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Cómo me uní a la Resistencia, por J. D. Vance

T V Richards
13 Feb. 2025
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Texto del flamante VP norteamericano donde cuenta en primera persona su conversión al catolicismo.

Nisi credideritis, non intelligetis

James David Vance​ es el nuevo vicepresidente de los Estados Unidos. Nacido hace 40 años en Middletown, Ohio, Vance fue marine, estudió derecho en Yale y fue hasta hace pocas semanas atrás senador por su estado. También publicó en 2016 una suerte de memorias bajo el título de Hillbilly Elegy que se convirtieron rápidamente en best seller y luego fueron adaptadas de manera lamentable al cine para Netflix. Su libro, sin embargo, transformó a Vance en la voz del rust belt norteamericano y con ello su itinerario político derivó desde el rechazo inicial al fenómeno Trump a un apoyo férreo al movimiento MAGA y a su elección como vice del mismo Trump en las últimas y victoriosas elecciones.

            El largo ensayo que presentamos traducido a continuación apareció en el número de Pascua de 2020 de la revista The Lamp y es un relato de la conversión de Vance al catolicismo. En sus párrafos Vance analiza su infancia humilde en una familia disfuncional, su primer contacto con la fe al calor del desorganizado credo protestante norteamericano, su ascenso social por medio de una universidad de la Ivy League con el consiguiente abandono de la fe y, finalmente, su calvario espiritual hasta abrazar una fe nueva y ajena a sus orígenes anglosajones.

            El camino espiritual e intelectual de Vance hacia la verdadera fe gozó de la influencia de las ideas de René Girard y del apoyo de su esposa, pero fue en la figura de san Agustín donde encontró su mayor inspiración. La parábola del santo de Hipona, nacido en una remota provincia de un imperio agonizante, paradigma, junto con san Pablo, del buen converso en un medioambiente hostil al cristianismo, ofrece todas las similitudes con la historia de Vance que deseemos encontrar.

            En términos político-ideológicos Vance ha manifestado adherir a la llamada derecha posliberal, influenciada sobre todo por Patrick Deneen, Rod Dreher, R. R. Reno y varios otros intelectuales cercanos al pensamiento católico norteamericano. Este movimiento se centra en la idea de que al abrazar el individualismo, el secularismo y el libre mercado que el neoliberalismo propugna, los Estados Unidos perdieron su rumbo original, más bien ligado a la vida comunitaria, la economía local, la familia y la fe religiosa compartida. Sus propuestas para moldear un nuevo mundo van desde un “conservadurismo del bien común” hasta la “opción benedictina”.

            Pero a la vez Vance es receptor de influencias de otra clase. El tecnoligarca  neorreaccionario Peter Thiel es desde siempre su soporte tanto material como moral, y sus ideas de un capitalismo posdemocrático y aceleracionista para formatear el siglo XXI permean bien en el pensamiento del nuevo vicepresidente así como, en apariencia, en la nueva orientación del segundo gobierno de Donald Trump. La ubicuidad del marciano teramillonario Elon Musk en el ecosistema Trump y el pataleo de héroes de la vieja guardia trumpista como Steve Bannon contra el tecno-satanismo de Sillicon Valley son señales de un enfrentamiento que se hará cada vez más explícito. Cuánto pueden influir estos factores en la política doméstica estadounidense y en la conformación de un sistema geopolítico mundial es una incógnita. En general, solemos sobrevalorar los factores personales e ideológicos en detrimento de la inercia y los intereses permanentes de los actores de poder en pugna, lo cual afecta nuestra apreciación de los procesos.

            Cómo me uní a la Resistencia es, entonces, un texto religioso y político a la vez, que incluye tanto esbozos de la ideología del nuevo vicepresidente de los EEUU como profundas reflexiones acerca de la trascendencia, la moral y la fe. Los dos aspectos nos resultan de interés. Por un lado, la narración de una conversión al catolicismo en tiempos de apostasía generalizada y escasez de fe es siempre algo conmovedor y esperanzador. Por el otro, el subtexto político y social del ensayo muestra cómo de algún modo el credo político norteamericano se está reconvirtiendo y señala al catolicismo como el soporte adecuado para un pensamiento político posliberal en el siglo XXI. Si nos atenemos a lo que el panorama internacional actual nos muestra, el liberalismo ha muerto. Ya es hora de dejarlo de lado como a un objeto de apego ideológico que nos ancla y nos condena. ///// DB

Cómo me uní a la Resistencia (J. D. Vance)

Traducción T. V. Richards

A menudo me pregunto qué hubiera pensado mi abuela –Mamaw, como yo la llamaba– acerca de su nieto convirtiéndose en católico. Solíamos discutir sobre religión constantemente. Ella era una mujer de profunda fe, pero completamente desinstitucionalizada. Amaba a Billy Graham y a Donald Ison, un predicador de su tierra natal en el sudeste de Kentucky. Pero detestaba la “religión organizada”. A menudo se preguntaba en voz alta cómo el simple mensaje de pecado, redención y gracia había dado paso a los televangelistas en nuestra pantalla de televisión de Ohio de principios de los noventas. “Toda esta gente son delincuentes y pervertidos”, me decía. “Lo único que quieren es dinero”. Pero de todos modos los miraba, y fueron lo más cercano que alguna vez ella llegó a estar de un servicio religioso regular, al menos en Ohio. A menos que estuviera en su casa en Kentucky, rara vez asistía a la iglesia. Y si lo hacía era más bien para satisfacer mi temprana búsqueda adolescente de cierta adhesión al cristianismo más allá de El Club 700.

            Como tanta gente pobre, Mamaw rara vez votaba, viendo la política electoral como fundamentalmente corrupta. Le gustaban Franklin Delano Roosevelt y Harry S. Truman, y eso era todo. Como era de esperarse, a una mujer cuyos héroes políticos llevaban muertos varias décadas no le interesaba la política cotidiana, y mucho menos le importaban las derivas políticas del protestantismo moderno. Mi primera experiencia real con una institución religiosa llegaría después, a través de la gran congregación pentecostal de mi padre en el suroeste de Ohio. Pero sabía algunas pocas cosas acerca del catolicismo bastante antes de eso. Sabía que los católicos adoraban a María. Sabía que rechazaban la legitimidad de las Escrituras. Y sabía que el Anticristo –o, al menos, su precursor espiritual– sería un católico. En aquel tiempo hubiera dicho “es” un católico, ya que estaba muy convencido de que el Anticristo caminaba ya entre nosotros.

