En el año 271, en el transcurso de un sermón que oía en Qman, en Egipto Medio, Antonio Abad escuchó el llamado de Dios: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes, luego ven y sígueme”. Antonio tenía apenas veinte años, pero vendió lo que le habían dejado sus difuntos padres, distribuyó su dinero entre los pobres y se marchó al desierto para renunciar al mundo y convertirse en el primer anacoreta cristiano. Por mi lado, a principios del año 2025, con más de cuarenta años en la ciudad de Buenos Aires, puse en juego mi alma y, sin ánimo de competencia, me mudé al sur de la avenida Rivadavia.
Después de una serie inaugural de ejercicios espirituales, Antonio se dirigió a los sepulcros que estaban muy alejados del poblado y se encerró en uno de ellos para evitar cualquier contacto con los seres humanos. Desde entonces lo esperaría lo inhumano: ángeles y demonios. Pero se dice también que existió un sabio egipcio pagano llamado Pancrates, que se quedó durante veintitrés años en un agujero subterráneo en donde Isis lo inició en los misterios de la magia. Esta imagen, la del agujero subterráneo donde se combinan el sufrimiento y la magia, es conveniente para pasar a las características logísticas y espirituales ligadas a cómo llegar desde Cabildo al norte hasta Rivadavia al sur a través de las oscuras y malolientes catacumbas del subterráneo de Buenos Aires. Empiezo así para el lector la historia de mi propia “anachoresis”, palabra griega que, al principio, designaba la decisión de huir del mundo por motivos antisociales, y que recién más tarde se relacionó con fenómenos de devoción. No sé dónde te halles, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.
Con un atado a las espaldas, entonces, empecé una peregrinación que ya se anunciaba de manera torva, porque se trataba de ir por abajo, y no por arriba, del mundo. El camino subterráneo al sur empieza en la Línea D, tradicionalmente asociada al bienestar general de los habitantes del corredor Cabildo-Santa fe, aún si, durante los últimos años, la zona empezó a quedar envuelta en ciertas tinieblas. Al color verde de la Línea D, en un pasado no tan lejano, podían asociarse las sonrisas y los escotes veraniegos de las cuadrillas de secretarias ejecutivas en marcha hacia Plaza de Mayo, y por qué no, las sonrisas y los pectorales veraniegos de nuestros mejores “white-collars”. Después de la pandemia, sin embargo, aquel ecosistema se marchitó. Y ya sea por la extensión indefinida del “home office” o la extinción de aquello que el mercado laboral solía retribuir bajo la etiqueta de una “buena presencia”, durante 2024 las discusiones miserables por los precios del boleto entre los pasajeros y las pasajeras del subte y los “hombres de negro”, colocados ante los molinetes por la concesionaria Emova, se registraron incluso en estaciones antes intachables como Juramento o Bulnes. Pero esto es anecdótico. La primera etapa relevante del viaje subterráneo hacia el sur de Rivadavia es la estación Pueyrredón, donde el verdor de la Línea D se combina con el amarillo de la Línea H en un triste color pardo.
Dado que las paredes y el techo de la estación Pueyrredón exudan desde el año 1938 orina y materia fecal, la transmigración de esta característica del espacio al entorno anímico de los transeúntes fue inevitable. Al pisar el andén, mientras los carteles dispuestos para confundir con salidas y escaleras cerradas juegan con las mentes desorientadas, la estación Pueyrredón decanta a quienes vuelven a la superficie y se ensaña con los frenéticos que insisten en permanecer en las catacumbas. Pero el verdadero cambio psicosocial entre la Línea D y la Línea H no ocurre entre quienes todavía sostienen maletines y quienes arrastran bolsas de consorcio con latas aplastadas (que cada vez son más), sino en el tono general de las facciones.
La aspereza unánime de las caras que deambulan por la estación Pueyrredón de la Línea D es como la de los bares de las películas del Lejano Oeste, donde cada uno mira al otro con sospechas lúgubres más o menos contenidas. Los gestos, la aprensión y la repugnancia de la escena sintetizan bien lo que explica Elias Canetti acerca de que nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido y que, por eso, todas las distancias que el hombre ha creado a su alrededor han surgido de este temor a ser tocado. Pero, una vez en la Línea H, el tono de las facciones se vuelve más turbio, como el que predomina en los patios comunes de cualquier presidio latinoamericano, y ya en la Línea E los atletas del exilio decantan hacia el exotismo volátil de la cantina de Mos Eisley, en el planeta Tatooine. Aunque para estos detalles falta un buen tramo del camino.
