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Sueños imperiales de IA

Mariano Canal
09 Mar. 2025
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La IA y el imperio romano se amaron. Ahora que ese romance se consumó en forma de imágenes generadas que invisten a Trump, Milei o Musk con los atributos de los emperadores romanos, rodeados de legionarios musculosos, leones hambrientos y multitudes que los celebran en coliseos construidos con las imperfecciones y delirios de las IAs, todo eso podría parecer una deriva estética natural que conecta las ilusiones imperiales de nuestros nuevos césares con la imaginería peplum propia de la época, o por lo menos la de un universo que se sentiría interpelado con ese tópico viral que circulaba por las redes que decía que “todos los hombres piensan al menos una vez por semana en el imperio romano”. Una radiografía shockeante, por cierto, sobre determinado estado mental masculino. Y probablemente cierta, pero en todo caso ¿por qué esa conexión con la antigua Roma y no con otras épocas históricas igualmente gloriosas o catastróficas? ¿Por qué el Napoleón de Ridley Scott causó tan poca atención o tanto desagrado en comparación con Gladiador 2? Una película del mismo director, sin ninguna pretensión, pero donde los senadores romanos leen el diario en cafés mientras esperan al próximo conspirador. Por ahí la grandeza y astucia de Napoleón están demasiado pegadas a sus derrotas y su imperio se desvaneció en un día. ¿Por qué no un revival del Renacimiento? Las intrigas en pasillos florentinos no casan bien con una época donde todos percibimos como el cielo se nubla y se respira la transición de un orden a otro en medio de mucho malestar. Sí, para especular, podrían ser otros momentos históricos de confusión, ansiedad, derrota y resurgimiento, y aunque los años 20s y 30s del siglo XX vuelven cada vez más con su repertorio trágico de taxonomías políticas y adhesiones emocionales, el saludo de Elon Musk fue rápidamente traducido por sus exégetas en las redes como “saludo romano”, una muestra de reconocimiento a un pasado venerable.

Obviamente, como se encargaron de refutar multitudes de conocedores con pergaminos en historia antigua después de lo de Musk, el saludo romano es un invento de la modernidad del que no hay ninguna constancia en la Roma imperial. Una creación que surge del cuadro del muy revolucionario y napoleónico Jean Luis David “El juramento de los Horacios”, un tema de la vieja república romana que en la Francia post 1789 resonaba como llamada al orgullo nacional y al combate contra la autocracia. El brazo derecho extendido como juramento de vida o muerte por la libertad de la patria mutó más de cien años después a signo de lealtad al líder que prometía la reconstrucción de ese viejo imperio a un país que ya no tenía nada de ese viejo imperio y después a los nazis que lo convirtieron para siempre en uno de los gestos más reconocibles de la historia. Nadie, ni siquiera el más freak de los fans del imperio romano, piensa en senadores y legionarios cuando ve a un tipo extender el brazo derecho a todo lo largo, ligeramente hacia arriba, en una reunión política. Por eso mismo, el floreo de los refutadores académicos, con sus precisiones bibliográficas, su humilde contribución a la iluminación de la barbarie, su apego a la reconstrucción del puente de la racionalidad argumentativa, aunque admirables también suenan tan fuera de registro, tan previsibles y tan poco atractivas (aunque inmensamente respetables, claro) ante el avance desprolijo y oscuro de la plebe que grita Ave César. Esas imágenes del imperio, esas vías empedradas que conducen a una ciudad de mármol blanco, esas águilas de oro sostenidas por centuriones de mandíbula cuadrada, están hechas menos de historicidad que de un imaginario que las evoca al mismo tiempo como modelo perfecto de poder total y benéfico, de expansión y sabiduría administrativa y como provocación pop y exagerada al máximo para alimentar la máquina del bait de la guerrilla cultural. Las IA no saben nada del rigor histórico (ni les importa) pero parecen conocer bien a los que promptean sus ilusiones imperiales.

No sé si ya hay publicado un ensayo “definitivo” sobre la estética de las imágenes generadas por IA. Seguramente sí y seguramente quede desactualizado ni bien termine de escribirse. En pocos años (o meses) las habilidades alimentadas a base a saquear el acervo de la imaginación humana permitirán producir fotos o pinturas imposibles de diferenciar hasta para el mayor de los humanistas con corazón puro. Pero por ahora está en la etapa kitsch. Hay un algo que todavía nos permite diferenciar una obra humana de una hecha por IA. Cada vez menos, pero todavía hay cierto dibujo, cierta luz, cierto brillo que las hacen reconocibles. Como en los androides de Blade Runner, cada vez las señales son más tenues. Con nuestras imágenes de la Roma imperial eso no es un problema: son siempre orgullosamente kitsch. Los penachos de los legati son de un rojo furioso, los gladiadores embisten gladio en ristre, los senadores saludan a César con sus togas impecables y el populacho, de fondo, es siempre una multitud alegre y difuminada. Aunque con cierto esfuerzo podamos imaginar que la “realidad” se veía diferente hace 2000 años (personas más sucias, edificios más cochambrosos, esclavos más flacos) la IA siempre nos va a responder con algo más parecido a una postal brillante y optimista. Por eso un Trump o un Milei pueden aparecer en esas imágenes montados en una cuadriga y con la corona de laurel en sus cabezas, no con sus caras reales sino con su transposición imaginaria a la dignitas del mármol. Hay una seriedad en el hiperrealismo del kitsch que lo carga con la pesadez de la adhesión política a un líder y a un proyecto que promete una refundación civilizatoria; pero también hay un costado irreverente en esas hipérboles que imaginan a los nuevos emperadores de nuestra época reinando sobre una Roma reconstruida. Son imágenes de una sensibilidad que se alimenta de la sinceridad, sin rastro de ironía, de un deseo de configuración de un nuevo orden con la conciencia de estar trolleando al enemigo. Y por eso no importa que sean tan obviamente kitsch como la imagen de un atardecer con caballos blancos pastando sobre un acantilado. Seriedad y baiteo. El kitsch IA es la estética oficial de la época, nuestro realismo socialista.

