La casa de torturas del lenguaje digital fue cruel con Chachi Telesco. Pero la suya es una historia de retorno, redención y resiliencia, incluso si a esta última palabra se le concede el oscuro matiz ideológico en el que Diego Fusaro encuentra incontestables huellas de sometimiento (la “reconciliación” ante una realidad a la que se prefiere “aceptar” en lugar que cambiar, etcétera) incompatibles con un auténtico autoconocimiento. Aunque, al fin y al cabo, ¿quién puede conocerse a sí mismo hasta ecualizar a la perfección sus circunstancias con las del mundo? En tal caso, la gran disonancia en la armonía existencial de Chachi fue la penosa filtración al público de un “video hot”, “sexual” o “íntimo”, según las cambiantes taxonomías de cada época, en 2007. Este acontecimiento, sin embargo, más adelante, le permitiría a Chachi, al igual que a muchos otros cercenados del orden social, recuperar de entre las ruinas del pasado mucho de su potencial perdido, es decir, muchas de las posibilidades que aquel mismo pasado había sofocado, pero ahora para que, al fin, se proyectaran como fuerzas vivas de un futuro.
Las sutilezas taxonómicas alrededor de aquel video son significativas porque, a diferencia de lo que hoy pasa espontánea o planificadamente, no podría decirse que se haya “viralizado”, sencillamente porque las condiciones técnicas para “viralizar” eran inexistentes en la primera década del siglo XXI. Si tu conciencia adulta (o tu experiencia técnica, da igual) se constituyó después de esos años, entonces hablamos de una época en que las grabaciones domésticas se hacían con unas precarias cámaras digitales (que los smartphones extinguieron) o con teléfonos cuya primitiva calidad lo teñía todo con una lluvia amorfa e irritante de píxeles. Las redes sociales eran pocas y marginales (Facebook apenas existía en inglés), y todavía faltaba media docena de años para la aparición de WhatsApp y la expansión de la infraestructura necesaria para la masificación de la fibra óptica. Dicho esto, el video “íntimo” de Chachi significa muy poco en la hipotética historia de la pornografía argentina (asunto para dejar en las manos pringosas de los perversos que necesitan un marco teórico para masturbarse), aunque tal vez sí resulte curioso por las particularidades del período tecnológico en el que se hizo público.
Volvamos al año 2007. Para descargar archivos superiores a un par de megas o transferirlos de un dispositivo a otro, era necesario usar cables, discos externos, CD-ROMs o, entre determinados sibaritas, un pendrive USB. No había ninguna “nube” ni otras instancias semejantes en las que los archivos experimentaran un estado de suspensión virtual en su camino de un soporte físico a otro, por lo que un video privado solo llegaba a internet (o a lo que se consideraba internet, que era algo más dinámico y salvaje que las tres o cuatro redes sociales y la casilla de correo que hoy designa esa palabra) si alguien se proponía hacerlo directa e inequívocamente para dañar. Eso fue lo que le pasó a Pamela Anderson en 1995 y también a Chachi Telesco en 2007, con el detalle de que en su caso el traidor fue nada menos que uno de sus primos, que aprovechó el acceso circunstancial a la información de su computadora para vender copias del video “íntimo” a sus amigos.
Al margen de la anécdota, lo que también pasó fue que estos fenómenos tecnológicos capaces de cosificar y mecanizar los últimos recintos de la intimidad bajo la forma de un espectáculo eran, en sí mismos, otra prodigiosa novedad cultural cuyo sentido no estaba aún consensuado en la sociedad argentina. Así que, por una y otra cosa, la Corporación Disney, que en 2007 empleaba a Chachi como actriz en el reality High School Musical y conocía el complicado negocio de sexualizar o castrar a conveniencia a sus estrellas infantojuveniles, aprovechó la inexistencia de las políticas empresarias en favor de las víctimas de la “violencia digital” y la expulsó hacia la sombra y el silencio. Esta fue la primera sesión de torturas para Chachi Telesco en la casa del lenguaje digital. Y fue particularmente dura porque, además de la exposición de su intimidad sexual y la destrucción de su promisorio trabajo para la Corporación Disney, a sus 21 años Chachi fue empujada al abismo incoherente de nuestro orden sociosimbólico y al delicado hiato entre el lugar siempre vacío de la fama y el agente real que ocupa esa fama. Como algunos suspicaces lacanianos podrán notar, ya nos acercamos al problema de la democracia, sus imperfecciones y sus vicios.
