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SABORES PATRIOS: PROGRESISMO Y HAMBURGUESAS

Hernán Vanoli
05 Jul. 2025
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Mi amigo Alejandro Galliano dijo alguna vez que la Argentina ama al capitalismo pero odia a los empresarios. La amarga ironía de esta frase nos habla de una identificación fallida en la que nosotros, los progresistas, incurrimos con frecuencia cuando nos vinculamos con aquellos supuestamente encargados de la producción de la riqueza. Ocurre algo similar al pensar el mundo del trabajo: amamos al trabajo organizado pero muchos aborrecen a los sindicalistas realmente existentes. Apoyamos incluso al capitalismo como sistema de producción de incentivos para la innovación social, y como mínimo piso para las garantías individuales. Pero, otra vez, deleznamos a aquellos que innovan en tecnologías de comunicación digital o financieras. Frente a estas contradicciones, lo que encuentro es un trauma social, o al menos un lugar donde la ideología y la sentimentalidad progresista no terminan de maridar.

Se me ocurre que quizás la sociedad argentina no ame al capitalismo sino a sus beneficios, a su erotismo, y que quizás ame más pervertir sus leyes que acumular capital. Pero los progresistas construimos nuestra identidad en contra del erotismo capitalista y en contra de la perversión de la ley. Vindicamos el ascetismo y el legalismo. Por eso, a diferencia de buena parte de la sociedad argentina, no amamos al capitalismo sino que solemos considerarlo un mal menor, necesario pero a decir verdad molesto, al que debemos controlar, administrar, vigilar por medio de nuestra marchita y burocrática herramienta, el Estado (o por medio de nuestra familiar y corrupta herramienta: la Organización).

Esta ambivalencia con respecto al capitalismo no atraviesa a la izquierda. La izquierda odia al capitalismo y quiere terminarlo, odia a los sindicalistas a menos que sean de izquierda, y ama a los trabajadores por más que sean deshonestos o ineficientes. Sin embargo, su cultura y su estética asumen todos los rasgos del progresismo exportado desde el hemisferio norte y los lleva a un extremo. Del mismo modo en que Baudrillard caracterizaba a los travestis como una versión hiperreal de lo femenino, la izquierda es una versión hiperreal del progresismo, pero que detecta su doble estándar y por eso recurre a una altísima dosis de moralismo para diferenciarse. Hay, sin embargo, un punto en el cual los progresistas nos encontramos con la izquierda: en el cultivo del rechazo muchas veces emocional, casi siempre moral, contadas veces estratégico, que cultivamos hacia los empresarios. Y muy en especial hacia los empresarios argentinos, esa cercana debilidad.

La economía, que es una rama algo pretenciosa de la contabilidad, es la jerga favorita por los progresistas para hablar del dinero. La economía es un lenguaje o una contabilidad bastante rudimentaria disfrazada de jerga; según algún meme, es astrología para chicos. Pero ese lenguaje se agota cuando los progresistas tenemos que caracterizar a los empresarios argentinos. La economía no solo no puede predecir nada; ha fallado también en tipificar a los empresarios, y lo que hay entonces es una fantasmagoría progresista que, desde afuera, describe ciertos comportamientos y procesos. Sus resultados en términos políticos, sociales, fiscales o incluso de modificación de pautas de comportamiento del empresariado argentino han sido, hay que decirlo, realmente malos. 

Pero más allá de las insuficiencias del discurso económico, los progresistas carecemos de un lenguaje para tramitar nuestro malestar con los empresarios.  Esta insuficiencia teórica, doctrinaria y emocional está instalada en el centro de la contradicción progresista de tolerar al capitalismo pero odiar a los capitalistas realmente existentes. Es un desgarramiento que permite un doble movimiento de defensa y de preservación, vital para la cultura progresista. El resultado concreto de esta estructura sentimental es una mistificación del Estado como refugio y herramienta del progresismo, lo que por ejemplo habilita lo que hicieron funcionarios de La Cámpora, que criticaban a Alberto Fernández conservando sus cargos en su gobierno. El problema es que lo que para nosotros, los progresistas, aparece como una heterodoxia desgarrada es para los otros, la mayoría, una prueba de hipocresía o de doble moral.