            A Mamaw parecían no preocuparle mucho los católicos. Su hija más joven se había casado con uno y lo tenía por un buen hombre. Pensaba que su forma de adoración era bastante formal y peculiar, pero lo que a ella le importaba era Jesús. El capítulo 18 de las Revelaciones podría tratarse acerca de los católicos o podría tratarse acerca de algo más. Pero los católicos que ella conocía se preocupaban por Jesús y eso era todo lo que importaba para ella.

            Aún así Mamaw ocupa un lugar tan importante en mi mente –ella, más de una década después de su muerte, todavía es la persona con la cual me siento más en deuda. Sin ella yo no estaría aquí. Y el hecho incómodo es que el Cristo de la Iglesia Católica siempre pareció un poco diferente del Jesús con el que yo crecí. Un poco demasiado pesado, demasiado formal. El famoso retrato de Cristo de Sallman colgaba escaleras arriba, cerca de mi dormitorio, y así es como siempre lo vi: personal y amable, pero un poco desamparado. El Cristo del catolicismo se suspendía por encima de ti, como un hombre adulto o un bebé, envuelto en rayos de luz y coronado como un rey. No hay forma de eludir el malestar que una mujer como Mamaw sentía con aquella clase de Cristo. El Jesús católico era una deidad majestuosa, y nosotros teníamos poco interés en las deidades majestuosas porque no éramos gente majestuosa.

            Este fue el mayor inconveniente con que me encontré después de empezar a pensar en convertirme en católico. Podía ubicarme por fuera de la mayoría de las objeciones habituales. Resultó ser que los católicos no adoraban a María. Su aceptación tanto de la autoridad escritural como de la autoridad tradicional de a poco me empezó a parecer sabiduría, mientras veía a demasiados de mis amigos pelearse con lo que un determinado pasaje de las Escrituras podía llegar a significar. Incluso empecé a tener la sensación de que el catolicismo poseía una continuidad histórica con los Padres de la Iglesia –de hecho con Cristo mismo– que la religión sin iglesia en que fui educado no podía encajar. Aun así no podía quitarme de encima el sentimiento de que si me convertía ya no sería más el nieto de mi abuela. Así que por muchos años me situé en el territorio incómodo entre la curiosidad acerca del catolicismo y la desconfianza en él.

            Llegué ahí de una manera bastante convencional. Me uní a los Marines después de la secundaria, como tantos otros de mis pares –de hecho, el único otro graduado de la escuela secundaria de mi cuadra también se enlistó en los Marines. Me fui a Irak en 2005, un joven idealista comprometido con esparcir la democracia y el liberalismo hacia las naciones atrasadas del mundo. Regresé en 2006, escéptico de la guerra y de la ideología que la apuntalaba. Mamaw había muerto y, sin una iglesia ni otra cosa que me anclase a la fe de mi juventud, pasé de devoto a creyente nominal, primero, y más tarde a algo mucho menor que eso. Para la época en que dejé los Marines en 2007 y empecé la facultad en la Universidad Estatal de Ohio, había leído a Christopher Hitchens y a Sam Harris, y me autodenominaba ateo.

            No voy a extenderme en la historia de cómo llegué hasta ahí porque es convencional y aburrida, las dos cosas por igual. Mucho de ello tuvo que ver con un sentimiento de irrelevancia: cada vez más, los líderes religiosos a los que acudía tendían a argumentar que si uno rezaba lo suficientemente fuerte y creía con la fuerza suficiente, Dios recompensaría esa fe con riquezas terrenales. Pero yo conocía a demasiada gente que creía y rezaba mucho sin que ello le hubiera reportado ninguna riqueza para mostrar. Hay, sin embargo, dos nociones de esa etapa de mi vida sobre las que vale la pena reflexionar ya que ambas presagiaron un despertar intelectual no hace mucho, que finalmente me llevó de vuelta a Cristo. La primera es que, para un niño pobre en ascenso proveniente de una familia difícil, el ateísmo conduce a una ruptura familiar y cultural inevitable. Ser ateo es no pertenecer más a la comunidad que te hizo ser lo que sos. Por mucho tiempo le oculté mi incredulidad a mi familia; y no porque, de saberlo, a alguno de ellos le hubiera importado demasiado. Muy pocos de mis familiares asistían a la iglesia pero todos de algún modo creían en algo más que en nada.

            Desde ya que había formas de compensación por todo esto y una de ellas (al menos para mí) fue un breve coqueteo con el libertarianismo. Perder mi fe había significado perder mi conservadurismo cultural y, en un mundo cada vez más alineado con el Partido Republicano, mi respuesta ideológica tomó la forma de una sobrecompensación: habiendo perdido mi conservadurismo cultural, me volvería todavía más conservador en lo económico. La ironía, por supuesto, era que el programa económico del Partido Republicano era lo que menos le interesaba a mi familia. A ninguno de ellos le importaba demasiado cuánto le recortase los impuestos a los millonarios la administración Bush. El Partido Republicano se convirtió en una especie de tótem. Me apegué todavía con más fuerza a él porque me daba un terreno común con mi familia, y a la vez la manera más respetable de hacerme un lugar entre mis nuevos amigos de la universidad era asumir un fuerte compromiso con la ortodoxia económica neoliberal. Reducciones fiscales y recortes a la seguridad social eran las formas socialmente aceptables de ser conservador entre la élite norteamericana.

