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Operaciones culturales S. A.

Margarita Martinez
13 Mar. 2025
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Comenzaban los gloriosos años noventa. Alberto Laiseca, en un fogonazo de idiosincrasia nacional, sintetizaba una opinión extendida sobre los empresarios argentinos de la época. “Ninguno de ellos ofrenda ni la centésima parte de ese monto a la huérfana cultura de la patria”, señalaba, mientras contaba los billetes frescos de su Beca Guggenheim, que, dicho sea de paso, no caía del cielo por la gestión cultural local. Esta opinión generalizada no era ni mejor ni peor que la otra, muy difundida también, sobre el Estado argentino: “la burocracia estatal, hoy, en la Argentina, es mala palabra”, y por eso “es casi imposible atacar a la industria privada sin que el público sienta que se está defendiendo a la burocracia estatal”. No son palabras de Argentina 2025 sino de Argentina 1995 dichas por Heriberto Muraro. Vetusto, sin el dinamismo necesario para aggiornarse a la altura del fin de siglo, el Estado no podía gestionar la finalización de la obra de la Biblioteca Nacional, paralizada, ni los depósitos de trajes del Teatro San Martín, inundados, ni los archivos hemerográficos saqueados o destruidos, ni el óxido de las latas de las grandes películas nacionales en el Museo del Cine. Laiseca terminaba su diagnóstico observando que, frente a ese estado de cosas, había unas pocas y honrosas excepciones (su palabra es “loable”): la Fundación Antorchas y la Fundación Banco Patricios, “tal vez, como las más notorias”.

Preguntarse por el rol de las fundaciones en la cultura vernácula supone rastrear un fenómeno que, de aislado, se configuró como consustancial a la entrada del capital global. Único y singular, el ejemplo de la Fundación Di Tella sobrevolaba el asunto de manera idílica y tutelar. Creada el 22 de junio de 1958, se había acompañado de la apertura de los centros de economía, sociología y educación, todos ubicados en Belgrano, más el de neurología adentro del Hospital de Niños, y los centros de arte en el nuevo espacio de la calle Florida, el famoso Instituto. Pero el Di Tella había sido una excepción emanada de la industria nacional que se anotaba en la historia de las vanguardias. En los noventa las cosas se planteaban algo más opacas porque la proyección no era estar adelante sino salir, fundamentalmente, de la posición de furgón de cola regional. En ese punto exacto caló la figura jurídica de las fundaciones, que sirvió no sólo para encubrir pasajes monetarios y lavado de activos –pero entonces con la buena conciencia de colmar una falta–, sino también para hibridar capitales locales y otros de orígenes inciertos en la transición de los noventa a los dos mil. Hay que recordar que, en términos de los movimientos del capitalismo financiero, de los negocios del real state, de la especulación y de la precarización laboral en vistas a la futura inserción en el capitalismo de plataformas, la crisis de 2001 no supuso ninguna cesura sino, por el contrario, la profundización de procesos en marcha que, dentro de esa continuidad, se pueden asumir como avalados por todo el arco político.

Ningún intelectual, hay que señalarlo, sintió por entonces pruritos por realizar tareas en el marco de alguna fundación dependiente del capital privado, de cualquier mecenas o de lo que se tratare, ni nadie se rasgó las vestiduras por el hecho de que la oferta de espacios financiados por fundaciones se tomara como elemento en una disyuntiva frente a los espacios públicos. Que sigue siendo así lo demuestran las agendas culturales: si las fundaciones, en los noventa, vinieron a suplir lo que el Estado no daba, a partir de los dos mil, en cambio, crecieron para cooperar en su desfalco y en los últimos años pretenden consumar su desguace sin ofrecer, ahora, absolutamente nada a ese mismo Estado. Una pregunta posible sería si, últimamente, además de señalárselas como las portavoces de un capitalismo global que fagocita temas sociales (o más bien: que fagocita todo lo vivo), dejan algo para las instituciones con las que cooperan, además de abultar el CV de quienes las manejan. Sin embargo, en esos tiempos, todo era novedoso y excitante. Si Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese podían ir y venir del Centro Cultural Ricardo Rojas a la Fundación Banco Patricios (situados a escasas cuadras uno de otra), muchos más eran quienes tomaban recursos ofrecidos por las diversas fundaciones, quienes celebraban los premios que ofrecían en diarios y revistas, y quienes empezaban a tejer negocios privados en espacios que primero fueron públicos y después de una extraña hibridación en la que, de lo que se trataba, era de ejecutar fondos antes de cada 31 de diciembre.