“Baneada”, como podría haberse dicho en aquellos tiempos, de los grandes circuitos mediático-artísticos analógicos, que en 2007 eran los únicos existentes, Chachi fue despojada de su aura de joven promesa televisiva Categoría PG y encapsulada como fantasía condicionada Categoría Adults Only, lo cual la obligó a reconstituir enteramente lo que los griegos antiguos llamaban con una palabra que significaba “máscara” y que etimológicamente derivó en lo que llamamos “persona”, mientras denunciaba a Google (y Yahoo, ya extinguido) para que eliminara el video de los resultados de búsqueda. Por otra parte, lejos de las grandes oleadas de “concientización feminista”, “deconstrucción”, “sororidad” o “empatía”, entre las esquelas neoliberales que se implantarían recién diez años después en nuestras conciencias cívicas para licuar los conflictos de clase, de este trauma se burlaron con particular encono (o envidia) las otras mujeres del medio.
Chachi recordaría, en particular, el “bullying machista” en forma de parodia de Maju Lozano, una promisoria aspirante a humorista “fresca” y “canchera” de la televisión de la época (hoy con certificado de autista y un magro programa de cocina para adultos mayores con horario cambiante). Pero al margen de estos detalles, la auténtica paradoja es que mientras Chachi comenzaba a recorrer el pantano digital de los “bullyiados” y los marginados al que la habían exiliado, la misma evolución tecnológica capaz de producir una nueva y amplia serie de proscritos comenzó también a proporcionarles, de a poco, los medios para su retorno triunfal al tejido social. Facebook, Twitter, YouTube, Instagram e incluso Only Fans, entre otros, fueron así los canales preferenciales del retorno a una experiencia democrática primordial que, como ahora sabemos muy bien, haría temblar todos los procedimientos democráticos institucionalizados osificados. En ese mismo salvaje pantano digital en el que germinaron varios de los grandes personajes de la vida pública y política actual (Javier Milei, Manuel Adorni, Lilia Lemoine y un largo etcétera que se ramifica en exóticos líderes de opinión, comunicadores o simpáticos ideólogos), también Chachi Telesco hubo de rehacer su vida y construir a sus nuevos seguidores. Para ella, la fórmula de la salvación fue un mix virtuoso de instructorado de yoga, espiritualidad y comida sana para compartir y rentabilizar. Aunque no sería lo único, ni tampoco sería tan simple.
Pero antes de analizar los pormenores de la resiliencia de Chachi, la segunda gran sesión de torturas en la casa del lenguaje digital es precisamente la que, al depositarnos a fuerza de mera realidad en un escenario dominado por quienes volvieron de ese pantano, nos somete al dilema entre cómo institucionalizar el renovado shock de igualitarismo democrático movilizado por el mileísmo (cuya ontología política explica Hernán Vanoli en otro segmento de Dólar Barato) y cómo impedir que una democracia institucionalizada y osificada engulla a ese renovado shock y lo neutralice mediante el tipo de procedimientos perversamente regulados y cínicos que, en primer lugar, le dieron su origen, and so on. Por supuesto, este es el gran drama neurótico de la democracia argentina. Y para explicarlo tal vez haya que recurrir a lo que, durante los mismos años en que Chachi Telesco iniciaba sus batallas, mis amigos kirchneristas defendían con la suspicaz categoría de “populismo”, incluso si tienden a encontrar en los excesos de la democracia igualitaria que antes llamaban “razón populista” lo que, veinte años después, temen como un terror revolucionario democrático.
