Hace algunas semanas, imágenes de la residencia Olivos produjeron las respuestas horrorizadas del campo unificado de la resistencia democrática al gobierno de Javier Milei. Las fotos mostraban los pasillos de la residencia decorados por ampliaciones de tapas de revistas internacionales y por algunas obras que fueron consideradas de bajo nivel artístico. Una en particular capturó la imaginación pública: Milei representado como Wolverine de los X-Men, aparecía en primer plano con sus garras de adamantium desplegadas después de haber destruido y prendido fuego una K gigante de piedra. En seguida las acusaciones de narcisista y grasa confluyeron para acomodarse dentro de la proyección imaginaria que, junto a la ya consolidada representación de autoritario y megalómano, prolongan la identificación de Milei con los grandes líderes del movimiento justicialista (Juan Perón, Carlos Menem, Néstor Kirchner), quienes también fueron acusados, en su momento, de lo mismo.
Nadie parece darse cuenta de esta simetría, sin embargo, aunque no es de extrañar porque el sentido de la ideología es ocultarse a sí misma como sistema de creencias que sostiene identidades de clase y, por ende, relaciones de privilegio y de fuerza cristalizadas en el tejido social. Aún así, la reacción y la evaluación crítica que de la obra Milei Guepardo hicieron las almas bellas del progresismo neoliberal nos llama la atención sobre la necesidad de trazar algunos elementos para avanzar hacia una teoría sociológica de la percepción artística durante el primer mileísmo o, dicho de otro modo, una teoría estética del mileísmo temprano.
Si es cierto que, como indica Pareto, la revolución es el proceso de “circulación de las elites”, cada nueva elite no solo trae su nueva doctrina y sus instituciones renovadoras, sino, fundamentalmente, trae sus propios artefactos culturales a través de los cuales habla, interviene y da forma a su época.
Todo ciclo histórico empieza con una disrupción estética: las vanguardias artísticas del ‘20 anticiparon el fin del liberalismo y la expansión del Estado y las del ‘60 la crisis del New Deal y la hegemonía del neoliberalismo. El bolchevismo fue, antes que un movimiento revolucionario, una estética y un movimiento artístico, como lo prueba Borys Groys. Y lo mismo podría decirse del fascismo y del nazismo. El peronismo originario también fue, antes que una revolución, una estética. Y durante los últimos veinte años el neoliberalismo también se encarnó unificando su proyecto político universalista bajo una estética lánguida de colores terracotas y pasteles, consumos moderados y puritanismo multicultural, que en nuestro país hablaron casi a la perfección las elites macri-kirchneristas.
Es de hecho el arte -no la economía, no la política- el lenguaje de las elites.
La dominación estética no es una métrica en una hoja de excel. No es una cuenta pública. No es un indicador. Solo puede ser obtenida a través del reconocimiento unánime de esa dominación por parte de los agentes que la desprecian y la resisten. Y la señal de que es irresistible son los constantes intentos vanos por repelerla de quienes la juzgan fea, grosera, inmoral, vulgar, etc. El único camino hacia la dominación estética es la dominación política, pero no hay verdadera dominación política sin una visión del mundo fuerte, clara, bella y verdadera. Es decir, sin orden cultural.
Nuestra aproximación hacia una teoría estética del mileísmo temprano entonces deberían ofrecer al mismo tiempo elementos de una sociología teórica que permitan al gran público interpretar el hecho artístico mileísta y una lectura de los elementos sublimes o trascendentales que habitan la obra Milei Guepardo y que permiten pensar en la fundación de un orden estético potencial. ¿Es esto posible? La respuesta es que sí.
Por supuesto, en este artículo me interesa hacer foco en esto, y no en la pelotudez de $Libra, porque aquí nos encargamos de los grandes temas de la humanidad y la política y no de las polémicas contingentes que estimulan la imaginación pornográfica de los normies en redes sociales. Así que empecemos.