Pero la crisis había comenzado mucho antes, y la cultura no era la única instancia en donde se ponían a prueba las fundaciones: también asesoraban a partidos políticos, realizaban indagaciones económicas a pedido, y además podían realizar investigaciones médicas y tecnológicas. ¿Por qué? Porque el CONICET no funcionaba, porque el pluralismo ideológico, señalaba la prensa del momento, había sido reemplazado por una presencia constante de crucifijos en despachos y oficinas, porque el sueldo de investigador no alcanzaba los 500 dólares, porque faltaban los elementos más indispensables y proliferaban las agregadurías y los “institruchos”, es decir, institutos que hacían de pantalla a dos o tres investigadores de tareas conspicuas. De ahí que la existencia de las fundaciones fuera vista como un mal menor frente al gran mal del Estado y de ahí que se empezara a gestar una disposición benevolente hacia su presencia. Había que achicar el Estado para agrandar la Nación: era lo que sostenían las usinas del neoliberalismo fundamentalista y lo que encontraba gran repercusión en la sociedad argentina que, tras el reverdecer democrático, estaba ciertamente harta de pagar, en “Capital Federal”, hasta diez mil dólares más por una propiedad que tuviera una línea telefónica disfuncional de Entel.

En ese plan, aunque no es asunto de este escrito, las privatizaciones puestas en marcha por la Ley Dromi fueron legítimas. Mientras se clamaba por una renovación del parque tecnológico se machacaba que los derechos de usuarios y consumidores se debían subordinar a la necesidad política de ganarse la confianza de la comunidad de negocios nacional (los grandes grupos económicos locales) e internacional (la banca acreedora y los organismos multilaterales de crédito). El achicamiento del Estado era una tendencia mundial que había que absorber con la corredera de transmisión de los organismos financieros internacionales –se sugería– y cuyo ejemplo estaba en los gobiernos de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. De esto se ocuparía Carlos Menem, ovacionado en el Congreso estadounidense a fines de 1991. El esplendor de la nueva Argentina tenía que brillar en el mecenazgo empresarial, que hacia mediados de la década ya venía con branding incluido: “A esta plaza la cuidan X (la marca) y usted”. Argentina, que de algún modo parecía haber entrado en el Primer Mundo –aunque no lo había hecho ni lo haría–, se hacía algunas ilusiones. Si hasta el Rosedal resplandecía con fondos privados (más de dos millones y medios de dólares puestos por YPF) y los cementerios de lujo ofrecían su exclusiva posmuerte personalizada, ¿por qué quejarse? Al fin y al cabo, las fundaciones no venían a suplantar al Estado, sino a colaborar con él para compensar su eterno simulacro de gestión, sobre todo en el campo de la cultura. El Fondo Nacional de las Artes, del año 1958 igual que la Fundación Di Tella, languidecía, y en una posición mendicante (sutil, es cierto) ya no era reticente a absorber capitales privados. La figura jurídica calzaba como anillo al dedo.

La pregunta real es por qué las fundaciones, en términos de los temas que “copaban agenda”, quedaban más bien del lado de las obras benéficas que del lado de la fuga de capitales, de la entrada de la producción violenta de drogas en Rosario y Mendoza como laboratorio del conurbano, del lavado de activos, de los secuestros, del sicariato, de la falsificación de títulos de toda índole y del tráfico de personas. Beatriz (más tarde Paul) Preciado no había escrito todavía Testo Yonqui ni estaba tan teorizado el capitalismo libidinal, la potentia gaudendi que tenía que suplantar el verdadero trabajo como motor de la acumulación de capital. El goce de ver y ser vistos mueve montañas, parecía redescubrirse entonces, y más todavía si se veían los rostros de esas entidades financieras cuyos movimientos, precisamente, se trataba de sustraer.