Una buena historia

Ya que el sentido común progresista está desgarrado, y ya que el lenguaje de la economía es insuficiente para desandar las relaciones ambigüas y torturadas que los progresistas -y el Estado- sostenemos con los capitalistas argentinos, propongo una arqueología de esta sensibilidad en un gran libro de investigación periodística: Un sueño made in Argentina. Auge y caída de Pumper Nic, de Solange Levinton. Bien leído, el relato de Levinton glosa el malestar que los progresistas experimentamos no sólo al hablar del dinero que invertimos en turismo o del colegio privado al que enviamos a nuestros hijos, sino principalmente al pensar el rol de los empresarios en la sociedad progresista.

Aunque se titule “Auge y caída”, el libro de Levinton tiene en realidad tres partes. No es “Auge y Caída de Pumper Nic”. Podría ser rebautizado como “Acumulación originaria, auge y caída de la autoestima nacional progresista”. La primera parte, que historiza la acumulación originaria de la familia Lowenstein, es lenta. Transitarla es casi como avanzar a través de un pantano con una mochila llena de piedras. Dentro de esas piedras, las más pesadas se corresponden con el deseo de la autora de que su libro sea leído por europeos y no por argentinos. Levinton construye una  mirada de la historia nacional similar a la que puede tener un turista que hace un city tour de cuatro horas y pasa por la Catedral, Plaza de Mayo, el Cabildo y el Colegio Nacional de Buenos Aires (la Catedral del progresismo). Se extiende en ejemplos y en pedagogía; esquiva los puntos nodales.

Toleramos esto. Porque a los progresistas argentinos nos gusta que un argentino triunfe en Europa. Nos gusta la calidad internacional. Nos gusta que nos traten como a europeos. Y nos gusta la editorial Asteroide, que además de un diseño muy cuidado tiene un bello catálogo. Estamos incluso dispuestos a hacer la vista gorda con el hecho de que Leila Guerriero no sea la única jurado, pero sí la única jurado que está en los agradecimientos del libro. A nosotros, los progresistas, nos gusta Leila, nos gusta como escribe y nos gusta que los españoles, y quizás algún rentista mexicano, se interesen en nuestra pequeña y fallida cadena de comidas rápidas. Podemos incluso superar la falta de gusto de que el puente Zárate Brazo largo sea caracterizado como “un pequeño Golden Gate”.

Así las cosas, este bienestar nos permite hacer la vista gorda con respecto al hecho de que la “buena historia argentina” de Levinton no se pregunta por el colonialismo ni por el rol de Europa en la entrada del país a la modernidad, ni por las tensiones obreras; ni siquiera por la idiosincrasia combativa de un país plebeyo. También con el hecho de que  se olvida puntillosamente al primer peronismo. Amparado en la fantasía de que Lowenstein era el prototipo del empresario protestante sólo guiado por el afán de lucro, la primera parte del libro solo tiene por objetivo reforzar el mito de “hacerse la América”, que es lo que hizo Lowenstein comprando hacienda y masacrando a cuanto animal se le cruzó en el camino, incluyendo caballos, y que es lo que probablemente también hizo algún pariente de cualquier lector progresista en algún brumoso momento de la historia del siglo XX en Argentina. Entonces, esta primera parte tiene una doble función: historia argentina para dummies del mercado editorial ibérico y sus enclaves y refuerzo del origen mítico de la identidad progresista. La historia que a los progresistas nos gusta contarnos sobre el origen de nuestra estirpe: un pasado venturoso ligado al esfuerzo, en el cual los pioneros se hicieron la América, o si no la hicieron al menos hicieron a su América de clase media.

Resulta paradójico que esta construcción, a primeras luces amable, nos coloca frente a una pregunta fundamental, del tipo de preguntas que sólo los grandes libros pueden formular, y que desvela a los progresistas de cualquier color: ¿Cuándo sucedió la transformación a través de la cual los empresarios pasaron de ser esos abnegados pioneros que se hicieron la América y cimentaron el mito de grandeza de la clase media a la que pertenecemos, y se convirtieron en los despiadados arribistas que la fugan toda, no pagan cargas sociales y votan antiperonismo incluso en contra de sus intereses materiales?