Al mezclar al nostálgico Ernesto Laclau con el inquietante Alan Moore podríamos ir incluso más allá y decir que el producto sociosimbólico emergente de aquel pantano digital fue una Cosa (del pantano) que logró expresar a un populismo que nunca es necesariamente un movimiento político específico (de naturaleza libertaria, dirían mis alegres amigos de derecha, o de naturaleza fascista, dirían mis extraviados amigos de izquierda), sino lo político en estado puro: la inflexión del espacio social que puede afectar a todo contenido político. Esta, por supuesto, es la premisa que desquicia tanto a mis amigos peronistas como a mis amigos globalistas: el nuevo populismo en vigencia, como todo populismo, surge de una serie de exigencias muy particulares (bajar la inflación, controlar el dólar y arrastrar a toda “casta” por el filo de la motosierra, donde “casta” es el famoso “significante vacío”, etcétera) que se encadena con una serie de equivalencias (las necesidades de las “personas de bien”, etcétera) y de ese encadenamiento surge el “pueblo” como sujeto político universal.
Lo demás es una conocida lucha por la “hegemonía” entre “nosotros” (el pueblo, los amantes de la libertad) y “ellos” (la casta, los ensobrados, la ideología de género, la batalla cultural, el Grupo Clarín, etcétera), donde la antigua lucha de clases, a su vez, se disuelve en una matriz trascendental neutral plagada de diversas luchas contingentes, matriz cuyo frenesí en ocasiones se articula de manera silvestre bajo la bella imagen populista del Imperio Argentino (como observa Mariano Canal en otro rincón de Dólar Barato). Por supuesto, esta hipótesis, sus preceptos teóricos y su compleja formulación es, en sí misma, la tercera sesión de torturas en la casa del lenguaje digital, y aunque Carlos Pagni ya haya llamado antes al gobierno “anarco-populismo”, el problema es que donde mis amigos mileístas ven un torturante agravio vinculado al Antiguo Régimen K, en realidad deberían ver un halago casi emancipador (de igual manera que, a la inversa, mis amigos peronistas deberían encontrar una potencia inesperada cuando Diego Vecino describe al mileísmo como “el peronismo realmente existente”). De cualquier modo, ¿acaso el fundamento de todo esto no estuvo ahí, entre los detritos, los “bullyiados”, los involuntarios parias que vagaron cercenados en el pantano digital del orden previo? Los intrusos que corrompían el pasado hoy regresan como anfitriones del presente, eso es todo.
Sin necesidad de las momias con tutú de la Fundación Faro, por lo tanto, ahora sí se entiende mejor por qué el hiato traumático entre el lugar siempre vacío de la fama y el agente real que la ocupa, tal como le tocó conocerlo a Chachi Telesco cuando se la redujo a una outsider, es de una naturaleza ideológica semejante al hiato entre el lugar siempre vacío del poder democrático y el agente real que ocupa ese poder, tal como lo conocieron, también como outsiders, quienes hoy lo controlan. Unos y otros, en síntesis, pertenecen a esa común legión de amigos que, en palabras de un refinado narrador francés, brotan “dondequiera que haya rebaños de árboles heridos pero que no se dejan vencer, y que se agrupan para implorar juntos, con patética obstinación, a un cielo inclemente que no se compadece de ellos”. A partir de acá, las diferencias entre unos y otros son muchas, sobre todo estéticas, pero también morales, y eso no significa que unos sean siempre buenos y otros siempre malos.
Una de las conclusiones a extraer de las grandes páginas de Sigmund Freud es que ninguna autorreconciliación completa es posible para ningún sujeto constituido por la casa de torturas del lenguaje (ni para sus formas sociales), por lo que también entre quienes pusieron a prueba su resiliencia en el pantano digital existe la tensión irresoluble entre lo que se ha sido, se es y se desea ser, una tensión permeable a los más incontrolables “plus de goce”, como dirían mis amigas psicoanalistas. En el caso de Chachi, hay que mirar su autorrepresentación cotidiana en Instagram para percibir que, aun si jamás niega ni esconde entre saludos al Sol, mantras o vegetales cocinados al vapor la fuerza de su belleza femenina ni su sensualidad, sí manifiesta una tendencia bastante compulsiva a transgredir las normas de lo que Instagram llama “control de contenido delicado”.
