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EL PROGRESISMO DEBE SER DESTRUIDO

08 Jul. 2025
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SI QUEREMOS QUE LA NACIÓN VIVA

El pasado mes de abril publicamos en la revista Primero Argentina un artículo titulado “La batalla cultural también es económica y geopolítica”, que consistió en explicitar las contorsiones políticas y conceptuales que los argumentos economicistas burdos suponen por parte de la oposición al gobierno de Milei. Allí anticipamos ciertas hipótesis acerca de la naturaleza económica y geopolítica de la variopinta agenda “cultural” del progresismo, yendo a contramano del tratamiento que usualmente se le da. Lo hicimos con el objetivo de señalar el sentido convergente de esta con muchos de los principales problemas que afectan a nuestra nación. Vamos a retomar a continuación lo medular de aquel artículo desarrollando mejor su contexto de enunciación político, en términos estrictamente conceptuales. Esto concluirá con la propuesta de una nueva “cartografía” política, orientada por el interés nacional, que no escinde lo económico de lo cultural en abstracto y que pretende ir más allá de otras buenas cartografías, pero de espíritu descriptivo, como la propuesta por Mario Russo.

Naturaleza ideológica de la agenda economicista, descripción provisional del argumento economicista burdo

Retomando algo planteado por Julio Burdman en La agenda anti woke es real, partiremos de la crítica de “los análisis políticos que subestiman el papel que la agenda anti woke juega en la Argentina”. Especialmente, los que la consideran “un discurso importado de los EE.UU.” cuya irrealidad estaría tapando “una agenda real, material, del changuito del supermercado”. Burdman señaló ya los hechos que demuestran insostenibles esos análisis desde el punto de vista de la representación político-electoral, la geografía cultural del país y los efectos realísimos del punitivismo feminista. Al respecto no cabe más que recomendar su lectura. Pero para caracterizar conceptualmente estos análisis, diremos aquí que son expresión de un economicismo burdo

Lo primero a notar es que, pese a sus ropajes de inocencia y sencillez, este economicismo burdo no constituye un fenómeno natural, ni es mero reflejo de unas condiciones materiales objetivas. Es el fruto de una ideología determinada e incluso, más de fondo, de la cosmovisión hegemónica en Occidente, que considera que “la economía es destino”, o sea, la dimensión fundamental de la existencia, siendo todo lo demás materia opinable pero asunto privado o de carácter secundario. 

Lo llamamos burdo porque se hace pasar por mero sentido común y porque, pese a ser ciertamente efectivo por su fácil replicabilidad, no es del todo consciente de sí. No es consciente, por ejemplo, de éste, su materialismo, que opera suponiendo el divorcio de lo material y lo discursivo como premisa filosófico-política.

Más operativamente, el economicismo burdo podría definirse como un discurso cínico o hipócrita en tanto reduce lo espiritual, lo político y lo cultural, a lo económico, al mero interés particular. Pero resulta que él mismo es un discurso, un cierto contenido político y cultural más, aunque lo oculte. ¿Entonces? Se vende como “conciencia”, es decir, como un nivel de saber directo e inmediato acerca de la realidad, desde donde lanza su apelación moralista al “compromiso” de la “mayoría burlada” por los discursos que la alejan del reconocimiento de su propio interés material. La similitud con los conceptos de ideología, falsa conciencia y de alienación, propios del marxismo ortodoxo, son bastante evidentes, al tratarse de una de las formas más extendidas de economicismo.

Progresismo y globalismo: “desarrollo” y “derechos”

Para comprender acabadamente cómo opera este argumento hay que situarlo en el campo político al que le es funcional y exponer su lógica interna. Fácticamente, vemos que la mayor parte de la oposición a Milei elige confrontar separando lo económico de las temáticas culturales. Esta separación dista de ser algo banal u ocasional, y responde precisamente a la estructuración de la política occidental, a lo que aquí llamaremos su “división del trabajo”, desde fines de la Segunda Guerra Mundial. 

Si lo que ha caracterizado a esta última es el eclipse del “viejo” paradigma de la soberanía, entonces bien podríamos entenderla retrospectivamente desde el moderno concepto de “globalismo”, al que se lo ha definido como la transferencia de soberanía desde instancias representativas nacionales a instancias no representativas internacionales. Más concretamente, su operatoria supone una exigencia de despolitización a dos bandas (pues todavía entendemos a la soberanía como un atributo propio del poder político). Por un lado, se despolitizan las políticas públicas bajo el modelo de la “gobernanza global”, especialmente en materia económica, pero no únicamente, imponiéndose las recomendaciones de los tecnócratas formados por los organismos multilaterales y las fundaciones que amplifican su visión del mundo. Por el otro se despolitiza la comunidad bajo el modelo de la lucha por la “ampliación de derechos”, demandando transversalidad en la resolución de las nuevas problemáticas “globales” en materia de género, climática, de derechos humanos en sentido amplio, pero especialmente enfocados en “minorías vulnerables” o imponiendo el respeto a la autopercepción de los individuos por más delirante que fuera. De tal forma, toman protagonismo, en lugar de los movimientos y partidos políticos nacionales, los organismos multilaterales, las organizaciones no gubernamentales, asociaciones civiles y demás instancias de la “sociedad civil” que operan “desde abajo” y para-estatalmente, al margen o por encima de las fronteras políticas y las instituciones nacionales. 