Levinton parece arriesgar una respuesta: Argentina era un país próspero a principios del siglo XX. Incluso era un país próspero en la década del cuarenta, cuando Lowenstein llega y se hace la América. Pero luego sucede algo terrible, que no se dice en el libro, pero que lo habita espectralmente: la radicalización política de la juventud. Esto desata una serie de conflictos y una inestabilidad que cultiva un clima social donde el progreso empieza a hacerse imposible. Por eso los hijos de Lowenstein, ya argentinos, parecen contaminarse de esta argentinidad maldita, y tienen una suerte dispar. Uno (Tito) crea el centro de esquí Las Leñas. Otro cría pollos en Entre Ríos y fracasa. Y otro, Alfredo, nuestro héroe en este lío, funda Pumper, cuyo triunfo inicial anuncia trágicamente el ulterior fracaso del país. Hubo un momento en que todo empezó a ir mal. Pero al principio estaba todo bien. Para un sociólogo progresista como yo, es muy tentador establecer una analogía entre esta teoría con aquella que explica el triunfo de Milei con la parábola de un país pujante  que empieza a venirse a pique por la incidencia extranjera (antes le revolución cubana, hoy la alt right estadounidense) que manipula a la juventud.

Hay que reconocer, sin embargo, que esta idea es superadora del progresismo clásico que piensa que, desde sus inicios, el capitalismo argentino se basó en el robo y la expoliación, como si algún país occidental y moderno a los que admiramos sin demasiado disimulo e intentamos copiar sin demasiada dignidad no hubiera tenido estos orígenes. Un gesto clásico de nuestro progresismo es exigirse más a sí mismo que a los países que pretende copiar, en un despliegue pervertido y acaso algo cipayo de la excepcionalidad argentina que habita al inconsciente nacional.

El fatalismo que el libro de Levinton expone es una actualización doctrinaria del colonialismo: su tesis principal es que Argentina fue un gran país, hasta que en un momento entró en un loop de antagonismos y contradicciones originados en una población demasiado joven, demasiado maleable o demasiado débil, y estas contradicciones impidieron un salto hacia adelante. Se refuerza así el sentido común de que los empresarios son ruines, de que los políticos son ruines, de que la economía argentina es ruin, y de que el progresismo comandando el Estado y nutrido de teorías socialdemócratas europeas es el último eslabón civilizatorio que impide un regreso a la barbarie. No es una idea nueva, pero es una idea cada vez más difundida. E incluso tiene a sus precursores ficcionales: basta leer la novela El Año del Desierto de Pedro Mairal para encontrar todos los elementos de lo que yo llamo un progresismo fatalista y de derechas.

Pero creo que las cosas son al revés. Creo que nosotros, los progresistas, estamos imposibilitando el progreso. Porque además de ser fariseo y cómodo, este tipo de fatalismo en el que solemos incurrir tiene una estela de efectos muy dañinos en nuestra verdadera identidad, que es la búsqueda pragmática del progreso nacional. Además de culpar a la juventud, que es progresista por naturaleza, este fatalismo suele cometer dos errores que impiden desarrollar un pensamiento realmente progresista sobre el empresariado nacional: anula la discusión por la sustitución de importaciones y culpa a las personas y no a las instituciones por el trauma del patrón ausente. Y estas son justamente las dos discusiones que el liberalismo libertario tampoco quiere dar.

La reinterpretación argentina: entre la franquicia y la sustitución

La segunda parte del libro de Levinton es fascinante y frenética. Toda la melancolía que le servía a la autora como justificación para escribir el libro se disipa, y asistimos a un encuentro con la Argentina deforme y pujante de los setentas. En esta Argentina el hijo díscolo de un magnate de la carne hace mystery shopping en McDonald’s de Miami y trae al país un negocio que expone justamente en carne viva a la primera de las contradicciones que mencioné. Levinton es generosa en detalles sobre el crecimiento de Pumper: la elección del local, la confección del menú, el diseño de los uniformes y la señaléctica, la importación de las máquinas y su adaptación a nuestro paladar, y describe con amor a la aristocracia plebeya de empleados-familiares que construyó sus cimientos.

A contrapelo de este frenesí aparece una verdad: Pumper Nic, inaugurado en 1974, es el aleph de un peronismo totalitario y sindical, cuya eficiencia necesita prescindir de la pequeña política porque está orientado por la gran política. El gobierno de Onganía fracasó, pero tuvo en Pumper Nic una continuación progresista y virtuosa. Una empresa que puede ser rentable ignorando a la juventud maravillosa y socializando parcialmente sus ganancias con los trabajadores. Una argentina productiva que crece de espaldas a la verborrea de moda, construyendo a la propia juventud que sonreía por encima del calor de unas Frenys recién sacadas de la freidora mientras habilitaba que los baños del local funcionasen como teteras.