            La segunda noción es que mi abandono de la religión había sido más cultural que intelectual. Había asuntos en los que encontraba difícil conciliar mi religión con la ciencia tal como se me presentaba. Nunca fui un darwinista clásico, por ejemplo, por motivos que David Gelernter recientemente ha esbozado en su excelente nuevo libro. Pero la teoría de la evolución de alguna manera siempre me pareció plausible y, aunque consumí Tornado in a Junkyard[1], de James Perloff, y todas las demás obras del creacionismo de la Tierra joven, eventualmente llegué al punto en que no podía hacer cuadrar mi entendimiento de la biología con lo que mi iglesia me decía que debía creer. Nunca estuve tan comprometido con el creacionismo de la Tierra joven como para sentir que tenía que optar entre la biología y el Génesis, pero la tensión entre un relato científico de nuestro origen y el relato bíblico que yo había absorbido hizo más sencillo el hecho de abandonar mi fe.

            Y la verdad es que la abandoné por la más simple de las razones: el encanto de la multitud. Mucho de mi nuevo ateísmo se redujo a un deseo de aceptación social por parte de las élites estadounidenses. Pasé gran parte de mi tiempo entre una clase diferente de gente con un conjunto diferente de prioridades, de las que no pude evitar incorporar algunas. Me empecé a interesar en el secularismo justo mientras mi atención estaba centrada en mi separación de los Marines y la transición hacia el mundo universitario. Sabía cómo los escolarizados tendían a pensar acerca de la religión: en el mejor caso, les parecía una cuestión provinciana y estúpida; en el peor, lo veían como algo maligno. Haciéndome eco de Hitchens empecé a pensar, y eventualmente a decir, cosas como: “El cosmos cristiano es más como Corea del Norte que como los Estados Unidos, y yo sé dónde me gustaría vivir”. Me estaba adaptando a mi nueva casta, en hechos y emociones. Me avergüenza admitir esto, pero la verdad a menudo ilumina pobremente su tema.

            Si se me permite decir algo en mi defensa: no era demasiado consciente de todo eso. No es que pensaba “No voy a ser más cristiano porque los cristianos son todos palurdos y yo quiero hacer pie en la clase meritocrática”. La socialización opera de maneras más sutiles, aunque también más poderosas. Mi hijo tiene dos años, y en los últimos seis meses –a la par que su inteligencia social se disparaba–  pasó de arrancarle el pelo a nuestro ovejero alemán a abrazarlo y besarlo alegremente. Parte de eso viene de la alegría de dar y recibir afecto de parte del mejor amigo del hombre. Pero otra parte viene del hecho de que mi esposa y yo lo censuramos cuando tortura al perro y, en cambio, lo alentamos y le sonreímos cuando lo mima. Nos responde tanto como yo le respondía a la casta educada a la que poco a poco me iba uniendo. En la universidad muy pocos de mis amigos y muchos menos de mis profesores tenían alguna clase de fe religiosa. El secularismo quizás no era un prerrequisito para unirse a la élite, pero sin duda lo hacía más fácil.

            Por supuesto, si me hubiesen dicho esto cuando tenía 24 hubiera protestado calurosamente. Hubiera citado no solo a Hitchens sino también a Russell y a Ayer. Hubiera mencionado todos los aspectos en que C. S. Lewis era un imbécil cuyos argumentos sólo podían resistir contra intelectos de tercera categoría. Hubiera mirado a Ravi Zacharias solamente para encontrar los defectos de sus argumentos, no fuera que un cristiano mejor leído que yo viniese a utilizar esos argumentos contra mí. Me enorgullecía de mi habilidad para abrumar a mis opositores con mi lógica. Había cierta arrogancia, tanto emocional como intelectual, en el corazón de mi visión del mundo. Pero me reconfortaba recurriendo a una filósofa cuyo ateísmo y libertarianismo me decían todo lo que deseaba escuchar: Ayn Rand. Los hombres grandes, los más listos, solo eran arrogantes si estaban equivocados. Y yo estaba todo menos equivocado.

            Sin embargo, había semillas de duda en mi interior. Una estaba plantada en mi mente y la otra en mi corazón. La primera la noté mientras cursaba un curso de nivel medio de filosofía en la Universidad de Ohio. Habíamos leído un célebre debate escrito entre Antony Flew, R. M. Hare y Basil Mitchell. Flew, un ateo (aunque más tarde cambió su postura), sostiene que las afirmaciones teológicas –como “Dios ama al hombre”– son fundamentalmente no falsables y por lo tanto carecen de sentido. Como los creyentes no permiten que un hecho vaya en contra de su fe, sus puntos de vista no son en realidad afirmaciones sobre el mundo. Esto ciertamente interpelaba mi propia experiencia de la actitud que adoptaban los creyentes cuando un hecho contradecía su fe. ¿Enfrentás una tragedia inenarrable? “El Señor obra en modos misteriosos.” ¿Estás a las puertas de la soledad y la desesperación? “Dios todavía te ama.”

Si los desafíos concretos y reales a estos sentimientos eran procesados y luego ignorados por los creyentes, la conclusión era que entonces su fe tenía algo de vacía. Nuestra clase pasó la mayor parte del tiempo discutiendo la volea inicial de Flew y la respuesta de Hare que esencialmente reconocía el punto de Flew pero sostenía que, no obstante, los sentimientos religiosos eran válidos y potencialmente verdaderos.

            La respuesta de Basil Mitchell recibió menos atención durante la clase, pero sus palabras quedaron grabadas entre las más poderosas que haya leído jamás. He pensado en ellas constantemente desde entonces. Mitchell empieza con una parábola acerca de un partisano en tiempos de guerra en un territorio ocupado. El partisano conoce a un extranjero, y queda tan cautivado por él que llega a creer que es el líder de la resistencia.