Cada una de estas estrategias discursivas tiene su respectiva aura: la primera goza del aura del saber presuntamente científico-técnico, de la ciencia económica, que se presenta como indiscutible y al margen de las disputas políticas y de valores, como un dato duro de la realidad; la segunda goza del aura moral y el aparente desinterés que le va de suyo representando la voz de los que no tienen voz (el planeta, los animales, las minorías étnicas, de género, las distintas “subjetividades” víctimas de opresión, etc.).

Para relacionar entonces los supuestos del economicismo burdo de nuestro establishment con el fenómeno más amplio del globalismo occidental hay que decir que proviene, en lo económico, del desarrollismo configurado por empleados de organismos multilaterales (Raúl Prebisch, Aldo Ferrer) y algunos cuadros vinculados al Partido Comunista y al pensamiento de izquierda a lo largo del siglo XX (Rogelio Julio Frigerio). Es de resaltar cómo este pensamiento económico funcionó de auxiliar técnico de gobiernos tan disímiles como los militares, los radicales e incluso de los peronistas tras el retorno de la democracia. Pero al tratarse de un abordaje tecnocrático, naturalmente su expresión política más pura acabará siendo la third way socialdemócrata liberal, síntesis centrista elaborada hacia los años 80 y 90 en la estela de la propuesta de Anthony Giddens para la renovación de la izquierda europea, y materializada de forma completa y “pura” en nuestro país por el Frepaso (con sus precedentes y secuelas respectivas en el alfonsinismo y en el kirchnerismo).

Su hilo conductor es el concepto mismo de “desarrollo”, que nace como un intento de introducir en el criterio económico clásico valoraciones de otro orden. Por lo general, valoraciones de apariencia moral pero de esencia política. Es decir, en la idea misma de “desarrollo económico” está supuesto que el crecimiento económico no es justo y que es necesario moderarlo, dirigirlo o encauzarlo a fin de que lo sea. ¿Cómo hacerlo? Con un “Estado presente” que subsane las injusticias. Por ello sería un error considerarlo tan sólo una teoría económica, porque en realidad forma parte de una determinada posición política, cultural y moral que acabará entroncando y confundiéndose con la ideología globalista que daría forma a las instituciones multilaterales primero y, posteriormente a la caída de la Unión Soviética, al consenso político e ideológico centrista que acabó predominando, en los hechos más que en los discursos, en los últimos cuarenta años. 

Lo importante para este marco teórico es que los países “subdesarrollados” se desarrollen con “ayuda” de los ya mentados organismos, del capital extranjero y de asociaciones de la sociedad civil, con un fuerte rol del Estado, pero subordinado a los lineamientos presuntamente “objetivos” y “universales” que demandan tal tarea. En efecto, la asistencia técnica y los paquetes de ayuda internacional de los organismos multilaterales fueron la primera forma de condicionamiento de la soberanía de las naciones al incidir en la asignación de prioridades de las políticas públicas “desde fuera” del Estado, pero necesariamente canalizados a través suyo. 

Al mismo tiempo, se formó generosamente a través de becas e incentivos de todo tipo una clase dirigente de tipo “gerencial” y tecnocrática, cuyo horizonte político se limitó a aplicar dichas recetas de “gobernanza global” sin contaminar la aplicación de las mismas librando conflictos de índole política o cultural que generen interferencias con ella. Las habituales demandas de diálogo y consenso en torno a políticas de Estado, bajo la inspiración de la Alemania de posguerra o de los Pactos de la Moncloa, por ejemplo, se explican por ello. Políticamente forma un horizonte ideológico en el que se conciertan por turnos, hasta acabar prácticamente confluyendo, la democracia cristiana y la socialdemocracia, e incluso los residuos domesticados de la Tercera Posición y el nacional-catolicismo. 

La aplicación política “a posteriori” de la agenda woke como resultado de una previa fabricación de “consenso” en la “sociedad civil”

Situémonos ahora en la mentalidad tecnocrática de estas élites desarrollistas formadas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX pero que terminarían de pasar a primer plano hacia los años noventa. Ellos creen que están en control de la situación política, aplicando las medidas que les son exigidas y garantizando personalmente los consensos necesarios. Y es obvio que no fue hasta que los “espontáneos y desinteresados” pedidos de la “sociedad civil” y los organismos internacionales lo exigieron que tomaron como propia la agenda woke. Hasta entonces siempre fue vista por el poder político mainstream como algo secundario, a tener en cuenta como cualquier reclamo de la sociedad civil, pero no como un mandato a ser impuesto en forma compulsiva por razones morales y de salud mental relativa, como acabó siendo. Pero incluso cuando fue así, y la clase política profesional sirvió como vehículo político de la agenda woke, las características que podríamos adjudicar estrictamente a esta última se presentan enmascaradas como sólo algunos de los puntos de unos “objetivos del desarrollo” mucho más amplios. Algo que puede verse claramente cuando uno se toma el trabajo de estudiar la así llamada “Agenda 2030” y se encuentra con generalidades de apariencia inofensiva a las que ningún mortal podría oponerse, como la intención de que todos tengan acceso al agua potable.