Hablamos de algún circunstancial aunque recurrente desnudo frontal mientras hace posiciones de yoga o baila, o del calculado desliz accidental de los pezones mientras muestra en la ducha o en la cama de su casa alguna mascarilla humectante, entre otras argucias exhibicionistas que, aún si se invisten de manera consciente como un rasgo inalienable de su libertad desinhibida y en armonía con la naturaleza, etcétera, de manera inconsciente parecen devolverla a ella (y a sus seguidores) a aquel núcleo traumático primigenio del “video hot” en internet que cambió su vida y que quiere (pero no quiere) dejar atrás. Si son estos instantes de desborde los que en verdad sobredeterminan al resto de los contenidos, y si son, además, los únicos contenidos que le recuerdan a Chachi (y al resto de nosotros, por mucho que se ofendan los mecanismos represivos de Instagram) que la sexualidad no pertenece al dominio de las satisfacciones instintivas reguladas, no vamos a analizarlo ahora, aunque yo apostaría a que sí. Una aclaración pertinente es que tarde o temprano, como histéricos, neuróticos o perversos, todos hemos de someternos al mismo bucle traumático existencial porque todos estamos encerrados en la misma casa de torturas del lenguaje. Y otra es que Chachi Telesco, en un incandescente point de capiton entre lo biográfico y lo político, logró contrarrestar la terrible supresión que su identidad sufrió en el pasado mediante la sanción de la “Ley Chachi Telesco”, que desde 2024 en la provincia de Santa Fe (donde ella nació) previene, investiga y sanciona la violencia digital y mediática y repara a sus víctimas.
Respecto a los deslices inconscientes de otros emergentes del pantano digital, en cambio, es obvio que podríamos hablar de @Mialygosa y de cómo la diputada Lilia Lemoine vive a través de este hipotético alter ego secreto en Twitter (una extensión digital actualizada de su pasión analógica por los juegos de máscaras de los cosplayers) una vida más afín a todo lo que es verdadero en ella que la que puede ofrecerle la democracia actual. Por el bien del Imperio Argentino, esperamos que la batalla por la “hegemonía” pronto habilite a muchos más a vivir en mejores condiciones que las contingentes y formalizadas que tanto se descascaran. Sobre Javier Milei, para terminar, podría mencionarse junto a su traumática necesidad de presentarse como un insuperable as de la economía el asuntito de la criptoestafa de $LIBRA, pero creo que mi punto sobre la imposible sutura de las heridas narcisistas de cualquier sujeto encerrado en la casa de torturas del lenguaje digital ya ha sido demostrado y que, como escribió el mismo novelista francés citado más atrás, “los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida, no las pueden matar”.
Solo voy a dejar, eso sí, una refinada y sutil insinuación sobre estos equívocos tortuosos pero muy reveladores a partir de un divertido chiste esloveno de Slavoj Žižek: “Un chico tiene que escribir una redacción corta con el título Madre hay una sola, de la que se espera que ilustre, mediante una experiencia personal, el amor que lo liga a su madre. Esto es lo que escribe: ‘Un día volví a casa antes de lo esperado, porque el profesor estaba enfermo. Busqué a mi madre y la encontré desnuda en la cama con otro hombre que no era mi padre. Mi madre, enojada, me gritó: “¿Qué mirás, idiota? ¿Por qué no vas a la heladera y nos traés dos cervezas frías?”. Corrí a la cocina, abrí la heladera, miré adentro y grité: ´¡Madre, hay una sola!´”.
Imagen fuente: @Macbaconai