Lección de estética número 1: Toda percepción artística implica una operación de desciframiento de la que vos no sos consciente porque si lo fueses te darías cuenta que sos un progresista cheto que lee cosas en internet
Esto significa que toda toda aprehensión estética es en realidad un acto de interpretación, y que este acto de interpretación se ignora como tal en tanto sucede de forma automática, es decir, aparece como un acto inmediato y adecuado, espontáneo e invisible, de una obra de arte determinada. En tanto tal, este acto de desciframiento objetiva el capital cultural que el observador porta en sí mismo y que fue acumulando a lo largo de su educación formal o informal, institucional o no institucional.
Si cuando leemos la fábula de Crisóstomo y Marcela, en el Quijote, interpretamos a Marcela como una pastora rebelde o como un ícono feminista que representa la libertad o -como probablemente era la intención de Cervantes, en un sentido aristotélico- una cautiva de su propia renuncia autoimpuesta a la vida organizada políticamente, ponemos en juego tres tipos distintos de intuiciones prácticas y tres tipos distintos de formaciones críticas. O si, como cita Bourdieu, percibimos “en una fracción de segundo y de manera casi automática” que el niño Jesús aéreo en la tercera parte del tríptico de la natividad de Van der Weyden correspondiente a Los Reyes Magos, es una aparición y no una representación realista de un bebé volador, entonces estamos obedeciendo inconscientemente a las reglas que rigen un tipo particular de representación porque llevamos esas reglas incorporadas en nuestro aparato mental.
Ahora bien, si la cuestión de las condiciones que hacen posible la experiencia de la obra de arte como un objeto inmediatamente dotado de sentido es en general una sobre la que no reflexionamos es porque cuando nos acercamos a una obra de arte lo hacemos como portadores de un marco conceptual que resulta perfectamente adecuado -si bien insuficiente- y que se realiza inmediatamente frente a esa obra -es decir, que en general la cultura que el creador incorporó a su obra coincide con la competencia artística que nosotros como espectadores llevamos internalizada y que ponemos en juego en nuestro acto de desciframiento. Esto significa que -aunque no sepamos nada del renacimiento- uno puede estar más o menos preparado para disfrutar aún a un nivel primitivo de la Liberación de San Pedro por sus simetrías, temas religiosos y uso contrastante de colores, pero sobretodo por la consolidada sensación de que eso es una pintura legítima porque así fuimos preparados durante toda la vida para decodificarla a lo largo de nuestra educación formal.
El malentendido -que es lo que me interesa analizar- surge habitualmente cada vez que no se cumplen las condiciones particulares: la ilusión de la comprensión inmediata conduce a una comprensión viciada y basada en un error. Cuando una obra se encuentra codificada según un código cultural que es ignorado o es totalmente ajeno al observador, éste aplica inconscientemente las categorías de una tradición extraña porque no puede liberarse del acto de desciframiento -no hay aprehensión que no incorpore un código inconsciente porque, como ya dijimos, toda percepción artística implica un acto de desciframiento. Este acto lleva, entonces, al equívoco trágico y arrogante porque intenta fijar a la obra dentro de los parámetros de una tradición que es inadecuada, lo cual desnuda al observador como un ignorante y como un imbécil. La conclusión es aterradora.
Un ejemplo fue el que tuvimos con Milei Guepardo. Las almas bellas del progresismo porteño, ignorantes de los códigos culturales que vuelven a la obra de Milei inteligibles (de los cuales hablaremos más adelante) pero también totalmente desprovistas de las categorías sofisticadas de la crítica artística para indicarnos por qué ésta era mala, echaron mano a las codificaciones de las que disponían para tratar de decir algo sobre el cuadro y sobre su dueño, el presidente. Al hacerlo develaron dos hechos fundamentales: el primero es la efectividad de los instrumentos de propaganda de la ideología progresista neoliberal que -a través de las series y películas de Hollywood- es capaz de inocular la epistemología básica que luego personas en la Comuna 14 operan en su vida cotidiana inadvertidamente para juzgar situaciones y tomar decisiones. Como en las sitcoms y en las comedias de gordos fuma porros los individuos que tienen cuadros de sí mismos en sus casas son narcisistas, brutos e insensibles (algunos ejemplos son Tony Montana, Ron Swanson, Gob Bluth de Arrested Development, White Goodman en Dodgeball o Jack Donaghy de 30 Rock, o sea, siempre el estereotipo de votante de la “derecha”) entonces en la vida real esto debe ser igual. No hay ningún tipo de mediación o separación crítica entre la representación de la vida en la pantalla y la vida física y real. Por supuesto, esto es una característica de nuestra época, enferma de simulación, pero no deja de ser triste comprobarlo cuando viene acompañado de una capa de jactancia y pretendida erudición.