Es decir, por lo general el progresismo más radicalizado no formó explícitamente parte del consenso de mínima de los objetivos desarrollistas de la casta hasta muy recientemente. Pero no hay que perder de vista que siempre que cumplió algún objetivo suyo lo hizo a través de la correa de transmisión de la clase política social-demócrata liberal y al margen de sus aparentes grietas (siendo evidente la continuidad existente entre el kirchnerismo y el PRO en este asunto). Sin embargo, rara vez fue lo woke, por sí mismo y explícitamente, el centro de los discursos políticos del establishment. Su viabilidad partió de los criterios desarrollistas, generalmente hablando, y de la legitimidad de antaño que le aportaron los partidos políticos “de mayorías” que la impulsaron, junto a los grandes medios de comunicación y de entretenimiento, dado que a estas temáticas antes sólo las defendían e impulsaban con fervor y explicitud las partes interesadas: las minorías. 

Es importante entender la lógica del asunto: durante mucho tiempo la lucha por la agenda woke estuvo tercerizada en medios alternativos, ONGs y asociaciones civiles de distinto tipo con fuerte financiamiento privado y estatal, en gran medida extranjero. Fue sólo en los últimos años que esta agenda recibió un impulso radical y ciertamente totalitario desde la casta política de espíritu desarrollista, pero no hay que olvidar el trabajo de preparación de décadas que realizaron las pymes de USAID y Open Society, que lidiaban con un equilibrio político-cultural mucho más adverso. Al ser impulsadas por “la sociedad civil”, la política nunca tuvo que hacerse cargo de estas temáticas completamente, sino tan sólo “atenderlas” elevando sus reclamos a los puntos mínimos del consenso y del diálogo político, de modo que su imposición pareciera un poco más “natural”, “moderada” o “debatida” y que siempre hubiera un tercero a quien adjudicar los “excesos indeseados” en ellas. No queremos decir con esto que se trate de una conspiración activa por parte de todos los involucrados, pero evidentemente existió una planificación y un trabajo gradual de “batalla cultural” (¿o hay que decir “guerra híbrida”?) que se hizo pasar por espontáneo y que logró luego anudarse políticamente en el establishment occidental gracias a intereses compartidos y mutuas dependencias de tipo electoral y monetario entre los “nuevos sujetos políticos”, no partidarios ni estatales, y la vieja clase política desarrollista, (a)premiados todos por sus generosos financistas, a veces comunes, y por un nuevo loteo del Estado y sus recursos, ampliado y compartido para atender “las necesidades de todos” (ellos). Con lo que terminaron por articularse en la forma de secretarías y ministerios, organismos de capacitación en su agenda, que se volvió ley conculcar, líneas de ayuda, etc.

¿Por qué no debería sorprendernos el giro “conservador” del progresismo?

Subrayamos todo esto porque siendo evidente un reflujo en el prestigio de la agenda progresista woke, a la clase política globalista que la implementó le resulta natural hacer de cuenta como si nada hubiera pasado. Y lo hace simplemente volviendo al seteo o versión anterior del mismo “programa”. Aunque parezca algo nuevo han vuelto a sus viejas consignas: “la prioridad es el desarrollo económico y atender la desigualdad de las mayorías necesitadas”. En nuestro país, tras haber logrado consolidar por completo el corpus legal woke durante los gobiernos de Cristina Fernández, Mauricio Macri y Alberto Fernández, ahora les alcanza con que éste “sea respetado”. El centro liberal-progresista vive ciertamente un momento conservador, precisamente porque ya implementó su agenda y busca sólo impedir que se desmantele, pero también porque escasea el rico financiamiento de otras épocas (aunque aún no desapareció el privado y el extranjero) y, por último, porque apuestan a mostrarse “nacionalistas” o acomodarse cosméticamente a la nueva hegemonía cultural conservadora. Por eso hoy tantos se dan el lujo de hasta colgarse una cruz y pasar por “antiprogresistas” preocupados únicamente por hablar de “producción y trabajo”. Sin embargo, el síntoma aparece cuando no se pliegan a la agenda anti woke y, en muchos casos, la combaten. ¿Por qué lo hacen? Precisamente porque defienden la vigencia de las políticas progresistas. No nos dejemos engañar. El que no está con la agenda anti woke, nos guste o no quien la impulse, es porque forma parte de la “división del trabajo” política del globalismo, lo quiera aceptar o no. Pronto explicaremos bien por qué.

Pero la discusión que tiene el ala economicista con el ala woke del progresismo consiste únicamente en si no habría que priorizar el factor económico, el del trabajo, antes que los derechos de las minorías o los derechos humanos, o si acaso no deberían ir de la mano, sin que se caiga en un “exceso” de agenda “cultural”. Se trata de un problema de intensidad y no de contenido político y cultural de fondo. Incluso aquellos que desconsideran absolutamente el eje (supuestamente) “cultural” de la discusión, rehusándose a darle tratamiento explícito, lo validan tácitamente (por omisión). Bajarle el volumen a algo no es ni apagarlo ni contradecirlo. Éste es un comportamiento lógico en quienes apuntan políticamente a conducir el espacio progresista y, por tanto, no está en sus planes chocar abiertamente con el ala militante woke de su espacio político, sino ganársela. 