            “A veces el extranjero es visto ayudando a miembros de la resistencia y el partisano agradecido les dice a sus amigos: Él está de nuestro lado. A veces el extranjero es visto con uniforme de policía entregando patriotas a la potencia ocupante. En estas ocasiones los amigos murmuran contra él, pero el partisano todavía sostiene: Está de nuestro lado. Todavía cree que, más allá de las apariencias, el extranjero no lo engañó. Otras veces le pide ayuda al extranjero y la recibe. Entonces le queda agradecido. Pero otras pide y no recibe. Entonces dice: El extranjero sabe lo que es mejor. Entonces sus amigos, ya exasperados, le dicen: Bueno, ¿qué haría falta para que admitas que te equivocaste con el extranjero y que no está de nuestro lado? Pero el partisano se niega a responder, no está dispuesto a poner a prueba al extranjero. Y otras veces sus amigos le reprochan: Bueno, si eso es a lo que te referías con que está de nuestro lado, cuanto antes se pase al otro lado mejor. El partisano de la parábola no admite nada que contradiga decisivamente el axioma de que El extranjero está de nuestro lado. Esto es porque está comprometido personalmente en confiar en el extranjero. Por supuesto que, desde ya, reconoce que el comportamiento ambiguo del extranjero pone obstáculos a lo que él cree acerca del extranjero. Es precisamente esta situación la que constituye la prueba de su fe.”

            En su momento hice mi mejor esfuerzo para descartar la respuesta de Mitchell. Flew había descrito a la perfección la clase de fe que yo había abandonado, pero Mitchell articulaba un tipo de fe que yo personalmente nunca había encontrado. La duda era algo inaceptable para mí y pensaba que la respuesta adecuada a una puesta a prueba de la fe era suprimirla y pretender que nunca había existido. Pero ahí estaba Mitchell, concediendo que la ruptura entre el mundo y nuestras tribulaciones personales de hecho atentaba contra la idea de la existencia de Dios. Pero no definitivamente. Eventualmente llegaría a la conclusión de que Mitchell había ganado el debate filosófico años antes de darme cuenta de cuánto afectaba mi propia fe su humildad ante la duda.

            Mientras iba abriéndome paso a través de nuestra jerarquía educacional –mudándome de la Estatal de Ohio a la Escuela de Leyes de Yale– me empezó a preocupar que mi asimilación a la élite cultural tuviese un costo demasiado alto. Mi hermana me dijo una vez que la canción que le hacía pensar en mí era “Simple man”, de Lynyrd Skynyrd. Aunque me había enamorado notaba que los demonios emocionales de mi infancia me hacían difícil ser el tipo de compañero que siempre había querido ser. Mi arrogancia randyana en torno a mis propias habilidades se disolvía ante la evidencia de que mi obsesión por el éxito no conseguiría producir el logro que más me había importado durante la mayor parte de mi vida: una familia próspera y feliz. Me había sumergido en la lógica de la meritocracia y la había encontrado profundamente insatisfactoria. Y me empecé a preguntar si todos esos indicadores mundanos de éxito me estarían haciendo realmente una mejor persona. Había cambiado virtud por éxito y al final había descubierto que este último también me faltaba. Y además, a la mujer con quien me quería casar le importaba bastante poco si yo obtenía un puesto en la Corte Suprema: ella solo quería que yo fuese una buena persona.

            Es posible, por supuesto, exagerar nuestras propias deficiencias. Nunca engañé a la que sería mi esposa y jamás me puse violento con ella. Pero había una voz en mi cabeza que me pedía algo mejor: que pusiera sus intereses por encima de los míos, que controlase mi temperamento por ella tanto como por mí. Y empecé a darme cuenta de que esa voz, viniera de donde viniera, no era la misma voz que me había empujado a escalar tan alto como pudiese en la escala de la meritocracia. Venía de un lugar más antiguo y ancestral y, más que un divorcio cultural con mis orígenes, me exigía una reflexión profunda acerca de estos.

            Mientras reflexionaba acerca de estos deseos gemelos de éxito y de virtud y acerca de cómo se contraponían y cómo no, di con una meditación de San Agustín sobre el Génesis. Había sido admirador de Agustín desde que un teórico político de la universidad me dio La Ciudad de Dios, pero sus consideraciones sobre el Génesis me hablaron directamente a mí y vale la pena reproducirlos detalladamente:

            “Si al leer nos encontramos con algunos escritos, y de ellos divinos, que traten de cosas obscuras y ocultas a nuestros sentidos, y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos alimentamos, podemos descubrir varias sentencias; a ninguna de ellas nos aferremos con precipitada firmeza a fin de no caer en error; pues tal vez más tarde, escudriñada con más diligencia la verdad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la sentencia de la divina Escritura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la de la divina Escritura, cuando más bien debemos querer que la de la Escritura sea la nuestra.

            “Recapacitemos sobre lo que se escribió: dijo Dios hágase la luz y la luz fue hecha. Una cosa es hacer notar que fue hecha la luz corporal, y otra que fue hecha la luz espiritual. No duda nuestra fe que exista la luz espiritual en la criatura espiritual. Que exista una luz corporal celeste sobre el cielo o debajo del cielo a la cual hubiere podido suceder la noche tampoco es contra la fe, mientras no se refute con evidencia clarísima. Si esto llegara a suceder, diremos que no lo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la humana ignorancia. (…)

            “Acontece, pues, muchas veces que un infiel conoce por la razón y la experiencia algunas cosas de la tierra, del cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro, y también de la magnitud y la distancia de los astros, de los eclipses del sol y de la luna, de los círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de los frutos, de las piedras y de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado vergonzoso y perjudicial, y por todos los medios digno de ser evitado, que un cristiano hable de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrán contener la risa. No está el mal en que se ría del hombre que yerra, sino en creer los infieles que nuestros autores defienden tales errores y, por lo tanto, cuando trabajamos por la salud espiritual de sus almas, con gran ruina de ellas, ellos nos critican y rechazan como indoctos. Cuando los infieles, en las cosas que perfectamente ellos conocen, han hallado en error a alguno de los cristianos, afirmando éstos que extrajeron su vana sentencia de los libros divinos, ¿de qué modo van a creer a nuestros libros cuando tratan de la resurrección de los muertos y de la esperanza de la vida eterna y del reino del cielo?”[2]

            No podía dejar de pensar en cómo hubiera reaccionado a este pasaje cuando era un niño. Si alguien hubiese sostenido el mismo argumento ante mí cuando tenía 17 años, lo hubiera acusado de herético. Se trataba de una actitud acomodaticia para con la ciencia, del tipo que los cristianos moderados contemporáneos se permitían y del que alguien como Bill Maher se burlaba con razón. Y sin embargo, aquí estaba esta persona diciendo 1600 años antes que mi propio enfoque del Génesis era de una arrogancia tal que podría apartar a alguien de su fe. Esto me resultó demasiado directo y fue la primera grieta en mi proverbial armadura. Comencé a hacer circular la cita entre amigos, tanto creyentes como no creyentes, y pensaba en ella constantemente.