La senda catecúmena (del griego “catochos”, que significa a la vez retenido e inspirado) hacia el sur de Rivadavia regala el espectáculo estándar de locura, marginalidad y violencia típico del subte porteño. La diferencia es que, rumbo al sur, el espectáculo se expande y se malforma un poco más. Por lo tanto, al pobre viejo que hace la vertical sobre un tacho de pintura (y que añadió a su rutina el relato de su paso triunfal por el subte de San Pablo), a los pobres ejércitos de familias indigentes que dormitan debajo de las escaleras mecánicas y a los pobres “terminales”, los pobres “colillas”, como diría Varlam Shalámov, que se arrastran a solas o con sus hijos de vagón en vagón implorando por comida, se les suman, además, los obreros airados que miran (a todo volumen) videos de Traniela mientras vacían latas calientes de Brahma en marcha hacia las estaciones Corrientes y Once de la Línea H, y también los mendigos demenciados que mastican la basura semisólida que encuentran entre los asientos de la Línea E. Por este camino, sin que importe la época del año, el olor humano es ácido y duro, de naturaleza fétida y rupestre, y los estandartes de la dignidad de la especie tiemblan. Más obstáculos a mi fe, falaces espejismos dados a ocultar la rutilancia de una verdad. Pero, ¿qué verdad?
Entre las postales en mi memoria, solo una vez, en la estación Humberto I, donde la Línea H se encuentra con la Línea E, estuve a punto de intervenir ante una madre de edad incierta que empujó a su hijo de tres o cuatro años escalera abajo para intentar subirse a un subte hacia Retiro. Por azar, vi la secuencia en detalle mientras yo subía. Primero, la cara alegre del chico, vestido con un guardapolvo de jardín municipal y una manzana en una mano mientras la madre lo llevaba rápido desde la otra. Después, la transformación de esa alegría en súbito terror cuando su mamá lo empujó por la escalera, el chico perdió el equilibrio y la manzana se destrozó en los escalones. Desde ya, la indiferencia del resto ante los gritos, las lágrimas y los golpes (los pies en el aire del chico rebotaban de escalón a escalón, como si fuera un muñeco de trapo) era total. Además, ¿qué hacer frente a la voluntad de una madre de modo que no resulte más dañino para el hijo? Como en Kolimá, la bondad es un pecado, aunque también lo es la maldad.
Sé que los chicos, a veces, quedan envueltos entre las tristes neurosis de sus padres. Sin embargo, esa tortura física y mental tan gratuita e inútil (a la pobre mujer, por supuesto, le faltó agilidad y le sobraron kilos para alcanzar un subte que, de todos modos, volvería a llegar cinco minutos después) resultó la confirmación de las oscuras precauciones que me ofrecían mis amigos antes de mi mudanza, aunque en realidad ninguno de ellos habite al sur de Rivadavia. De paso, otra cosa: estos instantes, en los que las fuerzas del amor y el odio se mezclan y nos afectan entre culpas, recuerdos y deberes, confirman que las personas con hijos son siempre mucho más interesantes que las personas sin hijos. Y la razón es evidente: por las buenas o por las malas, los hijos despiertan emociones, emiten informaciones y amplifican un espectro sensible e intelectual de dichas y desdichas acerca del pasado y el futuro que no provoca en ningún corazón gatito, perrito, abuelito o papito alguno dispuesto a reemplazarlos. Pero no nos alejemos demasiado del camino en las catacumbas.
Se dice que Pacomio, otro de los Padres del Desierto radicado en un pueblo calcinado por la intensidad del calor llamado Seneset, donde se hizo bautizar tras renunciar al ejército romano hacia el año 291, pasó quince años enteros sin acostarse para dormir. Este aprendizaje de la vigilia, entre jornadas de ayuno y rezos, esos largos años de oraciones que se hacían de pie y con los brazos en cruz, orientaron a Pacomio hacia la práctica de una ascesis a plena luz del día, es decir, opuesta a la oscuridad de las tumbas de Antonio, al que atacaban (y tentaban) espíritus cuya maldad o bondad era difícil distinguir. En forma de osos, leones, lobos y serpientes, por ejemplo, algunos de los espíritus aullaban, rugían y traqueteaban para aterrarlo y enloquecerlo. Luego de esas apariciones, Antonio sentía el cuerpo molido a golpes y se quedaba en el suelo durante horas, inanimado. Frente a Pacomio, en cambio, los demonios se reunían en multitud de un lado y otro de su monasterio para burlarse del esfuerzo necesario para mover piedras. ¿El objetivo? Hacerlo reír y luego reprochárselo. Al fin y al cabo, bastaba una sonrisa para disolver el beneficio de largas ascesis y mortificaciones: quien ríe ya no está en guardia contra sí mismo. Con tenues diferencias, creo que hay escenas cotidianas en la estación Jujuy de la Línea E, donde el tramo hacia el sur de Rivadavia comienza su desenlace, que también torcerían el gesto adusto de un santo.