Dicho esto, lo que nos interesa subrayar aquí es que la premisa fundamental en el tratamiento político de la agenda progresista woke por parte de la clase política globalista es tomarla como parte de toda una serie de discusiones “extra-económicas” que sólo son de relevancia política en un sentido derivado y en tanto configuran temas de interés para la sociedad civil y unas minorías cuyas principales urgencias de conjunto hoy serían también las de carácter económico. De hecho, y aunque sea evidente en principio, toda su estrategia política depende de esa premisa. Pero, como vimos al caracterizar esta posición, esta aparente toma de distancia (la neutralidad valorativa del liberalismo cultural, propio del economicismo desarrollista) es lo que precisamente habilitó el avance de la agenda woke en “la sociedad civil”, para una vez llegado el momento de su madurez, aplicar en forma totalitaria sus líneas directrices. Por supuesto, una vez aplicada, nos dicen que en realidad ya no tiene sentido discutir ni hablar sobre el tema y que hay que ocuparse de otra cosa más urgente. Lo que une a la agenda desarrollista con el progresismo woke es una interdependencia de carácter complementario donde los protagonistas no son únicamente los partidos políticos sino toda una serie de “organizaciones de la sociedad civil” financiadas mayormente desde el extranjero. Expresado conceptualmente, el Partido del Estado globalista está compuesto por dos alas de un mismo espectro unidas por la misión salvífica de “redimir a los oprimidos”: económicamente es desarrollista y “culturalmente”, progresista woke. En el fondo, comparten un mismo mito: el de “la justicia social” entendida, no ya como bien común, sino como lucha de vocación jesuítica por los “derechos” y la “emancipación” de las “periferias”. Y así es como en un giro orwelliano de 180° una herramienta delirante de opresión extranjera, en manos de una casta alienada de su propia nación, es presentada como una religión política “argentinísima” como el dulce de leche y Maradona pero, además, moralmente obligatoria. 

Volviendo entonces a nuestra preocupación central aquí, la pregunta que deberíamos hacernos es la siguiente: ¿qué encubre a qué? ¿La disputa en torno a la agenda woke encubre una disputa económica de fondo sobre la que sus detractores “tiramos tierra”? ¿O el discurso economicista burdo (especialmente cuando se disfraza de “antiprogre”) es precisamente el que nos impide considerar la materialidad de la agenda woke, funcionando así como su complemento ideológico necesario y no como una alternativa? 

Naturaleza económica de la agenda woke

Si, entonces, las exigencias del “sentido común” economicista en realidad responden a una matriz ideológica de origen compartida con el discurso woke, ahora intentaremos señalar que éste tiene, contra lo que declama el Partido del Estado globalista que lo blande, e incluso muchos de sus detractores, una función eminentemente económica. Esto significa que los objetos aparentes de sus esfuerzos, supongamos, los derechos de las mujeres y transexuales, de las minorías indígenas y la protección del medio ambiente, funcionan en realidad como excusas para el cumplimiento acabado de fines políticos implícitos y no declarados de otra naturaleza. 

En este caso, buscamos combatir el reduccionismo moral a la hora de considerar estas temáticas. Como podrá ver algún lector perspicaz, nuestra investigación propone una respuesta simétrica a las operaciones intelectuales del enemigo: antes hicimos una reducción ideológica del economicismo, ahora nos toca hacer una reducción económica del discurso progresista woke. Esto no significa que no haya aspectos morales en lo económico ni de que no haya aspectos económicos en lo moral, sino que ambos son aspectos de una misma y sola cosa, la vida de la comunidad nacional, cuando los consideramos desde una perspectiva situada y estratégica. La pregunta que debe hacerse ésta ante cualquier agenda es: “¿nos sirve a nosotros o a alguien más?”

De modo que nuestra propuesta supone correrse de las discusiones en torno a lo qué esté bien o mal desde un punto de vista religioso, ético abstracto o desde la libertad del individuo. Pero, al mismo tiempo, hay que aclarar que cuando hablamos de la naturaleza económica del progresismo woke no nos referimos a la obtención de un rédito económico monetario, en términos de financiamiento internacional o público, por parte de sus promotores, ni al hecho de que se hayan creado un sin fin de cargos públicos a ocupar para promover estas agendas.