Lo que interesa en este punto es que, apenas iniciada la Revolución Productiva, los escritores e intelectuales empezaron, primero tímidamente, más tarde de forma desembozada, a aceptar, y hasta ostentar, sus vínculos con las corporaciones. No fue fácil: primero tuvieron que existir organizaciones intermedias, las de pátina académica, gestoras de fondos provenientes de programas de ayuda. Y si no eran ellas, terminarían siendo las fundaciones alimentadas con savia oscura, las agencias diplomáticas, los servicios culturales de embajadas con simpatías, como la de España o la de Francia. No hay que olvidar que fueron intereses españoles y franceses los que monopolizaron las comunicaciones telefónicas, tras haberse hecho con la flota aérea nacional. Después de todo, para esos intelectuales sólo se trataba de trabajar y no de convertirse en un terrible hijo de puta, algo nada obvio en el momento mismo en que se volaba por los aires a un pueblo entero para encubrir una maniobra de tráfico de armas.

En el año 1992 despuntaban unas cuantas fundaciones: la Konex, de historia algo turbia y que festejaba diez años en 1991; la Fundación Banco Patricios, que operaba donde estaba el Bazar Dos Mundos, en Sarmiento esquina Callao, con teatro y salones de exposición propios; también existía la Fundación El Libro (famosa por organizar la Feria de la industria editorial), y la Antorchas (más que conocida entre los intelectuales por otorgar la beca homónima). En segundo plano estaban la Fundación Noble y la Fundación Borges –la primera incansablemente promocionada en su propia prensa. Pero Banco Patricios, como se dice en criollo, fue una de la que recibió más manija mediática. Hacía un doblete oportuno: sacaba valores del semillero de artistas que era por entonces el Centro Cultural Ricardo Rojas mientras se pertrechaba de un circuito de posgrados, ganándole de mano a las universidades nacionales y a otras instituciones como FLACSO, también incierta en la circulación de capitales. Banco Patricios ofrecía maestrías en sociología, en ciencias políticas, en derecho y nuevas tecnologías y tenía una maestría estrella, la de Sociología de la Cultura, dirigida por Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano (esta última, casi legendaria por la calidad de sus profesores, sería trasvasada años después al Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), de la Universidad de San Martín, pero esa es otra historia). El Rojas, mientras tanto, abastecía al Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI), que traía capitales hispanos para promocionar a artistas fundamentalmente audiovisuales, a la Galería Ruth Benzacar y a la propia Fundación Banco Patricios. Así, un centro cultural de alta calidad pero más bien “pobretón” –dependía de la Universidad de Buenos Aires, por más glam retro que le apliquemos– funcionó como un semillero permanente de tres sólidas instituciones privadas.

Que el Estado pusiera la base de la apuesta donde después solo había que “cosechar” era algo que también se veía en la construcción del barrio de Puerto Madero, entonces en curso, en tierras fiscales sin trazado urbano, en donde el Estado, a través de la Corporación Antiguo Puerto Madero, hacía las inversiones de riesgo en tendido de agua, cloacas, electricidad y telefonía. Si fracasaba, el Estado asumía las pérdidas; si triunfaba, las empresas recaudaban las ganancias.  Y si mientras el país se transformaba los intelectuales, artistas y escritores no tenían problema en ir y venir de una fundación a otra, de una beca a otra, de un programa de ayuda a otro, esto ocurría porque hay que decir (nobleza obliga) que empezaban a cobrar ahí donde en general daban charlas de forma honoraria, a cambio sólo del reconocimiento “y de un vaso de naranjada de bidón”, como se observaba en una nota de 1993. El derrame cultural era visto como una suerte de segunda etapa dentro de la metamorfosis del país después de una primera etapa de reconversión de las estructuras económico-financieras. Esta lectura símil marxista, pero proveniente del neoliberalismo, enmascaraba, poniendo el asunto en un segundo momento, que quienes trabajaban para imponer el nuevo modelo de cooperación público privado eran ciertas élites intelectuales con vínculos con los estratos académicos y políticos, que estaban montando, como parte de “los cambios necesarios”, un proceso que no sólo alcanzaba los modos de conocer y legitimar lo que se entendía por conocimiento, sino que también permitía abrir nuevos puestos de trabajo, acoplarse a dispositivos de circulación de saberes internacionales (convenios con universidades extranjeras), acceder a distintos financiamientos (programas para el Tercer Mundo) y traer, con aval, a intelectuales locales que ya habían pasado por un proceso de formación en el exterior y que podían ponerse la cucarda de asesores. Algo parecido a lo que pasa hoy en día con la IA.