Pero además de encarnar el sueño de una Argentina disciplinada, tolerante y expansiva, la historia de Pumper Nic funciona como una fábula social. Forjado dentro del temperamento de su padre, Alfredo Lowenstein no hace declaraciones para el libro, y permanece escondido detrás de la bruma que la acumulación de capital representa para nuestro ecosistema progresista. Su voz es acallada por el sonido de las cajas registradoras, la expansión de los locales, el desembarco de Pumper Nic en Córdoba y en Brasil. Esta historia de una sustitución de importaciones exitosa no encuentra entonces sus límites en el tamaño del mercado interno, ni en los costos laborales, sino en otros dos elementos, uno ideológico y otro económico.

El económico es la apertura de las franquicias: a diferencia de las cadenas estadounidenses, Lowenstein no pudo generar mecanismos de control de sus franquiciados, que poco a poco fueron convirtieron a las sucursales de Pumper en espacios desangelados y liminales, donde se vendían desde yogures hasta empanadas, donde el logo no se actualizaba, no se limpiaban los baños y se desplegaba un modelo de gestión extractivo, rapaz y desesperado. Augusto Tartufoli, conocido artísticamente como Tartu, y cuyo conocimiento de la economía real supera con creces a la de varios cráneos de la asesoría internacional, se ocupa con frecuencia desde su cuenta de X de este segmento de pequeños aventureros argentinos, caracterizando su aversión al riesgo, la indistinción entre economía familiar y empresaria, su aspiracionalidad antinacional en los consumos, y su natural desconfianza hacia un país que goza de pervertir reglas. Herederos de los gauchos pero con acceso al crédito bancario, este clúster social abocado al comercio, el trapicheo y a la especulación con el suelo urbano representan una faceta de la realidad que, antes que padecer, los progresistas podríamos aprender a gozar. El error “económico” de Lowenstein fue el de importar un mecanismo que no tenía en cuenta las características de los actores locales. A diferencia de lo que hizo su padre con él y sus hermanos, Lowenstein no los hizo competir. Y coronó así una mala sustitución de importaciones o un franquiciado fallido. 

Hay algo más, y es el costado ideológico de este fracaso. Siguiendo en su línea colonialista, Levinton suscribe a la hipótesis de que lo que Pumper hizo fue introducir de hábitos de consumo seculares y modernos, propios de las cadenas de fast food, en una sociedad de costumbres aún tradicionales. Pero parece no percibir que se trató de una modernización lineal. Si bien se adaptó muy levemente el sabor de algunos productos al paladar local -básicamente las hamburguesas eran a la parrilla, algo que por su parte Burger King ya hacía- la pregunta sobre qué significa un establecimiento de comidas rápidas “a la Argentina” jamás se formuló en su totalidad. El sueño de la versión argentina de McDonald’s encontró entonces dos límites. Uno de modelo de negocios, otro de comprensión de los consumidores. E incluso con estos dos errores, que llevarían a Pumper al colapso en el mediano plazo, más allá y más acá del espiral de violencia política, el sueño de Alfredo Lowenstein aún reverbera en nuestros corazones porque la sustitución de importaciones es un sueño eterno.

Ahora propongo salir de la Narnia nostálgica en la que vivimos los progresistas y mirar un poco a la realidad reciente. En el mundo de las comidas rápidas, y particularmente de los sándwiches de carne, la sustitución de importaciones tuvo dos versiones que fueron a tono con la imaginación política del país. El primero fue la malograda cadena Nac&Pop, que ofrecía un menú que, esta vez, sí estaba genuinamente adaptado al paladar argentino, además de una iconografía vinculada directamente al nacionalismo popular, con las semblanzas de Maradona, el Che, Olmedo y Patricio Rey y los Redonditos de Ricota pintadas en las paredes, y con combos bautizados como “La Coca Sarli” o “La Pulga”. Al igual que los Lowenstein, el dueño de Nac&Pop, Alex Gordon, tenía origen judío, pero había nacido en Uruguay. La cadena abrió en 2011 y tuvo un fulgurante ascenso que la llevó a tener veinte locales, con comida de una muy buena relación precio-calidad. Sin embargo, la falta de planificación de Gordon unida a la inflación que empezó a desarrollarse en el período 2011-2014 hicieron que la empresa quebrase, dejando un tendal de deudas con proveedores, trabajadores y prestadores de servicios, además de alquileres impagos. Aunque hubo versiones de participación del elenco gobernante kirchnerista, los socios capitalistas de Gordon, como su paradero, quedaron sumergidos en la bruma de la memoria colectiva, y nadie, ni siquiera la implacable justicia argentina, ha vuelto a tener noticias de él.