            Alrededor de esa misma época asistí a una charla en nuestra facultad de derecho con Peter Thiel. Eso fue en 2011 y Thiel ya era un destacado capitalista de riesgo pero no un nombre muy conocido. Más tarde promocionaría mi libro y se convertiría en un buen amigo, pero en aquel momento no tenía idea de qué esperar de él. Primero habló en términos personales, sosteniendo que todos estábamos cada vez más atrapados en competencias profesionales despiadadas. Íbamos a competir por pasantías en las cortes de apelaciones y después en la corte suprema. Íbamos a competir por puestos en las grandes firmas de abogados y después por ser socios en esos mismos lugares. En cada coyuntura, dijo, nuestros empleos nos acarrearían jornadas laborales más extensas, alienación social de nuestros pares y tareas cuyo prestigio no compensaría su falta de sentido. También sostuvo que su mundo, Silicon Valley, dedicaba muy poco tiempo a los avances tecnológicos que mejoraron la vida –aquellos relativos a la biología, la energía y el transporte– y demasiado a cuestiones como el software y los teléfonos celulares. Cualquiera podía twitearse con otro o postear fotos en Facebook, pero viajar a Europa llevaba más tiempo que antes, aún no teníamos cura para el deterioro cognitivo y la demencia y nuestro uso de la energía estaba ensuciando cada vez más el planeta. Veía estas dos tendencias –la de los profesionales de élite atrapados en trabajos hipercompetitivos y la del estancamiento tecnológico de la sociedad– como fenómenos conexos. Si la innovación tecnológica estuviese de verdad conduciéndonos hacia una auténtica prosperidad, los hombres de nuestras élites no deberían estar volviéndose cada vez más competitivos unos con otros por un número cada vez más insignificante de resultados exitosos.

            Aquella charla de Peter sigue siendo el momento más significativo de mi estadía en la Facultad de Derecho de Yale. Él puso en palabras un sentimiento que hasta entonces había permanecido informe en mí: que estaba obsesionado con el éxito per se, no como la coronación de algo pleno de sentido sino como parte de una carrera social que había que ganar. Mi preocupación por haber priorizado el esfuerzo por sobre el carácter adquirió entonces un significado mayor: ¿luchar por qué? Ni siquiera sabía por qué me importaban las cosas que me importaban. Me proyectaba a mí mismo educado, ilustrado y especialmente sabio sobre las costumbres del mundo, al menos en comparación con la mayoría de las personas de mi ambiente natal. Y sin embargo estaba tan obsesionado con obtener credenciales profesionales –una pasantía en un juzgado federal y luego un puesto de asociado en alguna firma prestigiosa– que no alcanzaba a comprender. Detestaba mi escasa práctica jurídica. Entonces miré hacia el futuro y me di cuenta de que había estado corriendo una carrera desesperada en la que el primer premio era un trabajo que odiaba.

            Empecé de inmediato a planificar una carrera por afuera del derecho, razón por la cual después de graduarme ejercí la profesión durante menos de dos años. Pero Peter también me había dejado con otra inquietud. Era posiblemente la persona más lista que hubiera conocido jamás, pero también era cristiano. Desafiaba el modelo social que yo me había construido, según el cual los tontos eran cristianos y los inteligentes, ateos. Empecé a preguntarme de dónde venían sus creencias religiosas, lo que me llevó a René Girard, el filósofo francés con quién aparentemente él había estudiado en Stanford. El pensamiento de Girard es demasiado rico y cualquier intento por resumirlo no le haría justicia. Su teoría de la rivalidad mimética –que tendemos a competir por las cosas que otras personas quieren– hablaba directamente de algunas de las presiones que experimenté en Yale. Pero fue su teoría del chivo expiatorio y lo que ésta reveló acerca del cristianismo, lo que me llevó a reconsiderar mi fe.

            Una de las ideas centrales de Girard es que a menudo las civilizaciones humanas, tal vez incluso siempre, se basan en el “mito del chivo expiatorio”, un acto de violencia cometido contra alguien que ha perjudicado a la comunidad en general, narrado como una especie de historia del origen de la comunidad. Girard señala que Rómulo y Remo eran, como Cristo, niños divinos y, como Moisés, fueron depositados en una canasta en el río para salvar su vida de un rey celoso. Hubo un tiempo en que estas comparaciones me ponían los pelos de punta, preocupado por que cualquier aparente falta de originalidad por parte de las Escrituras significara que podía no ser verdad. Este es un recurso retórico común del Nuevo Ateísmo[3]: señalar alguna historia de la creación –como la narración del diluvio en la epopeya de Gilgamesh– como evidencia de que los autores de la Sagrada Escritura plagiaron su historia de alguna civilización anterior. De ello se sigue que si la historia sagrada está tomada de otras fuentes puede que, después de todo, la versión contenida en la Biblia no sea la Palabra de Dios.

            Pero Girard rechaza esta inferencia y se mete en las similitudes entre las historias bíblicas y las de otras civilizaciones. Para él la historia cristiana contiene una diferencia crucial, una que revela algo “oculto desde la fundación del mundo”. En el relato cristiano el último chivo expiatorio no le ha hecho daño a la civilización sino que la civilización le ha hecho daño a él. La víctima de la locura de las multitudes es, como lo fue Cristo, infinitamente poderosa (incluso capaz de evitar su propia muerte violenta) y perfectamente inocente (no merecedora de la ira y la violencia de la multitud). En Cristo observamos tal como son nuestros esfuerzos por echarle la culpa y nuestras insuficiencias a la víctima: una falla moral proyectada violentamente sobre otra persona. Cristo es el chivo expiatorio que revela nuestras imperfecciones y nos fuerza a mirar nuestros propios defectos en lugar de culpar a las víctimas elegidas por la sociedad.