¿En qué consiste entonces esa naturaleza económica del discurso woke? Consiste en una forma de ajuste. Con esto no nos referimos a la noción habitual de volver a poner en equilibrio las cuentas públicas (ajuste fiscal), pues ya vimos que el entendimiento desarrollista woke implica precisamente un gasto creciente y una ampliación y posterior loteo del Estado. En ese sentido, “ajustar” ese gasto creciente como lo hace el gobierno actual será positivo para nosotros, es decir, para el pueblo. Porque, dicho más en general, ajustar es hacer coincidir dos cosas o variables distintas. Para lograrlo: o hay que agrandar una o achicar la otra. Por tanto, el concepto es relativo a los objetivos de quien lo emplea. El ajuste desarrollista woke implica un ajuste económico general, que afecta al sector público con un incremento de gastos y al productivo, en términos de impuestos o regulaciones inhibitorias, porque su objetivo de última es afectar a la baja, más fundamentalmente, la demografía del país, la población misma entendida desde un punto de vista tanto económico como antropológico/cultural. Apunta así a una contención del crecimiento nacional y a un ajuste del “capital humano” de las naciones que parte desde criterios extraeconómicos de “sustentabilidad y equidad”, es decir, que consideran como variable dominante a los recursos finitos que ofrece nuestro planeta y a un conjunto de poblaciones “estructuralmente” más desfavorecidas que nosotros con las cuales estaríamos en deuda, sean o no connacionales. La primera premisa, atinente a la sustentabilidad, que fue explicitada por el Club de Roma y el Informe Kissinger, es que en un planeta finito el crecimiento económico y de la población humana deben tener un límite, si no queremos destruirlo; y la segunda, atinente a la equidad, es que el problema principal del mundo son las naciones eurodescendientes que tomaron del planeta con violencia más de lo que les pertenece y que, poco más, son responsables ahora de reparar todas las injusticias globales cometidas a lo largo de la historia. De allí la necesidad de implementar regulaciones y medidas de discriminación positiva tendientes a lograrlo. Permítasenos replicar a propósito de ello el listado de nuestro artículo anterior, y los párrafos explicativos que le siguen, para desplegar nuestra hipótesis de cómo funciona este ajuste en sus aristas principales:

  • El fomento del feminismo, de las identidades y orientaciones sexuales no-reproductivas y, por ende, de una vida “libre de hijos”, puesto que incluso es legal abortarlos, implica la destrucción de la centralidad de la familia como unidad antropológica mínima y esto explica en buena medida la abrupta caída en la tasa de la natalidad de los últimos años.
  • El aumento del asistencialismo estatal, sin la exigencia de ninguna contraprestación mínima, redunda a su vez en el crecimiento de una población económicamente deficitaria y sin cultura del trabajo. Algo que a la larga resulta insostenible para las arcas del Estado, la seguridad y la convivencia. Esto supone una carga creciente sobre los trabajadores argentinos, que no gozan de los privilegios otorgados a los que no trabajan (y que en muchos casos son, para colmo, extranjeros).
  • Los discursos en torno a la multiculturalidad y la plurinacionalidad que defienden la causa, supuestamente, de los pueblos indígenas han venido funcionando para amparar grupos de presión de tipo clientelar que ocupan tierras a lo largo y ancho del país y legitiman además la política descontrolada de fronteras abiertas con los países limítrofes, lo cual tiene graves consecuencias en términos de control efectivo del territorio y de seguridad, pero también supone un ataque directo a la identidad del pueblo argentino que es cuestionada en favor de una romantizada “patria grande” informe.
  • La homogeneización y el control extranjero y/o burocrático-estatal sobre la genética de los cultivos y animales de cría argentinos, de la mano de las políticas de sojización, impuestos altos y políticas “verdes”, implican dificultar y reducir directamente la producción local y libre de alimentos frescos. Junto a la demonización pública del consumo de carne y demás productos de origen animal con la promoción del vegetarianismo y el veganismo, ello ha contribuido a una peor alimentación y, por tanto, a un peor desarrollo fisiológico e intelectual de nuestro pueblo. 
  • Los discursos a favor de naturalizar y legalizar las drogas, lo que va de la mano de la promoción de un tipo de vida libre de parámetros normativos de cualquier tipo, vuelve ineptos a muchos jóvenes para desempeñarse socialmente tanto en lo laboral como en lo familiar, destruye su salud mental e inserta a muchos en circuitos de marginalidad y delincuencia común.
  • El fomento de la delincuencia a través del discurso garantista instalado en buena parte de la justicia, la política y los medios de comunicación, de la mano de la idealización de la “cultura villera” o su equivalente “latino” o estadounidense, conduce a un declive social, cultural y productivo pues invierte las posiciones de prestigio entre lo más bajo de la escala humana y social, los parásitos, narcos y ladrones, por lo más funcional dentro de la misma, los padres de familia trabajadores y responsables.
  • El discurso “derecho-humanista” y “antirrepresivo” atenta, al mismo tiempo, contra el prestigio y la necesidad de contar con fuerzas de seguridad y fuerzas armadas lo suficientemente grandes, capacitadas y financiadas para cumplir con la misión de defender la vida y la propiedad de los argentinos y la soberanía de la nación, respectivamente. El resultado ha sido una sociedad profundamente violenta y un país en estado de indefensión.

La lista no es exhaustiva, pero al que le parezca que combatir esta agenda se reduce a “mera ideología”, o a consideraciones discutibles de orden moral, se equivoca. Está a la vista que lo más afectado por ella es lo más concreto de todo lo que concierne al interés común de una nación: la cantidad y la calidad de su población, la que constituye su primer activo también desde el punto de vista económico, como bien resaltaba Alberdi cuando nos explicaba que “gobernar es poblar”. ¿Cuál sería la principal razón de ser del Estado si no es asegurar la vida de su pueblo bajo unas condiciones que le permitan desplegar todas sus potencialidades? Parece que la principal razón de ser de la agenda progresista, por el contrario, consiste en poner al Estado a trabajar en contra de la reproducción de la vida del propio pueblo y de sus condiciones mínimas de existencia.