La actividad de las fundaciones empezó a reverberar en la educación. De ahí la presión sobre las universidades estatales, más tenaz en los primeros dos mil, para crear nuevos programas, mientras que, durante su presidencia, una ley de Menem ya había habilitado la creación (suspendida durante la dictadura) de veintitrés universidades privadas que pudieran contener el inminente boom de los posgrados. Si la Universidad de Bolonia había abierto un máster de Relaciones Internacionales, cuyo espaldarazo daba Umberto Eco en persona y que se cursaba en Buenos Aires y Eliseo Verón había sido “repatriado” de las torres ebúrneas de Francia y asesoraba al Grupo Clarín, ¿por qué no? FLACSO, mientras tanto, iba creciendo en cooperación con espacios estatales, con un verdadero predominio en el área clave de educación: como cuenta satíricamente el libro de Esteban Schmidt The Palermo Manifesto, existía una articulación entre la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, el Ministerio de Educación (el Estado) y esta institución privada que redundaba en la circulación de nombres, por ejemplo, el de Daniel Filmus (pero esa es otra historia).

El “concept” que vertebraba a las fundaciones era el de transferencia: de capitales y saberes, incluso cuando esos capitales succionaran saberes para su peculio. La Fundación Banco Patricios abrevaba en la academia pública y se llevaba a los mejores profesores. La transferencia pretendía recuperar lo que podía ser productivo para la sociedad pero que pasaba en el espacio “cerrado” de la educación universitaria (hoy, los curriculum online calcados de modelos de validación globales, como Sigeva, tienen un apartado bajo el nombre de “transferencia”). Transferir a la sociedad los productos del conocimiento era un modo de enunciar la ideología no tan desinteresada que anidaba en los cambios supuestamente idealistas que iban a renovar el conocimiento: la indexación de revistas y el acoplamiento de los formatos (y contenidos) a las “normas ISO” de la academia no impedían rispideces (los cultural studies no entraban ni con chaleco de fuerza, así como no caían bien los estudios coloniales y otras yerbas enfrentadas con la idiosincrasia de izquierda). También, para el caso, la Secretaría de Ciencia y Técnica de la Nación importaba fondos del Banco Interamericano de Desarrollo que constituían el 50% de lo que ofrecía la Agencia para investigaciones científicas. Pero, ¿importaban los medios o los fines? Por eso, se dejaba flotar en el aire que, sin la tan mentada transferencia, la universidad, a la sociedad, no le servía para nada. Había que trasvasar, circular, conectar. Y si entonces las fundaciones permitían “acercar” a los intelectuales y la gente, y a los artistas a su público; si les daban medios técnicos para brillar, si ofrecían espacios que por primera vez no evocaran lumpenaje, librerías de saldos, actividades a la gorra o manchas de grasa de una pizzería de la calle Corrientes, mejor. Recordemos que la gente estaba harta. De todo.