Lo primero en destacarse en la Línea E no son los mosquitos, las pulgas, los pañales usados ni los vómitos, sino lo que los especialistas llaman “material rodante”. Como dinosaurios histéricos y seniles, los viejos Fiat-Materfer, con más de cuarenta años de antigüedad muy mal llevados, sin aire acondicionado, altavoces afónicos y asientos de plástico incompatibles con la anatomía humana, recorren las vías oscuras hacia Plaza de los Virreyes-Eva Perón lacerando oídos y nervios sin otra pausa que las de un servicio intermitente. Pacomio, que ordenó a los monjes de su monasterio dormir sentados en sillas bajas, lo habría aprobado. Aun así, la psicodinámica de la Línea E, en contraste con las otras líneas, tiene sus particularidades. He visto a hombres extraños leyendo a Hegel en alemán en el andén de la estación Jujuy, a unos metros del rincón disfuncional, y siempre orinado, en el que murió hace mucho tiempo un ascensor fuera de servicio. Ahí mismo, entre el hedor, otros venden paltas, turrones o caramelos. También he visto a hombres extraños, en el mismo andén de la estación Jujuy, bañarse en desodorante. Cabeza, tórax, axilas, genitales y piernas que, remojados durante dos o tres minutos bajo el pulverizador, daban a su dueño la fantasía solemne de oler bien. Casi todos ellos correspondían a ese tipo de hombres que suelen caminar por el espacio público con las rodillas pegadas y una o dos manos sobre su pene, y que se huelen los dedos con mucha curiosidad cada cinco pasos. Por supuesto, mi radar etnográfico jamás captó una sola señal libidinal en estas catacumbas, tal vez porque la presencia de mujeres en cualquier actividad vital positiva es nula, o tal vez porque los demonios consumen toda alegría. En medio de la peste emocional de los teléfonos, que alzados por todos todo el tiempo reproducen a todo volumen todo tipo de videos de Instagram, todo tipo de audios de WhatsApp y todo tipo de música tropical de Spotify, suele haber, también, un travesti raquítico y pelado que se entretiene soltando verduras podridas por los vagones. Dejo la advertencia: quien caiga en la trampa de agarrar uno de esos tomates o papas e intentar devolverlo, soportará otro rapto demente de pedidos de toda clase.
A medida que cruzan el sur de Rivadavia, las estaciones de la Línea E quedan vacías y desangeladas, cada vez más amarronadas por los cerámicos mortuorios, sin lugar para los débiles y en caída cuesta abajo. Se dice que los demonios que se le presentaban a Antonio no podían hacer nada, y esa extrema debilidad era otro motivo que lo obligaba a despreciarlos todavía más. En oposición, otra vez en la superficie de la ciudad, al sur de Rivadavia, fuera de las catacumbas subterráneas, hay también ángeles admirables. Los comerciantes jázaros de las tolderías de Primera Junta, los fanáticos melancólicos del Tramway Histórico de Buenos Aires en el Taller Polvorín, los discretos adolescentes coreanos que consumen en los mejores comercios de la avenida Pedro Goyena y el último vendedor ambulante de churros, entre otras viñetas autóctonas, se combinan con los cortes programados de luz de Edesur, la falsa pero verdaderamente bohemia cartonera de la Facultad de Filosofía y Letras, las personas que aseguran percibir el “olor a lluvia” minutos antes de una tormenta y las celebridades de baja intensidad, como Fernanda Iglesias. En una ocasión, mientras cargaba una gran bolsa de arena sobre sus hombros y sostenía una canasta con las manos, unas personas que se burlaban en voz alta de otras le preguntaron a San Pior qué estaba haciendo. “Esta gran bolsa de arena son mis pecados”, dijo. “Los coloco a mis espaldas para no verlos. Esta canasta son los pecados de los demás. Los coloco delante para verlos solo a ellos”. San Pior siguió su camino y no hubo más preguntas ni burlas contra nadie. Por mi lado, cuando llego al sur de Rivadavia, a veces me parece verlo a San Pior cargando su tarjeta SUBE en la estación Emilio Mitre de la Línea E. ///// DB