Un anónimo usuario kirchnerista de twitter, a quién protegemos en su identidad, se siente avasallado por el mal gusto de Milei
El segundo hecho comprobado es que los chicos progresistas de Palermo, votantes de las ruinas del peronismo neoliberal, que se perciben a sí mismos cultos y sofisticados defensores de causas científicas y civilizadas como la universidad pública y el aborto legal son, en realidad, arrasados adictos al dumping de la chatarra cultural del partido demócrata. Sus categorías de análisis siguen girando en falso entre Seinfeld y los Simpsons, cuando no ya en el fondo de olla de las redes sociales, sketchs de Cualca y un consumo irónico por youtube de Lilita Carrió.
Así, de la misma manera que los menos formados se encontraban antaño frente al arte elevado de los salones parisinos en una situación muy semejante a la del etnólogo frente a una sociedad tribal que no comprendía y que le resultaba extranjera, nuestros “eruditos” de twitter de hoy, acostumbrados a masticar la morralla pop con que los alimentó el departamento de Estado durante los años de gloria del clinton-obamismo, pero aún ajenos a los nuevos códigos estéticos que fundan el nuevo orden cultural del pos-neoliberalismo porque arrastran las melancólicas cadenas de la cultura audiovisual del siglo XX, se encuentran en una situación de absoluta ceguera cultural: puesto que la información ofrecida por el Milei Guepardo excede su capacidad de desciframiento, la perciben como carente de significación o más exactamente, de estructuración y de organización, porque no pueden “decodificarla”, es decir, reducirla a un estado de forma inteligible. Esto nos lleva a nuestro segundo punto.
Lección de estética número 2: Toda operación de desciframiento exige un código más o menos complejo, cuyo dominio debe ser total. La ausencia del código nos lleva al ridículo. Twitter no es un código.
En Studies in Iconology (1939) Erwin Panofsky, historiador y crítico, advierte que la obra de arte, como todo objeto cultural, puede ofrecer significados a distintos niveles según la clave de interpretación que se le aplique. Las significaciones más superficiales, de nivel inferior, resultarán necesariamente parciales y castradas, por lo tanto erróneas, en tanto no se comprendan las significaciones de nivel superior que las incluyen y las transforman.
Este primer nivel de desciframiento es aquel “en el que podemos penetrar sobre la base de nuestra experiencia existencial” o, dicho de otra manera, este es el nivel fenoménico, que solo es capaz de captar las propiedades sensibles de la obra -por ejemplo, la textura o la firmeza de los trazos, la brillantez de los colores, el dibujo, etc. Esta es la capa de la que no pueden salir quienes observan en el exquisito Milei Guepardo apenas una representación infantil de un personaje de historieta transfigurado, es decir, una fantasía frívola de diseño titubeante. La capa secundaria es la “capa de los sentidos”, que sólo puede ser descifrada a partir de un conocimiento complejo y “transmitido de manera literaria” (es decir, hay que ponerse a leer). Este segundo nivel de sentido supera la simple designación de cualidades sensibles y capta las características estilísticas de la obra de arte y la introduce en tradiciones estéticas, constituyendo la verdadera “interpretación” de la obra. Dentro de esta segunda capa, Panofsky distingue por un lado el “asunto secundario o convencional”, es decir, “los temas o conceptos que se manifiestan en imágenes, historias o alegorías” (por ejemplo, cuando un grupo de personajes es sentado en torno a una mesa representa La Cena), cuyo desciframiento incumbe a la iconografía; y por otro lado “el sentido o el contenido intrínseco”, que la interpretación iconológica no puede recuperar sino a condición de tratar los métodos de composición como símbolos culturales, es decir, como expresiones de la cultura de una época, de una nación o de una clase social.
