su privacidad solipsista iluminando así las profundas diferencias entre lo que se entiende por poder y liberación (o poder y resistencia) en el comunismo y en el capitalismo. El problema es que si la actitud estereotipada hacia el poder comunista todavía consiste en reducirlo a una sociedad disciplinaria con un núcleo autoritario, un gobierno personalista y masas adoctrinadas que, en otras condiciones, podrían ser perfectos consumidores individualistas de clase media libres y creativos, entonces “tal postura no describe debidamente a la sociedad comunista”, dice Chukhrov, ni a la sociedad capitalista de Putin, podríamos agregar. ¿Por qué? Porque para el Estado soviético el poder no estaba únicamente en la administración y la gobernabilidad, como en el capitalismo democrático neoliberal postdisciplinario, sino en una idea del comunismo que pertenecía a todos. Es más: ni siquiera el gobierno o el Partido podían ser completamente identificados por esta idea, ya que ambos solían estar sospechados de pervertir y dañar al auténtico gobierno comunista, rasgo que también Stalin dominaría como su más mortífero estratega.

En esta misma línea, las diferencias de género y raza, tan sensibles para el desarrollo individual en el capitalismo democrático neoliberal del siglo XXI, también eran “ecualizadas en términos de neutralidad en lugar de diferencia” durante el comunismo soviético del siglo XX, de modo que funcionaran en virtud de lo común. “Si alguna conducta social o de género hasta ahora considerada como anormal debía ser inscrita en un campo social tan generalizado, entonces lo que había sido desviado, vulnerable o traumático tenía que adquirir marcadores sociales afirmativos, integrándose en la proyección más amplia de los bienes comunes”, explica Chukhrov. ¿Podría entonces la “proyección más amplia de los bienes comunes” en manos del putinismo contemporáneo interpretarse como un intento de desprender a la sociedad rusa de la tentación de los bienes y los servicios del “globalismo”, como llama Dugin al poder transnacional organizado por los Estados Unidos, para asentar una economía de necesidades menos “libidinizadas” y centradas en un proyecto de poder multipolar? Para medir el relativo triunfo inicial de esta geopolítica del capitalismo democrático neoliberal eslavo basta revisar el efecto de las sanciones económicas contra la Federación Rusa al inicio de la invasión a Ucrania.

Instalado en enero de 1990 en Moscú como símbolo del apremiante triunfo imperial estadounidense, McDonald´s, por ejemplo, fue literalmente “rusificado” en junio de 2022, cuando el empresario minero Alexander Nikoláievich Govor compró todos sus locales y los reabrió con un nuevo nombre, Vkusno & Tochka, luego de que la marca original decidiera irse del país. El motivo para este relanzamiento, sin embargo, nunca fue del todo propagandístico ni nacionalista. En realidad, todos los ingredientes del menú de McDonald´s ya se fabricaban en Rusia, por lo que las condiciones para la competencia comercial directa con otras franquicias extranjeras similares, como Burger King o KFC, estaban perfectamente dadas. La “rusificación” de McDonald´s es, también, una lección acerca de qué podría significar tal cosa como la “deslibidinización” del nuevo consumidor de un mundo multipolar, en especial cuando ni Aleksandr Dugin, Pyotr Akopov, Serguéi Karaganov o Timofei Sergueitsev, por mencionar a cuatro de los ideólogos más públicos del Kremlin, apuntan sus críticas contra la esencia materialista del capitalismo democrático neoliberal, que es la extracción de la plusvalía, “la vía principal por la que transita toda la humanidad”, como dijo Putin en su Manifiesto del milenio de 1999, sino contra las fuerzas cada vez más disolventes de cualquier forma de valor o identidad política, social y cultural de carácter histórico y nacional que la recubren. A propósito, podríamos decir dos cosas sobre los famosos “oligarcas rusos”, la fórmula con la que la CIA suele aludir a los empresarios rusos que concentran recursos y poder de una manera aparentemente incompatible con los valores modernizadores de la democracia y las reglas elementales del libre mercado. La primera es que Putin no tardó en disciplinar por las vías del rigor del interés nacional a los “oligarcas rusos” que habían aprovechado el desmoronamiento de la Unión Soviética para construir sus fortunas, y por eso muchos de estos empresarios se convirtieron, por las buenas o por las malas, en agentes cruciales, o en la “burguesía nacional”, como dirían mis melancólicos amigos peronistas, de proyectos tan estratégicos como Gazprom. La segunda es que en Occidente también tenemos “oligarcas”, aunque en el peor caso se los defina como “monopolistas” u “oligopolistas”. Un ejemplo es el negocio alimentario mundial, en manos de apenas diez empresas: Nestlé, PepsiCo, Unilever, Coca-Cola, Mars, Mondelez, Danone, General Mills, Associated British Foods y Kelloggs´s. Pero, ¿quién diría que los accionistas de Coca-Cola son “oligarcas”?

Más allá de los tecnicismos, creo que vale la pena pensar la idea de que, entre el comunismo perdido del pasado y el capitalismo transformado del presente, el proyecto soberanista de Putin vuelve conscientes y se apropia de los residuos ideológicos más inconscientes del capitalismo democrático neoliberal, y es por eso que suele verse en Rusia un obsceno espejo de los peores defectos e imposibilidades de Occidente (sin ir más lejos, un simple vistazo a los candidatos a diputado en la ciudad Buenos Aires desmiente el valor actual de la democracia argentina más que cualquier delirante hipótesis autoritaria bajo el “comunismo” o el “fascismo”). “Destrucción constructiva”, llamó Serguéi Karaganov a lo que la nueva Rusia tiene para ofrecer como nuevo orden. A modo de cierre, si el espejo ruso nos desnuda es porque nos conoce, quizás, mejor de lo que desearíamos conocernos a nosotros mismos, y frente a esta realidad lo que el capitalismo democrático neoliberal de Occidente pueda llegar a ser dependerá, sin duda, de quienes tengan la decisión y la capacidad para imaginarlo y hacerlo, una función actualmente ocupada por los señores tecnofeudales residentes en Silicon Valley. Mientras tanto, toda forma occidental de espanto moral frente al futuro alternativo imaginado por alguien como Putin será, apenas, una triste glosa de aquel joven teniente descrito por Vasili Grossman en Por una causa justa, que paralizado por una herida de muerte yace atento a cómo se va extinguiendo en su interior el calor de la vida, “el único tesoro que poseía y que estaba a punto de perder para siempre”. ///// DB

Disclaimer. Quienes quieran adentrarse mejor en estas ideas sin perder el equilibrio entre rigor intelectual, ironía y un dejo literario muy atractivo para lectores reflexivos y exigentes, pueden leer el ensayo “El espejo ruso de Vladímir Putin” en el libro Una historia de la noche y otras técnicas.
Escribe: Nicolás Mavrakis
26 Abr. 2025
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