Banco Patricios entró en cesación de pagos en 1998 y arrastró con él a su Fundación. Enfrentó cargos por vaciamiento, préstamos irregulares, falsificación de balances y posible lavado de activos. Esto último no se pudo probar. Se extinguió después la Fundación Antorchas, patrocinada desde 1976 por la misma familia Bemberg que en 2006 dejó de hacer aportes. La Fundación Noble, Konex y El Libro prosiguieron con su cadencia masiva y burocrática. Adquirieron relieve otras de los noventa pero que no habían podido brillar: la del Banco Ciudad, la Fundación OSDE (1991), la Fundación YPF (1996), la Fundación Telefónica (1998) la Fundación Proa (1996), la Fundación Andreani (1995), todas en alianza con el arte, al igual que otras empresas, como Petrobrás, que articuló con el Estado su premio destinado a artistas mediante ArteBA. Más solapadamente otras, como la Fundación Foro del Sur (1994), hicieron alianzas con universidades y académicos. Otras dieron origen a museos, como hizo la Fundación Constantini con el MALBA, inaugurado en aquel flamante septiembre de 2001, cuando ya se olfateaba olor a sangre. A diez años de su apertura, y rápido para dar lustre con la iniciativa privada a su propia gestión, el ministro de Cultura del gobierno porteño, Hernán Lombardi, se había ocupado de aceitar y explicitar los vínculos estatales para que el MALBA fuera la posta preferida de la Noche de los Museos, un hito del programa Milla Museos, y para que fuera también sede del Bafici y del Filba, que bajo la dirección de la familia Braun Menéndez también se constituyó como fundación en 2009. Llegarían otras, como Medifé en 2010. Pero respecto del MALBA, había logrado lo impensable: era “prestigioso y fashionable”, tenía un auditorio digno, una sala de cine y, sobre todo, aire acondicionado y baños que se parecían a los de los shoppings. Nunca se había visto algo semejante en la cultura.

Las alianzas de las fundaciones con un Estado que resurgía después de los cimbronazos del 2001 se sucedieron de forma poderosa. Con mucha tenacidad, empresas y bancos se pusieron a “bancar” actividades culturales a través de programas específicos. El programa cultural del Banco Galicia organizó charlas en los dos mil en la Biblioteca Nacional. El cachet para los participantes era alto. ¿Estaba mal que una de las bancas privadas más poderosas de Argentina, y una de las que más se benefició con la crisis de 2001 engrosando las arcas de sus directivos, se redimiera financiando charlas en las que, de lo que se trataba indirectamente, era de demostrar por qué los argentinos pensábamos tan bien en condiciones paupérrimas? ¿Por qué los argentinos éramos tan buenos en el exterior y hacíamos cosas de tanta calidad atando todo con alambre, y sin embargo siempre nos cagan tanto? En el mismo momento en que en términos de políticas públicas se fomentaba el cine a través del INCAA, se abría el Centro Cultural Kirchner (primero “del Bicentenario”, 2010) y Tecnópolis (2011), las fundaciones resistieron con una agenda más corporativa. Hubo un debate por la Ley de Mecenazgo Cultural, aprobada en 2008 y que permitía a las empresas insuflar fondos directamente a la cultura. ¿Pero para qué era tan necesario si el Estado estaba en alza y los fondos para cultura ahora sí circulaban? Entidades estatales que abrevaban directamente de las arcas públicas para solventar cultura no dejaron de ser provistas de recursos de fundaciones, dejando la sospecha fundada de que el apoyo monetario y la distribución de premios y diplomas era más bien la justificación del cumplimiento de una agenda impuesta. No sabemos bien qué hubo a cambio. Lo sospechamos, y no necesariamente del lado de los “intelectuales” contratados, sino de los operadores culturales, que son parte de la cadena de intermediarios que, como en todo rubro, se queda con el bulto, no con el vuelto.