¿Qué pasa entonces con el Milei Guepardo? ¿Cuál es ese segundo nivel de interpretación, más allá de sus características sensoriales, aparentemente ingenuas?
Durante los últimos 100 años el capitalismo ha encontrado una forma brillante de metabolizar las innovaciones radicales del arte de vanguardia. Borys Groys, en Devenir revolucionario (publicado en Arte en flujo) ofrece el ejemplo por excelencia cuando habla del cuadrado negro de Malevich: una imagen tan simple que sería capaz de sobrevivir la destrucción revolucionaria. Hoy en día, sin embargo, vivimos en un mundo sobrepoblado de cuadrados negros: el televisor es un cuadrado negro, tu coche es un cuadrado negro, el celular es un cuadrado negro, el tradingview es un cuadrado negro, en fin. La obra de Malevich, prolongando la lógica groysiana, anticipa la dinámica multiplicatoria y voluntarista del meme.
Un meme representa un tipo de imagen capitalista que no tiene origen claro pero que se multiplica constantemente, mutando y adaptándose a cualquier contexto. Moviliza desde mensajes políticos fuertes hasta inocentes chistes de oficina copiando la gestualidad del arte de vanguardia (una imagen básica, estática o cinemática, que es invadida por textos, música, filtros, etc. hasta la deformidad). Funciona con un lenguaje muy parecido al del modernismo, aunque de forma acelerada. El crítico Nicolas Barrera afirma que “puede decirse que todo meme es un heredero bastardo de la aminoración del arte conceptual”, y para demostrarlo compara el autorretrato (1993) de Tom Friedman con el planking.
Boris Groys afirma que “el modernismo es una historia de infecciones: infección a partir de los movimientos políticos, de la cultura de masas y el consumo y, ahora, infección de internet, tecnología de la información e interactividad”. La apertura a la exterioridad y sus infecciones son una característica central de la herencia modernista y esta herencia es la voluntad de revelar al Otro dentro de uno, de volverse otro, dejarse infectar. Esta infección aparece en todos lados: se puede argumentar que el surrealismo es la estetización del psicoanálisis o que la transformación del Che Guevara en un símbolo estético del movimiento revolucionario en el siglo XX es la objetivación de la derrota del socialismo. El Milei Guepardo nos indica el punto de infección del arte por la lógica memética y la fundación de una estética mileísta.
Rihanna visita la obra Ewaipanoma, una gigantografía de ella misma decapitada, en Berlin, en 2016
La artista Lena Ruseva presenta en 2022 su fantasmagórica obra The Expulsion from the White House
Shorts de fútbol del ascenso, otro ejemplo de la estética memética de early mileísmo
Hay dos elementos que en principio podríamos pensar como constitutivos del arte memético y de la estética del ciclo posneoliberal: la hiperstición y el sentido religioso. Me gustaría decir algo sobre ambos aunque me interesa sobretodo centrarme en la hiperstición en tanto es la marca distintiva del nuevo régimen.
La hiperstición es una idea performativa que provoca su propia realidad, una ficción que crea el futuro que predice. Este concepto, ya muy manoseado y sobre el que no es necesario hacer arqueología, replica en esta definición básica -aunque desde un costado tecno-científico- el horizonte de imaginación de la doctrina del Nuevo Pensamiento (New Thought), que es un término paraguas que designa una variedad de filosofías y prácticas que tienen como temática central la creencia de que la mente puede influenciar directamente, a través del esfuerzo direccionado, la realidad. Es decir que a través de nuestra voluntad podemos lograr que “las cosas sucedan”.
Esta corriente de pensamiento fue creada por Phineas Quimby en el estado de Maine durante la segunda mitad del siglo XIX, en una época en la que el llamado imperialista trascendente empujaba la frontera geográfica de Norteamérica hacia el oeste pero también expandía la frontera espiritual de sus colonos, acelerando la hiperfragmentación sectaria que habilitaba la herejía protestante. Más allá de eso, el Nuevo Pensamiento tuvo varias muertes y resurrecciones. En los últimos años, el best seller de Rhonda Byrne, The Secret, de 2006, recomendado por la ubicua estrella demócrata Oprah Winfrey, le dio un nuevo impulso a la práctica al actualizar los métodos de imaginación creativa a través de los cuales se enseñaba a visualizar un futuro positivo para volverlo realidad a través de su “manifestación”. El principio central que enuncia el libro es la “ley de atracción”, que es un mix de principios del hinduismo, la cábala judía y la teosofía.