¿A quién beneficia esto? ¿Qué le ha pasado a los partidos políticos tradicionales, es decir, a los de masas? El peronismo y el radicalismo, junto a sus desprendimientos y el PRO, conformaron en las últimas décadas una oligarquía de ideología desarrollista que, rotativamente a cargo del aparato de Estado, funciona como correa de transmisión de intereses extranjeros instalados desde “la sociedad civil” y la “comunidad internacional”. Es decir, desde un entramado de ONGs y organismos multilaterales aparentemente independientes, pero financiados y dirigidos desde el exterior. Subrayamos esto porque a nadie beneficia la destrucción de su propio pueblo si no trabaja coordinado con actores externos que le aseguren beneficios especiales. La ruta del dinero de la agenda progresista nos permite comprobarlo. 

¿O por qué el CELS, principal think tank progresista, recibe dinero de la Embajada Británica, de la Open Society de Soros, de la ONU y de la Fundación Ford, entre tantos otros generosos aportantes? ¿Por qué la “Casa del Encuentro”, epicentro del “feminismo popular” en Argentina, recibe financiamiento de la Embajada estadounidense, de la ONU, de IRSA y del Banco Hipotecario, por nombrar algunos? ¿Por qué Fundación Huésped, promotora de la ideología de género, el aborto y el “gobierno de científicos” de Alberto recibe dinero de la Unión Europea, del Banco Mundial, la OMS y el Instituto Nacional de la Salud de los EEUU (NIH)? ¿Por qué la Revista Anfibia, proyecto periodístico familiar del rectorado de la UNSAM, recibía dinero del gobierno estadounidense a través de USAID? 

Sin pretender ser exhaustivos, la plata progresista en general fluye desde organismos de gobierno extranjeros (USAID, NED, Embajadas), organismos multilaterales (ONU, Banco Mundial, BID, etc.), organismos no gubernamentales (Fundación Ford, Open Society) y casas de estudio o sistemas de becas (Fullbright, Erasmus, etc.). 

Esto es bastante explicativo por sí mismo, pues el único móvil racional atribuible a la agenda antieconómica, antisocial y antinacional del progresismo es geopolítico. Una población sana y cohesionada que crece, ocupa el territorio nacional y está dispuesto a defenderlo es un obstáculo para aquellos que quieren hacerse de nuestro vasto territorio, rico en recursos y escasamente poblado. Esto explica el título de este escrito: el progresismo debe ser destruido, si queremos que la nación viva.

Apostilla para la pata conservadora del mismo equívoco 

Por último, vale aclarar lo siguiente. Salir de la creencia de que la agenda anti woke no tiene nada que ver con la economía o la geopolítica también implica, al mismo tiempo, desafiar las limitaciones de los que sostienen posiciones conservadoras únicamente por motivos religiosos o morales. Naturalmente estos apoyarán, en la mayor parte de los casos, una agenda anti woke. Pero cuando se presenta desarticulada, en abstracto, o cuando pretende ponerse por encima o al margen de la política, la posición religiosa convalida el corazón de dicha agenda que, como dijimos, consiste en presentarse como una cuestión meramente cultural o moral. 

Además, el argumento de, por ejemplo, la defensa de la vida y los inocentes puede servirnos en el debate del aborto, pero en el caso de la delincuencia y la inmigración “el mensaje de la Iglesia” funciona en sentido contrario. Desde un punto de vista político lo que importa es la vida y la inocencia de nuestra comunidad, no cualquier vida o inocencia en abstracto y mucho menos la de aquellos que atentan contra ella.

Hacia un nuevo mapeo político-ideológico orientado por el interés nacional

Si estamos en lo cierto, podemos a continuación sacar las debidas conclusiones en lo que hace a la cartografía política de nuestro tiempo y ubicar allí a la agenda anti woke como parte de una posición nacional más amplia. Para tal fin, tendríamos que objetar la propuesta del “Diagrama de (Mario) Russo” tendiente a ordenar en cuatro cuadrantes posiciones políticas atravesada por dos ejes fundamentales: el económico (industrialismo vs. librecambismo) y el cultural (progresismo vs. conservadurismo). No porque no sirva para clasificar las posiciones políticas existentes y relacionarlas en abstracto. En ese sentido el suyo es muchísimo más útil que el clásico cuadrante de Nolan, que atraviesa el eje de la libertad económica por el de la libertad personal. Sin embargo, pese a que su aporte es ciertamente valioso como herramienta de análisis o consultoría política, trabajando más sobre los discursos políticos realmente existentes, nos preocupa delinear un mapa que resulte útil, más que para el análisis de la política partidaria, para delinear una estrategia política distinta en función del interés nacional. Además, en el Diagrama de Russo se pierde de vista la naturaleza de fondo de la agenda progresista (y de la que se le opone) por las razones antes aludidas: al diferenciar lo que sería meramente “cultural” de una agenda puramente “económica” se pierde de vista lo que esa agenda “cultural” implica económicamente hablando y se desdibuja su razón de ser antinacional desde un punto de vista estratégico. 