Otra es la historia de Mostaza, una cadena fundada en 1998 por Federico Pablo Aste y Christian Galdeano Alvarado, y que logró quizás lo que Pumper Nic no pudo aunque ni a los españoles ni al progresismo fatalista argentino les interese demasiado su historia de éxito. A finales de 2024 Mostaza alcanzó las 190 sucursales en todo el país, convirtiéndose en la única cadena de fast food con presencia en todas las provincias argentinas. Aproximadamente un 50% de estos locales operan bajo el sistema de franquicias, y se ha estimado que, en total, la empresa emplea a más de 10.000 personas. Según diversos medios, para el año 2025 Mostaza proyectaba una inversión de 25 millones de dólares destinada a la apertura de 30 nuevos locales, con el objetivo de alcanzar las 230 sucursales. Esta expansión se enfocaría en los océanos azules, es decir localidades con menos de 100.000 habitantes, muchas veces despreciadas por las cadenas internacionales. Mostaza, además, propone formatos como el “Auto Mostaza” (drive-thru) y los “Mostaza Truck” (food trucks).

Mostaza no eligió a los héroes canónicos de la argentinidad para sus promociones. Sí contrató a Emiliano “Dibu” Martínez, enemigo moral de nuestro fatalismo progresista, que además de haber sido pieza clave en el triunfo del Mundial 2023 tuvo una declarada simpatía por el gobierno de Javier Milei. Mostaza innova en forma permanente en su menú, incorporando no sólo ingredientes como la palta o el huevo frito, sino ofreciendo opciones basadas en plantas en forma mucho más rápida que sus competidores globales. Para terminar, además de su presencia en Argentina, Mostaza ha expandido sus operaciones a países vecinos como Uruguay, Paraguay y Bolivia, consolidándose como una de las principales cadenas de comida rápida de origen nacional en la región. No habrá nostalgia ni memorabilia del Mostaza, quizás porque es una franquicia triunfante, o acaso porque el tiempo avanza hoy demasiado rápido.

El trauma del patrón intermitente

La película “The Founder” (John Lee Hancock, 2016) aporta una teoría sobre la expansión de McDonalds: si bien la comida rápida es revolucionaria, y si bien la propuesta de hábitos de consumo es importante, lo que marca el despegue y la expansión de la empresa es la comprensión de que el negocio no estaba solamente en el producto ni en la experiencia, sino en el real estate, en el mercado inmobiliario. Para crecer y homogeneizar sus protocolos de atención, McDonalds necesitaba de la tierra. Las franquicias llegarían después, con este modelo ya consolidado y una acumulación de capital que garantizaría el necesario control de calidad.

La paradoja del caso es que la familia Lowenstein, el Lowenstein patriarca, decide dedicarse al negocio inmobiliario una vez que amasa una fortuna considerable como matarife, alma máter de Paty y vendedor de carne equina. Pero lo hace en Estados Unidos. Este pequeño gran detalle nos invita a pensar en que, además de una posible mala praxis en el modelo de sustitución de importaciones, estamos frente a un tipo de capitalistas que, al menos desde nuestra óptica progresista, suelen optar por ser cortoplacistas en Argentina, pero largotiempistas en el exterior. Y ese es otro de los interrogantes que se esconden detrás de la tercera parte del libro Un sueño made in Argentina. ¿Cuáles fueron los motivos para que Lowenstein, exitoso y rico gracias a la Argentina, decidiera mudarse a vivir y a invertir en Miami? ¿Qué fue lo que vio u olfateó y no le gustó? ¿Fue el peronismo, fue la radicalización política de la juventud, fue tan solo la magnética atracción del relajante color del dólar? Levinton deja la respuesta a este interrogante en las sombras. Pero el periplo familiar echa un poco de luz sobre esta zona oscura.

