Desde que tengo uso de razón la elite profesional simbólica argentina está peleando una guerra de clase. No contra los capitalistas ni contra el capitalismo, sino contra la clase trabajadora. Miembros de esta elite tienen alguna memoria -genuina o implantada- de cuando eran todavía peronistas. De cuando todavía militaban en favor de los trabajadores y no solo decían hacerlo, en las épocas del famoso empate hegemónico que dio forma a la catástrofe de la sociedad salarial. Pero hoy ya no. Hoy van a la Universidad de Buenos Aires, trabajan en corporaciones privadas o se ocultan en los pliegues de un Estado en bancarrota, leen libros de Caja Negra, consumen canales de streaming y scrollean twitter buscando dónde dejar su valiosa opinión. Aún se ven a sí mismos como los héroes de la Historia, peleando para defender a las inocentes víctimas sociales de los malvados malhechores neoliberales. Pero los trabajadores ya no son un grupo que crean digno de ser salvado, porque según sus estándares hace mucho que dejaron de comportarse de forma adecuada: son machistas o son fachos, o son unos desclasados de mierda, o son apolíticos -que es una manera de decir que en realidad son “de derecha”- o son simplemente unos hijos de puta.
La elite profesional simbólica es un proxy de la clase dominante extranjera y opera acaparando de forma desvergonzada todas las formas posibles de virtud secularizada. Cada vez que se enfrenta a una crisis política o económica producida por ciclos de acumulación del capitalismo, por desastres naturales o por su propia incapacidad de gestionar las responsabilidades administrativas que tienen a su cargo, reelabora la angustia social y la presión por un cambio significativo en experiencias de representación identitaria, focalizando los esfuerzos en actos de retribución individual o en formas mistificadas de auto-mejoramiento, compartiendo experiencias individuales y convirtiéndolas en traumas sociales. De esta manera, encuentran en sus gustos particulares y sus inclinaciones culturales la justificación de su inconmovible sentido de superioridad moral respecto a las personas comunes y corrientes, a quienes saben que deberían amar pero que apenas pueden compadecer debido a su pobre gusto literario, su mala alimentación, sus familias inestables, sus hábitos de crianza deplorable y sus aún más desastrosas tendencias electorales.
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Saludos, camarada.