            La gente llega a la verdad de diferentes maneras y estoy seguro de que algunos encontrarán este relato insatisfactorio. Pero en 2013 captó de manera perfecta la psicología de mi generación, especialmente la de sus integrantes más privilegiados. Atrapados en el pantano de las redes sociales, identificábamos un chivo expiatorio y atacábamos digitalmente. Éramos guerreros del teclado descargándonos sobre la gente vía Facebook o Twitter, ciegos a nuestros propios problemas. Peleábamos por empleos que en realidad no queríamos mientras fingíamos no estar haciéndolo. Y el resultado final, al menos para mí, fue que había perdido la lengua de la virtud. Sentía más vergüenza por reprobar un examen de la facultad de derecho que por perder los estribos con mi novia.

Pero todo eso tenía que cambiar. Era hora de dejar de buscar un chivo expiatorio y centrarme en lo que podía hacer para mejorar las cosas.

            Estas reflexiones tan personales acerca de la fé, el conformismo y la virtud coincidieron con un proyecto de escritura que eventualmente se volvería un éxito renombrado: Hillbilly Elegy, el libro mezcla de memorias y crítica social que terminé publicando en 2016. Releo las primeras versiones del libro y me doy cuenta de cuánto cambié de 2013 a 2015. Empecé el libro enojado, resentido sobre todo con mi madre, y seguro de mis propias habilidades. Lo terminé un poco humillado y muy inseguro acerca de qué hacer para “solucionar” tantos de nuestros problemas sociales. Y la conclusión a la que llegué, tan insatisfactoria entonces como ahora, es que en realidad no se pueden “solucionar” nuestros problemas sociales. Lo mejor que se puede esperar es reducirlos o aminorar sus efectos.

            Durante mi investigación para el libro me di cuenta de que esos problemas sociales venían de comportamientos para los cuales los cientistas sociales y los expertos en política tenían un vocabulario diferente. En la derecha la conversación siempre giraba en torno a la “cultura” y la “responsabilidad personal”, los modos en que los individuos o las comunidades se hacían cargo de su propio progreso. Y aunque me resultaba obvio que en algunos de los lugares en los que crecí había algo disfuncional, el discurso de la derecha me parecía un poco despiadado. Fallaba al no contemplar el hecho de que las conductas destructivas eran casi siempre tragedias con consecuencias terribles. Una cosa es señalar con el dedo a otra persona por no actuar de cierta manera y otra muy distinta es sentir todo el peso de la miseria que proviene de esas acciones.

            Los intelectuales de izquierda, en cambio, se centraban mucho más en los problemas estructurales y externos que enfrentan familias como la mía: la dificultad para encontrar empleo y la falta de recursos para ciertas cuestiones. Y si bien coincidía en que a menudo eran necesarios más recursos, me parecía también que en cierto sentido nuestros comportamientos más destructivos persistían, e incluso florecían, en tiempos de confort material. La izquierda económica era incluso más compasiva, pero la suya era un tipo de compasión desprovista de toda expectativa, que olía más a darse por vencido. Una compasión que presupone que una persona está en desventaja hasta el punto de la desesperanza total; era como la simpatía por un animal de zoológico, y eso no me servía de nada.

            Y mientras reflexionaba acerca de estas visiones contrapuestas del mundo y acerca de las virtudes y defectos de cada una, me sentí desesperado por hallar una cosmovisión que entendiese nuestro mal comportamiento simultáneamente como social e individual, como estructural y moral; una mirada que reconociese que somos producto de nuestro entorno, que tenemos la responsabilidad de cambiar ese entorno, pero que también somos seres morales con deberes individuales; una visión del mundo que pudiera hablar en contra de las crecientes tasas de divorcio y adicción, no con conclusiones terminantes sobre sus externalidades sociales negativas sino con indignación moral. Y me di cuenta de que ya había estado expuesto a esa cosmovisión: era el cristianismo de mi Mamaw. Y el nombre que este le daba a los comportamientos que yo había visto destruir vidas y comunidades era “pecado”. Recordé bajo una nueva luz uno de mis pasajes preferidos de las Escrituras: “Yavé, lento a la ira y abundante en misericordia, que perdona la iniquidad y la rebeldía, aunque no la deja impune, y visita la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación” (Números, 14:18)[4]. Una década antes hubiera interpretado este pasaje como la evidencia de un Dios vengativo e irracional. Y sin embargo, ¿quién podría mirar las estadísticas sobre lo que nuestra cultura y nuestra política de principios del siglo XXI provocaron -la miseria, las crecientes tasas de suicidio, las “muertes por desesperación” en el país más rico del mundo- y dudar de que los pecados de los padres tienen efecto sobre los hijos?

            Y otra vez me resonaron las palabras de San Agustín de un milenio y medio antes, articulando una verdad que yo había sentido durante mucho tiempo pero que no había dicho. Este es un pasaje de La Ciudad de Dios, donde Agustín resume el libertinaje de la clase dominante de Roma:

            “¿Qué más puede importarnos? En todo caso, esto es lo que importa más: que cada uno acreciente siempre unas riquezas suficientes para los dispendios cotidianos, por medio de las cuales los poderosos puedan someter en su beneficio también a los más débiles. Que los pobres obedezcan a los ricos para tener sus estómagos llenos y disfrutar en tranquila inactividad de su patrocinio, que los ricos utilicen a los pobres para sus clientelas y para servicio de su fasto. Que los pueblos aplaudan no a los defensores de sus intereses, sino a los dispensadores de placeres. Que no se les ordene nada enojoso, ni se les prohíba nada impuro. Que los reyes no se ocupen del grado de justicia que caracteriza a los individuos sobre los que gobiernan, sino del de su sometimiento. Que las provincias sirvan a sus reyes no como a preceptores de las costumbres, sino como a dueños de los bienes y proveedores de sus deleites, y que no los honren con sinceridad, sino que los teman de forma 〈indigna y〉 servil. Que las leyes castiguen con más rigor a quien dañe la viña ajena que a quien cause perjuicio a su propia vida. Que no se lleve a nadie a juicio excepto a aquel que causase daño o perjuicio al patrimonio, la casa, la salud ajenas o a alguna persona contra su voluntad; por lo demás, que cada uno haga lo que quiera respecto a los suyos o con los suyos o con cualquiera que lo acepte de buen grado. Que abunden las prostitutas públicas para todos aquellos que deseen gozar de ellas o, sobre todo, para aquellos que no pueden tenerlas en exclusiva. Que se construyan mansiones grandiosas y magníficamente decoradas, que se celebren opíparos banquetes donde le plazca y le sea posible a cada uno, que día y noche se juegue, se beba, se vomite, se caiga en la disipación. Que los bailes resuenen por doquier, que los teatros hiervan en el clamor de una deshonesta alegría y en todo género de deleites crudelísimos o vergonzosísimos. Que se considere enemigo público a aquel a quien desagrade esta clase de felicidad; si alguien hubiera intentado cambiarla o acabar con ella, que la multitud libertina lo aparte de sus oídos, lo expulse de su residencia, lo arranque del mundo de los vivos. Que se tengan como dioses verdaderos los que se ocupen de que los pueblos la alcancen y la conserven una vez conseguida.“[5]

            Era la mejor crítica de nuestra época moderna que jamás hubiese leído. Una sociedad orientada hacia el consumo y el placer que desprecia el deber y la virtud. No mucho tiempo después de leer estas palabras mi amigo Oren Cass publicó un libro en el que sostenía que los políticos norteamericanos se enfocaron demasiado en promover el consumo en lugar de estimular la productividad o alguna otra medida de bienestar. La reacción que generó, consistente básicamente en criticar a Oren por atreverse a impulsar políticas que podrían reducir el consumo, fue casi como una demostración del argumento. “Sí”, me encontré diciendo, “las políticas que propugna Oren podrían reducir el consumo per cápita. Pero ese es precisamente el punto: nuestra sociedad es más que la suma de sus estadísticas económicas. Si la gente muere antes en medio de niveles históricos de consumo, entonces quizás nuestro foco en el consumo esté equivocado”.

            Y de hecho fue esta idea, más que cualquier otra, la que finalmente me condujo no sólo al cristianismo, sino al catolicismo. A pesar de la distancia de mi Mamaw misma con la liturgia, de la influencia cultural romana e italiana y del Papa extranjero, lentamente empecé a ver al catolicismo como la expresión más cercana a la clase de cristianismo que ella profesaba: celoso por la virtud pero consciente del hecho de que ésta se forma en el contexto amplio de una comunidad, empático con los mansos y los pobres del mundo sin tratarlos como víctimas, protector para con los niños y las familias y con las cosas necesarias para su prosperidad. Y sobre todo, una fe centrada en un Cristo que exige de nosotros perfección aun amándonos incondicionalmente y perdonándonos con facilidad.

            Esta nueva noción me llevó a un par de conversaciones informales con unos frailes dominicos y luego a un período de estudio más serio con uno de ellos en particular. Casi desearía que no hubiera sido algo tan gradual, que hubiera habido un momento de iluminación repentina que me hiciese dar cuenta de que tenía que hacerme católico. Hubo sí algunas extrañas coincidencias que aceleraron mi decisión. Una sucedió hace como un año, en una conferencia de intelectuales conservadores a la que asistí. Tarde a la noche, en el bar del hotel, cuestioné la postura crítica respecto al Papa de un escritor católico conservador. Mi opinión en general es que demasiados católicos estadounidenses no han mostrado la debida deferencia hacia el papado, tratando al Papa como una figura política a la que pueden criticar o elogiar según sus caprichos. Si bien el escritor admitió que algunos católicos fueron demasiado lejos, defendió su enfoque más mesurado, cuando de repente una copa de vino pareció saltar de un lugar estable detrás de la barra y se estrelló en el suelo frente a nosotros. Ambos nos miramos fijamente en silencio por un momento, un poco sorprendidos por lo que acabábamos de ver, antes de dar por terminada abruptamente nuestra conversación y disculparnos para irnos a dormir.

            Otra tuvo lugar en Washington, D.C., durante una semana de viaje particularmente agotadora. No había visto a mi familia en varios días y ni siquiera había tenido tiempo de llamar por teléfono a mi hijo más chico. En momentos como ese a veces escucho una hermosa grabación de un salmo interpretada por un coro ortodoxo durante la visita del Papa Francisco a Georgia en 2016. La escuché arriba del tren de Nueva York a Washington, donde iba a conocer a un fraile dominico al que le había escrito para ir a tomar un café. Él me invitó a visitar su comunidad, donde escuché a los frailes cantando aparentemente el mismo salmo. Ahora bien, ya sé que es fácil ponerse en la postura escéptica: J. D. vio un video de un cura cantando un verso bíblico y entonces le mandó un mail a un religioso que más tarde cantó exactamente lo mismo. Pero para citar a Samuel Jackson en Pulp Fiction: “Estás juzgando esta mierda de la manera incorrecta. Quiero decir, podría ser que Dios detuviera las balas, o que cambiara Coca-Cola por Pepsi y encontrara las malditas llaves de mi auto. No se juzga una mierda como esta basándose en el mérito. Ahora bien, si lo que experimentamos fue o no un milagro según Hoyle es insignificante. Lo significativo es que sentí el toque de Dios”.

            Así que sí, en algunos breves instantes del último par de años yo sentí el toque de Dios. Por más que mejoraría esta historia muchísimo, no puedo decir que ninguna de estas cosas me haya hecho levantarme y decir: “Es hora de convertirse”. El movimiento fue más gradual. Me convencí de que Mamaw hubiese aceptado la teología católica incluso si sus atavismos culturales la hubieran hecho sentir incómoda. Ahí estaban las palabras de San Agustín y de Girard y también el ejemplo de mi tío Dan, quien se casó uniéndose a nuestra familia pero demostró la virtud cristiana más profundamente que cualquier persona que haya conocido. Hubo buenos amigos que me hicieron ver que no necesitaba abandonar mi razón antes de acercarme al altar. Y eventualmente llegué a creer que las enseñanzas de la Iglesia Católica eran ciertas, pero sucedió de manera lenta y dispar.