La tragedia generacional de las empresas argentinas suele suceder en tres actos cuya gramática es similar a la que los progresistas detectamos en aquellos obreros beneficiados por las políticas industrialistas y de pleno empleo del peronismo. Mientras los obreros se suben al consumo por izquierda y desensillan por derecha, los empresarios se suben al emprendedurismo por derecha y desensillan por bohemia. La primera generación se dedica a crear el negocio, la segunda lo hace crecer o al menos lo mantiene, y la tercera, menos proclive al esfuerzo, lo funde. Este fue el caso de Pumper Nic. Ricardo lo habilita, Alfredo lo crea y lo hace aguantar, y Diego lo termina rematando, con el plus de maltratar a los empleados, vaciar la empresa y traer al país una competencia internacional, la horrorosa y gringa cadena Wendy’s, durante el breve verano de apertura económica menemista. Levinton se encarga de resaltar una y otra vez que Alfredo y sus hermanos estudiaron en la UBA -por lo que son moralmente buenos-, mientras que la tercera generación estudió en los Estados Unidos -por lo que son protestantes y perversos-; estoy bastante de acuerdo con esta segunda parte de su idea.

La forma en que se elige contar esta historia, con Ricardo Lowenstein como un Dios Creador opaco, Alfredo Lowenstein como un Héroe Modernizador y Diego Lowenstein como Villano Vaciador, mantiene sin embargo un importante nivel de ambivalencia. Lo que quiero destacar es que, más allá de las deliciosas ambigüedades, hay una estructura subyacente y mítica que engloba a esta tragedia generacional y tiene que ver con la idea de que Argentina tiene un empresariado no ausente, sino intermitente. Un sujeto social que siempre está en la frontera, listo para dar el salto, para fugarla, para llevársela, para intentar hacer de la Argentina un país dócil con el tirano flujo internacional y financiero del capital y que siempre fracasa en esa misión por obstáculos endémicos, culturales, idiosincráticos, que llevan al progresismo a una posición fatalista. Como los jugadores de fútbol que siempre vuelven porque no soportan el horror vacui del vacío existencial europeo, el empresario argentino no puede “soltar” la Argentina pero tampoco puede invertir a largo plazo en ella, y se mantiene siempre en el borde.

Atrapados ante la representación de un empresariado al que condena pero al que pide mayor modernización, con un pasado al que anhela melancólicamente pero considera trunco por el devenir nacional, y frente a una nueva generación a la que considera muchas veces traidora, los progresistas alimentamos el trauma del patrón intermitente, que es la sinécdoque de un empresariado que reproduce los vicios que se le atribuyen a la jauría de franquiciadores de Pumper pero a gran escala. Este es el inmenso drama nacional que Levinton ilustra con maestría y compasión. Se trata de un juego de suma cero en el cual nadie confía en nadie, con un Estado-árbitro bobo, incapaz de fijar reglas, negociador imposible y síntoma del pesimismo: fracasa por corrupto e ineficiente en los ciclos intervencionistas, y por corrupto y abandónico en los ciclos liberales (incluso en los que amagan con eliminarlo pero se enamoran de sus prebendas). 

¿Hay una forma de terminar con esta tragedia y de que los progresistas abandonemos el fatalismo melancólico que nos carcome? ¿De que abandonemos el llanto en los ciclos liberales y la queja en los ciclos de intervencionismo? Dado que los economistas jamás van a darnos una respuesta, me tomo la libertad de proponer apenas una hipótesis de trabajo: analizar a las empresas argentinas sin moralina ni abstracciones, comprender sus dinámicas particulares que son antes que nada idiosincráticas y no puramente contables, no pensar siempre en cómo sacarles sino en cómo hacerlas crecer, ser firmes con obligaciones pero expansivas con sus negocios, darles apoyo logístico y geopolítico, y diseñar un Estado capaz de ser firme y feroz como un dogo, liviano y veloz como un galgo, compañero y paciente como un labrador, es decir un Estado realmente progresista. Alguien dirá que quizás haya que abandonar ciertos berretines de la democracia tal como la conocemos, pero como bien sabe el Presidente Milei, nada más valioso que un buen perro -si está vivo mejor- cuando se trata de conformar un buen hogar. ///// DB

Disclaimer. Contenido libre de financiación del Departamento de Estado.
Escribe: Hernán Vanoli
05 Jul. 2025
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