En esta última encarnación, el Nuevo Pensamiento asumió el rol de una tecnología de reconstrucción del yo para el mercado laboral hipercompetitivo y fragmentado del ciclo financiero-tecnológico del obamismo, que exigió la ruptura definitiva de las identidades sociales, culturales y religiosas tradicionales para acelerar la última fase de desindustrialización. Sin embargo, con la aparición de internet y su carnaval de creencias desviadas, monstruosas y gore, esta doctrina luminosa dio un giro pervertido y en la antesala de las elecciones del 2016 sirvió como base teórica para lo que se conoció como meme magick, la combinación entre el voluntarismo espiritual de la ley de atracción y la magia del caos -una subcultura pagana y esotérica que manipula las creencias como estrategia para intervenir la realidad. El resultado es una práctica que disfraza bajo incontables capas de autorreferencialidad, esoterismo y pop culture viejos adagios de las ciencias sociales presentes en Simmel y Weber que conceptualizan formas de la acción y la sugestión colectivas.
Para los hechiceros del caos internet funciona de la misma manera que el “plano astral”: una especie de éter psíquico del que es posible extraer recursos y al que pueden imprimir su voluntad para generar efectos sociales acelerados. La meme magick ocurre cuando algo creado en internet sangra hacia el mundo real y lo impacta. El efecto es casi como una sincronicidad inducida, o lo que C. G. Jung llamó “coincidencia significativa” -cuando lo que sucede en tu mundo interno también sucede en el mundo externo, sin ningún tipo de relación causal aparente. Los memes funcionan como sigils o símbolos metafísicos capaces de concentrar una fuerte carga de sentido colectivo y performar, de esta manera, su propia predicción. Esta es su verdadera importancia como artefactos culturales y lo que los vuelve verdaderos.
Este elemento autoproductivo -hipersticional- es constitutivo de todas las obras que presenté en el pequeño catálogo más arriba, en este mismo artículo: lo que en nuestro país llamo estética memética mileísta o gráfica mileista del período clásico, en tanto la localización de un trend estético global con características netamente argentinas. En el caso de la obra de Rhianna arrodillada se produce a sí misma al ser visitada por la propia artista, como se muestra en la foto. En el caso del cuadro de Trump no vale la pena ni puntualizarlo tras conocer el resultado de las últimas elecciones presidenciales norteamericanas. Y en el caso de los shores, objetos hipersticionales por excelencia, imaginan una Argentina utópica donde todo el fútbol se ha convertido en una sola gran liga de ascenso, escenario que ojalá suceda pronto.
Milei Guepardo es sin dudas el exponente por excelencia de esta tendencia y la que está destinada a definir el régimen de sentido dominante del ciclo político actual. Por eso es que los sujetos portadores de categorías propias del ciclo cultural declinante (también llamados normies kirchneristas) son incapaces de interpretarlo. En este caso, la profecía que porta la obra de arte es la de la destrucción del peronismo neoliberal y la elevación de Milei a héroe de acción trascendente.
Milei baja de inflación. Autor anónimo.