            Hubo cosas que lo hicieron más duro, incluso después de haber tomado la decisión. La crisis de los abusos sexuales me llevó a preguntarme si unirme a la Iglesia implicaría someter a mi hijo a una institución que se preocupaba más por su propia reputación que por la protección de sus miembros. Trabajar esos sentimientos dilató mi conversión por unos meses. También había una preocupación por si aquello sería injusto para con mi esposa. Ella no se había casado con un católico y sentía como si la estuviese arrastrando hacia eso. Pero desde el principio ella apoyó mi decisión, así que no puedo culparla por mi dilación.

            Fui recibido en la Iglesia Católica un hermoso día de mediados de agosto, en una ceremonia privada no lejos de mi casa. El día de mi recepción me desperté un poco aprensivo, preocupado de estar cometiendo un gran error. Pero a pesar de todas mis dudas acerca de cómo Mamaw hubiese podido reaccionar fue una de sus frases preferidas la que escuché, en su voz, sonando en mis oídos esa mañana: “Es hora de cagar o salir del baño”. Fui bautizado y tomé la primera comunión y me resultó todo muy lindo, aunque debo admitir que todavía me sentía incómodo por algo tan lejano de mis experiencias de juventud en la iglesia. La mayoría de mi familia vino a apoyarme. Mi hijo de dos años (una de las cosas que más me gusta de la Iglesia es que alienta a los padres a llevar a sus hijos) se comió un paquete de galletitas Goldfish[6] y, al final de todo, los frailes dominicos que me recibieron invitaron a mis amigos y mi familia con café y rosquillas.

            Trato de mantenerme humilde respecto de lo poco que sé y lo incorrecto que soy como cristiano. Me siento más cómodo conectando con la gente a partir de ideas. Si no sos capaz de leer algo y debatir acerca de eso tiendo a perder el interés. Pero la Iglesia no es solamente acerca de ideas y acerca de san Agustín, a quien elegí como patrono. Se trata también del corazón y de la comunidad de los creyentes, se trata de ir a misa y recibir los sacramentos, incluso cuando resulte difícil o incómodo hacerlo. En definitiva, se trata de tantas cosas acerca de las que soy ignorante y del proceso mismo de volverme cada vez menos ignorante a medida que pase el tiempo.

            Mi esposa me ha dicho que el “negocio” de convertirme al catolicismo, el proceso de estudiar y pensar acerca de eso, fue bueno para mí. Y llegué a darme cuenta de que ella estaba en lo cierto, al menos en un sentido cósmico. Me di cuenta de que había una parte de mí, la mejor parte, que se inspiraba en el catolicismo. Era la parte de mí que me reclamaba tratar a mi hijo con paciencia y que me hacía sentir terrible cuando fallaba en eso, que me pedía controlar mi temperamento con todo el mundo pero especialmente con mi familia, que me decía que me preocupara más por mi nivel como esposo y como padre que como proveedor de ingresos. Era la parte que me exigía que sacrificara el prestigio profesional por los intereses de la familia y que me ordenaba que dejara de lado los rencores y perdonara incluso a aquellos que me habían hecho daño. Como dice san Pablo en su Epístola a los Filipenses: “Por lo demás, hermanos míos, atended a cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso y de digno de alabanza; a eso estad atentos”[7]. Era la parte católica de mi corazón la que exigía que pensara en las cosas de veras importantes. Y si quería nutrir y hacer crecer esa parte mía necesitaba hacer más que leer ocasionalmente un libro de teología o reflexionar sobre mis defectos. Necesitaba rezar más, participar de la vida sacramental de la Iglesia, confesarme y arrepentirme públicamente sin importar lo difícil que fuera. Y necesitaba la gracia. Necesitaba, en otras palabras, volverme católico, y no solo pensar en ello. ///// DB


[1] El libro Tornado in a Junkyard: The Relentless Myth of Darwinism, de James Perloff (1999), analiza desde una perspectiva atea y cientificista los puntos débiles de la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin arribando a una conclusión favorable al creacionismo.

[2] (N. del T.) La traducción de la cita de San Agustín corresponde a la del Padre Balbino Martin, O. S. A. Obras de San Agustín, XV. Tratados escriturarios; Del Génesis a la letra, Ed. bilingüe. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1969.

[3] (N. del T) El Nuevo Ateísmo es un movimiento intelectual surgido a inicios del siglo XXI, caracterizado por su posición crítica de la religión. Establece que el ateísmo, basado en el fuerte avance científico de los últimos años, ha alcanzado un punto a partir del cual debe abandonar su actitud tolerante para con la religión y abordarla de forma crítica mediante argumentos racionales. Sus principales sostenes intelectuales son Sam Harris, Daniel C. Dennett, Richard Dawkins, Victor J. Stenger y Christopher Hitchens.

[4] (N. del T.) La traducción de la cita del Libro de los Números corresponde a la Sagrada Biblia, trad. de Nácar y Colunga. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1968.

[5] (N. del T) La traducción de la cita de San Agustín corresponde a la de Rosa María Marina Sáez, La Ciudad de Dios, Biblioteca Clásica Gredos. 2016.

[6] (N. del T) Goldfish es una marca de galletitas saladas con forma de pez con una pequeña huella de un ojo y una sonrisa fabricada por Pepperidge Farm, una división de Campbell Soup Company.

[7] (N. del T.) La traducción de la cita de la Carta a los Filipenses de San Pablo corresponde a la Sagrada Biblia, trad. de Nácar y Colunga. Biblioteca de Autores Cristianos. Madrid, 1968.

Disclaimer. Contenido libre de financiamiento del Departamento de Estado.
Escribe: T V Richards
13 Feb. 2025
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