Al mismo tiempo la discusión entre librecambismo y proteccionismo es abstracta hasta tanto no se ordene en función de nuestro interés: el crecimiento de la propiedad y de la vida de la comunidad nacional. Ya hemos experimentado de sobremanera cómo tanto uno como otro discurso puede servir para justificar políticas económicas dañinas para ella. Y también hemos visto como medidas en abstracto proteccionistas son usadas por Donald Trump como una herramienta para negociar acuerdos de reciprocidad en términos de menores aranceles, o sea, de mayor libertad de comercio relativa. Hay una dimensión pragmática del asunto que no puede petrificarse en las declaraciones de los interesados y que debe juzgarse en el mismo terreno en que ocurre, y no teóricamente hablando, es decir, por su funcionalidad, por sus efectos. Visto, entonces, que lo importante de un programa económico es fortalecer a la nación y a sus activos (no a los del Estado), las diferencias de medios a emplear para lograr ese cometido tienen más que ver con la situación concreta y lo que ésta demanda que con recetas preconcebidas por modelos teóricos abstractos. 

Por otro lado, si renunciamos a hacer pasar por objetiva nuestra propia mirada, tenemos que blanquear que el campo político efectivo y real siempre está configurado por una enemistad que divide aguas en dos y no en cuatro. Por la suma de estas razones es que propondremos otro diagrama cuya intención no es tanto describir o explicar, aunque puede hacerlo, sino intencionar la realidad desde nuestra perspectiva.

Nuestra propuesta es la de oponer un vórtice de expansión endógena (extremo nacional) a uno de ajuste exógeno de la comunidad (extremo globalista) y no considerarlos partes de un mismo espectro, sino como dominios enfrentados en la lucha por el poder: el vórtice de ajuste globalista comprende a todas las fuerzas políticas que promueven, en los hechos, menos y peor propiedad nacional y menos y peor población nacional. El vórtice de la expansión nacional comprende a todas las fuerzas políticas que promueven, en los hechos, más y mejor propiedad nacional, así como más y mejor población nacional. 


Los colores de fondo, algo desordenadamente, intentan sugerir cómo funcionan las distintas ideologías abstractas de los diagramas clásicos en función del antagonismo graficado (soberanismo vs. globalismo). Mientras que pueden concebirse aplicaciones de las teorías de izquierda y derecha económicas (representadas con rojo y azul) en función del interés nacional, de acuerdo al contexto, no ocurre lo mismo con el wokismo autoritario (verde) ni con el liberalismo cultural (amarillo) que nunca arrojan nada bueno aunque el último sea preferible al primero, pues al menos “tolera” las posiciones favorables al interés nacional en lugar de perseguirlas. La gradación entre los tonos claros y oscuros en nuestro campo los interpretamos como un espectro que grafica posiciones de mayor universalismo (usualmente religiosas, pero no únicamente) en lo que hace a los paradigmas éticos (con matices más claros), y que por tanto desean hacerlas extensibles a otros grupos humanos, y posiciones de mayor identitarismo y localismo en el otro extremo que persiguen la vigencia de las mismas únicamente para el propio grupo (representado con el matiz más oscuro, o negro en su extremo).

Esta simple presentación nos permite terminar con la escisión economía-cultura y plantear ambas dentro de un mismo espectro, en el cual lo fundamental es el objetivo que le da sentido, siendo lo teórico o ideológico meramente instrumental.

Una y otra flecha de cada campo representan el aspecto patrimonial/tecnológico y el antropológico/demográfico/educativo de la vida comunitaria. El lugar de la agenda anti woke es mayormente importante en el aspecto antropológico/demográfico, es decir, si queremos que nuestro país tenga más y mejor población nacional. Y lo inverso es igualmente cierto: todos los efectos de la agenda woke tienden a inhibir la multiplicación de la población nativa y a “visibilizar” y promover grupos marginales o extranjeros, y su “cultura”, por sobre los nativos y el núcleo fundador de nuestro país y su ethos.

Si ponemos esto en términos económicos, que parecen ser los únicos que entiende nuestra clase política, el principal activo de una nación es su propio pueblo, es decir, su población económicamente activa (su “capital humano”). ¿O, acaso, quién crea la riqueza de las naciones? Está probado que no cualquier población produce riqueza, bienestar y civilización por sí misma, y en igual grado, incluso si las condiciones para ello están virtualmente dadas. Los seres humanos no somos unidades productivas intercambiables. No somos iguales y el medio en que vivimos y anhelamos vivir llegó a conformarse históricamente, gracias a un largo recorrido y bagaje de experiencia acumulada por nuestros antepasados. Pese a lo buenas que sean nuestras intenciones, sería iluso pensar que se puede borrar de un plumazo la experiencia histórica de un pueblo y simplemente “enseñar” en unos pocos años a vivir como lo hace otro. Esto ya ha quedado demostrado por el estrepitoso fracaso de la Europa multicultural y su relato buenista, que se estrella contra el empobrecimiento general, el aumento de la inseguridad, los crímenes sexuales, el terrorismo y muchos otros problemas derivados de la inmigración masiva y del modelo globalista en su conjunto. 