Milei con cabeza de León, del artista Yari Casanova, otra obra que se nutre del lenguaje memético-religioso de internet
El arte post-contemporáneo, por otra parte, parece volver a traernos a través del elemento hipersticional, hacia un arte religioso pre-artístico en el sentido en el que Hegel calificaba al primer momento histórico del desarrollo del arte. Aquel al que llamaba el momento simbólico. Este es el momento en el que la visión religiosa está en la base de la forma artística y en el que lo sagrado está siempre por encima de toda singularidad, lo cual significa que el arte aparece como una sustancia sin sujeto y, por lo tanto, como un contenido que no exige la presencia de ningún artista ni de ninguna personalidad genial que lo produzca porque está más allá de la subjetividad. El flujo de sentido infinito y sin creadores del arte memético -del cual Milei Guepardo es un exponente brillante, dado que no tiene autor- parecería acelerar la modernidad a tal punto que nos dejaría de nuevo en el ciclo del arte religioso oriental, en donde el contenido sagrado -al que Hegel llamaba idea– se mantiene indeterminado e incapaz de encontrar una forma que lo contenga. De la misma manera que acontecían en el momento simbólico, en el arte memético posneoliberal se da una gran extrañeza entre la idea sagrada y los fenómenos en los que esta se revela. La idea y los fenómenos se mantienen, por lo tanto, en una relación negativa, por lo que la idea prosigue sublime, atravesando toda una gama de figuras sensibles que le son esencialmente inadecuadas -figuras horribles, deformadas, perversas, o sea, memes, que sin embargo intentan canalizar la energía del orden sagrado con mayor o menor éxito. La pieza de la baja de inflación es clara en este sentido. Y extraordinaria.
Lección de estética número 3: La ideología del “ojo nuevo”, fundamento de la representación romántica de la experiencia artística, vela una experiencia mutilada de la obra de arte y relaciones neuróticas de clase. Detrás de ella se oculta el macri-kirchnerismo al que hay que hacer mierda.
Frente a lo que podríamos llamar, siguiendo a Nietzsche, “el dogma de la inmaculada percepción”, la comprensión de las cualidades “expresivas” de la obra no es más que una forma inferior de la experiencia estética porque, al no estar controlada ni corregida por el conocimiento de los síntomas culturales que sostienen al hecho artístico se sustenta en un capital cultural inespecífico y en un código de decodificación contextual que no es adecuado y, por tanto, no permite leer apropiadamente el texto.
“La interpretación asimiladora -dice Bourdieu- que lleva a aplicar a un universo desconocido y extraño los esquemas de interpretación disponibles, es decir, aquellos que permiten aprehender el universo familiar como dotado de sentido, se impone como un medio de restaurar la unidad de una percepción integrada. Aquellos para quienes las obras de la cultura erudita hablan una lengua extraña están condenados a imponer a su percepción de la obra de arte categorías y valores extrínsecos”. Así, la ideología del “ojo nuevo”, que nos dice que es “suficiente” experimentar la obra en sus atributos sensibles, de forma primitiva, para ejecutar un juicio de valor, tiene como objetivo en realidad restaurar la consistencia del sistema analítico allí donde -como en el caso de Milei Guepardo– los observadores carecen de las categorías para establecer una interpretación adecuada -es decir, allí donde los observadores son ignorantes o deshonestos. En este caso, no estamos frente a una obra de la cultura erudita sino a un objeto producido por la cultura memética. Sin embargo, ambos les resulta igual de ajenos a los kirchneristas millennials ultra cogidos que arrastran en sus espaldas las viejas marcas melancólicas de prestigio de la cultura audiovisual del alto modernismo que los vuelve igual de incapaces de hacer una decodificación apropiada tanto de una obra alta como de una baja, tanto de una obra clásica como de una obra arqueofuturista. Solo saben consumir bienes intermedios -como mencionamos, porro y cultura retro-nostálgica hiperprocesada.
La conclusión que producen, entonces, es que el valor artístico del cuadro que tiene Milei colgado es nulo en virtud del tema naif de la obra y de su ejecución aparentemente mediocre, sin detenerse a pensar que este es su preciso sentido artístico ni que en realidad el criterio por el cual lo declaran nulo es que son incapaces de evaluarlo y, ergo, de tolerar la herida narcisista que Milei Guepardo les infringe.
Esto es así porque la estética de las diferentes clases sociales no es, salvo excepciones, más que una dimensión de su ética o, mejor, de su ethos. Por eso es que las preferencias estéticas de la pequeña burguesía secular aparecen como una disposición ascética que también se expresa en otras dimensiones de su existencia.