En todo caso, estos personajes invisibles demuestran que la lógica imperante en los negocios de la cultura no es muy distinta a la de los fabricantes de chorizos. Pero eso ya fue dicho en muchos lados, y por eso nada de esto importa en sí mismo en términos de negocios, a menos que uno quiera revolver los antiguos arcones de la cultura y extraer nombres que, cambiando, son los mismos. Interesa mostrar, en cambio, que muchas fundaciones se adosaron parasitariamente a las estructuras del Estado. Y también que en adelante hubo un segmento intelectual que las promocionó, o que se puso al servicio de los intereses que las fundaciones expresaban, aunque lo realmente sorprendente fue la aparición de una capa formada por prenseros, gestores, redactores de newsletters, y más recientemente influencers y hasta streamers, que empezaron a confundir su actividad subsidiaria de una creación cualquiera con obras de arte en sí. Era de esperar: en los noventa, también los curadores y los DJ’s habían subido al podio del estrellato hasta opacar a los artistas que curaban y a los músicos que ensamblaban.

Si en la década del noventa el intelectual justificó la posición de retaguardia apelando al carácter autónomo de su tarea, el nuevo adiestramiento que le ofreció la aparición de fundaciones lo exculpó de recibir fondos en la década siguiente. Lo único que muchas producciones culturales hicieron, a diferencia de los noventa, fue no hacer ostentación de sus fuentes de financiamiento para ocultarlas una década después. En la medida en que el intelectual aceptó los criterios de evaluación internacionales, pero a la vez se acopló a una agenda temática en la que el Tercer Mundo era un tema exportable que eyectaba a sus portadores directamente a las sillas de conferencistas en Harvard (con asuntos como los estudios sobre la memoria, las innovaciones de los clubes del trueque, la vida en las villas o las mamás luchonas), un segmento importante de quienes se suponía que pensaban dejó de lado lo que se podía pensar realmente para dedicarse a lo que, real y terrestremente, convenía pensar. La pátina progresista de algunos de estos productos financiados desde el exterior, sumada a su alianza espuria con las estructuras estatales, impidió que se los discutiera o que se los impugnara por ser lisa y llanamente un nuevo tipo de caja, porque tenían el tono justo de oportunismo y corrección. En ese marco, y como síntoma, supo proliferar, en una miríada de iniciativas híbridas, el calificativo de “independiente” –medios, editoriales, ferias, festivales. El problema no es que esas iniciativas existieran, sino que todo esto, archisabido, por otra parte, circula en comentarios off de record. Que para hacer cosas haga falta moneda contante y sonante no es una conclusión muy sagaz; que no haya jamás una pregunta pública al respecto es más sorprendente. Hace pocos meses, la embajada de los Estados Unidos organizó un encuentro de escritores que, traducido en porteño, era más bien un ágape de operadores culturales. Hace menos semanas todavía, la revista Anfibia, adalid del periodismo independiente, blanqueaba más o menos voluntariamente una parte de su financiamiento a través de la agencia de propaganda estadounidense USAID.

En todo caso, las fundaciones quisieron adosarse al Estado: había una idea de cultura y había una idea de Estado. Aunque las cosas pueden enrarecerse todavía más: lo demuestra la aparición de fundaciones que dan “batallas culturales” y pretenden promover supuestos valores históricos de la cultura argentina (como la Fundación Faro) pero que segregan como subproducto un know how financiero y especulativo que hace del Estado su enemigo. Entonces nuestra última pregunta es si estos empresarios de la logística, de las transacciones financieras, de las criptomonedas y de lo más oscuro del capitalismo financiero que sacan cosas a los otros, así sea valiéndose de su ingenuidad, como en el caso $LIBRA, son muy diferentes, por más traje que porten, de cualquier pibe chorro que embosca a otro llevándolo a un territorio que no conoce. Se verá. Mientras tanto, todo esto permite vislumbrar el cañamazo ideológico de ciertos cambios que todavía nos afectan no sólo bajo la forma de un resabio de los noventa, sino también bajo la forma de la supuesta novedad de los dos mil, y nos permite entrever la vigencia de un lema constante: “dime quién te paga y te diré quién eres”.

Disclaimer. Contenido libre de financiación del Departamento de Estado.
Escribe: Margarita Martinez
13 Mar. 2025
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