Y aunque nos parezca a primera vista ajeno este problema, lo cierto es que también ocurre en nuestro propio país, si nos sacamos las anteojeras del Antiguo Régimen para verlo de frente. En Argentina también existe el Gran Reemplazo y las poblaciones marginales asentadas en villas, en muy buena medida producto de migraciones masivas planificadas por la clase política globalista, principal y única responsable de su situación, hoy representan uno de los más grandes lastres para el conjunto de la Argentina productiva que es obligada a financiar programas de ayuda social, salud y educación gratuitas, sin exigencias de contraprestación alguna por parte de sus beneficiarios. El efecto de esta inversión de los incentivos resulta ser el crecimiento de una población acostumbrada a la miseria en forma continua y sostenida por un virtual Estado de ocupación, a lo que se suman los igualmente sostenidos flujos de nuevos inmigrantes, que se benefician de la política de fronteras laxas y de los increíbles beneficios monetarios que tramitar el DNI les reporta. La promoción de agendas antireproductivas como el feminismo y la ideología de género, y la agenda asesina del aborto, cumplen el rol de reducir, en paralelo, a la población económicamente productiva, agravando aún más el problema. Imagínense si encima aplicáramos los protocolos “verdes” de la Unión Europea para dificultar, encarecer y desincentivar la producción local de alimentos (a la que ya se castiga con retenciones e impuestos por demás). Cualquiera notará que el económico es sólo el menor de los problemas porque de lo que se trata es, lisa y llanamente, de la desaparición de nuestro pueblo y su forma de vida, de la completa destrucción del paisaje humano en el que crecimos y de la invasión de poblaciones lúmpenes a las que debemos promover con sacrificios siempre crecientes. 

Estando así las cosas, podemos decir que hemos sido víctimas de una generación de verdugos al servicio del extranjero, disfrazados de militantes populares y políticos profesionales, que consagró la inversión de la realidad bajo la consigna suicida de que “la Patria es el otro”. Quizá en ningún otro lugar del mundo el globalismo logró aplicarse en nombre de la Patria y del pueblo. Por eso, la declaración de guerra a este falso nacionalismo “de inclusión”, que es un globalismo bien concreto, sigue siendo el mínimo denominador común de la expresión política de nuestro pueblo.

Para tal fin es imperativo recuperar el concepto de nación. Ya hemos indagado en el tema en otro artículo, razón por la que seremos breves. Por lo pronto podemos decir que identificar la nación con el Estado, con el territorio, con la religión, con ideas o valores abstractos, o con el DNI, es inconducente y parte de las mil y una formas de validar tácitamente el suicidio colectivo impuesto por el globalismo. La única forma de identificar concretamente a una nación es con su propio pueblo, definido relativamente por los lazos de familiaridad y de afincamiento en un territorio común a lo largo de una cantidad suficiente de generaciones, algo que siempre será arbitrario determinar, pero que nunca arrojará un perfil humano relativo completamente diferente al de su núcleo fundador, si quiere preciarse de seguir siendo el mismo. Si cien millones de habitantes de la India vinieran a vivir a la Argentina, y los argentinos se dispersaran en otros países, ¿seguiría siendo Argentina? Por supuesto que no. Reconocer quién se es y defenderlo no supone, como nos quieren convencer, despreciar o “discriminar” a nadie más. Y hay que devolver el cuestionamiento. Preferirse a sí mismo, ¿está mal? ¿Por qué debería estarlo? Es algo natural, arraigado en el instinto de supervivencia y en el amor que nos vincula con nuestra familia, nuestro barrio, nuestra tribu. Quien se prefiere a sí mismo no pone al otro por delante. Por más corazón que tenga, primero prioriza la ayuda a su familia y amigos, después al vecino y al compatriota, y así sucesivamente. Primero estamos nosotros. Llega la hora de decir “basta” y asumir como programa político una definición restrictiva de “nación”, contra la malversación progresista e “inclusiva” del término. No es una inclinación ideológica lo que nos mueve a ello, sino tan sólo la intención, indispensable en el contexto actual, de defender lo que somos y de mejorar nuestra situación, que es ciertamente crítica. El interés nacional sólo puede ser defendido por la nación misma, es decir, su progreso vendrá desde dentro, como movimiento de afirmación y de expansión de su propia vitalidad, de su crecimiento, y nunca jamás desde cualquier otra parte o como intento de cumplir con teorías, derechos o leyes presuntamente universales.

Textos ampliatorios

Montenegro, E., El momento globalista y la Nueva Derecha, Instituto Trasímaco, 9 de octubre de 2023, (https://institutotrasimaco.substack.com/p/el-momento-globalista-y-la-nueva) / El texto ha quedado un poco desactualizado, pero allí acercamos un primer análisis de la situación política actual desde el punto de vista del interés nacional arrojando una primera caracterización de lo que está en juego: la nación en su aspecto antropológico.

Montenegro, E., ¿Qué es una nación?, Instituto Trasímaco, 5 de febrero de 2025, (https://institutotrasimaco.substack.com/p/que-es-una-nacion) / Aquí indagamos en las distintas formas de abordar el concepto de nación, intentando señalar la necesidad de integrar pragmáticamente el aspecto étnico del asunto con el aspecto cívico-estatal, de forma de no caer en la rigidez de las consideraciones abstractas de tipo ideológico.

Montenegro, E., Hacia lo Singular Argentino, Instituto Trasímaco, 17 de junio de 2025, (https://institutotrasimaco.substack.com/p/hacia-lo-singular-argentino) / En este texto podrá encontrarse una crítica del economicismo como patrón civilizatorio de tipo “global”, apuntando a ir más allá de la clásica contraposición entre cultura nacional (“barbarie”) y civilización “universal”.

Disclaimer. Contenido libre de financiación del Departamento de Estado.
08 Jul. 2025
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