Arquitectura coworking, la muestra “Melodrama” de Lola Erhart, normcore “bostero y peronista”, Tamara Tenembaum y el mix oficial entre arte corporativo y posters de escuela primaria: la estética de la pequeña burguesía macri-kirchnerista que tenemos que hacer mierda
Si pensamos en la estética de la pequeña burguesía macri-kirchnerista neoliberal nos encontraremos, de hecho, con los elementos diametralmente opuestos al arte memético del período mileísta temprano. Por un lado, tenemos una separación entre forma y contenido en donde el contenido queda totalmente subordinado a la forma. Esta emergencia hace aparecer al artista genial como artífice original que justifica constantemente la peculiaridad de las obras en función de su carisma único. Todo en el mundo pequeño burgués tiene marca de autor, todo está nomenclado, todo obedece a una voluntad individual y excepcional que, en última instancia, es capaz de prescindir de la obra misma o se convierte ella misma en la obra. Esta cualidad, que es propia de la modernidad secular e individualista, queda cancelada por el arte memético mileísta en tanto una y otra vez se encuentra desbordado por el sentido religioso trascendental que destruye la autoría en pos de un horizonte de intervención política transformadora. Es por eso que, frente al estilo moderado y puritano de las capas medias escolarizadas y secularizadas, el arte mileísta opone constantemente una estética excesiva y radicalizada, voluptuosa, falsa, que siempre parece al borde del colapso.
Finalmente, la estética pequeño burguesa macri-kirchnerista neoliberal nice se caracteriza por la separación tajante -siguiendo la distinción de Kant en la Crítica del juicio- entre “lo que gusta” y “lo que provoca placer”. Esta distinción exige que -con el objetivo de tributar al desinterés, “único garante de la cualidad estética de la contemplación”- toda imagen esté independizada de su función, aún si esta fuera la del signo, de modo que la representación “funcionalista” se encuentre totalmente anulada. ¿Qué significa esto? Que las cosas, para ser bellas, no deben significar nada. Cuanto más absurdas, cuanto más apáticas, cuanto más fuera de lugar, mejor. Las imágenes que seleccionamos son claras en este sentido, especialmente Tamy Tenembaum para la cultura literaria y Eial Moldavsky para la cultura portuaria: ambos representan su vaciamiento y lánguida estetización. Esto hace que los objetos cancelen su función propiamente narrativa y designativa y pierdan su poder figurativo para transformarse en meros objetos decorativos, emplazándose en formas y situaciones desconcertantes destinados a “romper” con el sistema de “representación”. El efecto resultante es de un total narcisismo y clasismo.
Axel Kicillof vs Santiago Caputo: la pose narcisista de la pequeño burguesía neoliberal vs la estética religiosa trascendental del nuevo ciclo político
La estética neoliberal es el maquillaje visual de un sistema que ha aprendido a vender su propia decadencia como si fuese una obra de arte, un último truco de magia de una cultura que ha agotado sus ideas y que solo puede ofrecer versiones recicladas de sí misma, la crisis de lenguaje de un poder en declive que si parece todavía omnipresente es solo porque se prolonga en el estilo corporate memphis, la autoayuda disfrazada de cultura literaria y los cafés de especialidad, pero que ha perdido toda su vitalidad.
Si es cierto que, como parece indicarnos el manual de conducción política del siglo XXI, estamos frente a un momento de cambio de ciclo, entonces la única manera de liderar es a través de la dominación. Solo quienes no están seguros, quienes titubean, buscan convencer. La persuasión es beta. Los caudillos del nuevo orden actúan.
El arte, en el sentido más amplio posible en el que aquí lo planteamos -algunos le llamarán content– es el arma incruenta que puede dar forma a la nueva Argentina. Porque la Argentina no puede ser ganada por el desgastado convencimiento de la política del siglo pasado (se le llama persuasión pero en realidad es gestión de la decadencia), pero tampoco puede ser subyugada por la mera fuerza: debe ser, en cambio, conquistada por la grandeza. Y mientras a los grandes nunca les van a faltar seguidores, contar seguidores nunca le trajo grandeza a nadie. Esa es la triste realidad del sistema al que conocemos como “democracia”.
Esta grandeza no puede ser dicha, debe ser mostrada. Cada inicio pertenece a sí mismo. ///// DB