*

Nada de esto tiene que ver, claro, con el imperio romano real. O sí. En realidad, sí. La búsqueda de analogías históricas para entender este momento del mundo se dirige predominantemente a los turbulentos años de entreguerras: las Weimars fallidas, los resentimientos largamente incubados, las intrigas geopolíticas, los choques violentos por cosmovisiones, la disputa existencial por un lugar bajo el sol. Y el que escucha en el aire la melodía de Cabaret, digamos,tiene sus buenas razones para hacerlo. Otros miran hacia un pasado más distante pero igualmente decisivo para occidente, a la crisis que aniquiló a la república romana y dio paso al imperio. Momento fundante porque sobre él se edificó buena parte del pensamiento político moderno, desde Maquiavelo que estaba obsesionado por desentrañar los secretos de la vitalidad cívica en la Florencia dominada por una casta de multimillonarios, a los padres fundadores de Estados Unidos que tramaron una constitución con mecanismos hipercomplejos para evitar caer tanto en las garras del desorden plebeyo como en la tiranía de un solo hombre. Momento lúgubre también, entonces, porque ese devenir imperio de la vieja república siempre fue pensando como modelo de lo que debía evitarse a toda costa. El largo proceso de expansión, guerras civiles, purgas políticas y miseria económica que terminó en la toma del poder total (o más bien la cesión del poder total) por parte de Augusto, el primer emperador, es un relato que más de consolidación del poder en una persona, es de desafección de las élites que controlaban esa república edificada con complejísimos mecanismos que aseguraban un equilibrio inestable entre patricios y plebeyos, entre millonarios y proletarii y en la que ya nadie creía. Los senadores se rasgaban sus togas púrpuras con evocaciones a las viejas instituciones republicanas, pero se conformaban con las intrigas para asesinar al emperador de turno y poder influir en la elección del próximo; la plebe intuía con razón que mientras el pan gratuito siguiera llegando cada mañana todo podía ser soportable; los emperadores se asqueaban del poder total hasta el borde de la locura o más allá, y recurrentemente fantaseaban con un retorno a las limitaciones de la república, una nostalgia que nunca concretaban porque era ya imposible.

Hay un aire de familia, no una repetición, entre todo esto y la imaginería visual imperial que reseñábamos, unas afinidades electivas. La historia de la antigua Roma siempre estuvo en el horizonte mental de la modernidad y sus vueltas a la vida son recurrentes. La anterior, definitiva, fue en la Ilustración, que buscó ahí las formas para liberarse del yugo doble de los reyes y la Iglesia: ciudadanos libres que sospechan del gobierno, como en la plenitud de la república romana, contrapesos para limitar cualquier desviación, un pueblo en armas, una vox populi siempre fuerte. El neoclásico posterior podía pasar por pariente de las mansiones virginianas de Washington y Jefferson, y así occidente se llenó de edificios con columnas, senados, comicios, triunviratos (en un giro nada irónico, de paso, Trump hace unos días firmó una orden ejecutiva instando a que en todos los edificios federales se respetara el estilo neoclásico). Porque Trump obviamente resuena más en la frecuencia de la Roma imperial. Una vez que la república se corrompió y dejó de servir para gobernar un territorio gigantesco, el imperio restauró el orden y centralizó la administración en un grupo reducido de hombres. El proceso duró décadas y siempre se mantuvo el simulacro de las viejas instituciones republicanas, con el emperador negándose a llamarse monarca sino primer ciudadano y los senadores actuando cada vez más teatralmente, pero al fin el imperio extendió la grandeza de Roma y aseguró su legado. Por supuesto que Trump o cualquiera de nuestros aspirantes a césares modulan más cerca de la frecuencia imperial: la estética ochentera de los edificios de Trump, por ejemplo, sólo podía tener como superación las fantasías decorativas de un emperador romano.

Por supuesto que las cosas en ese orden eran diferentes que en las ilusiones imperiales actuales. Más parecidas al relato de Suetonio en La vida de los Césares, en muchos casos la única fuente para reconstruir ese mar de sangre que fueron los primeros emperadores romanos. La historia conocida y contada muchas veces en el cine, en series, en libros. El desfile de Agripinas, Livias, Calpurnias, una más mala que la otra, con sus venenos y sus amantes gladiadores, la sucesión de perversos cada vez más sofisticados en el poder, el ascenso del ejército como verdadero poder, los emperadores que duran una semana y terminan arrojados, ejecutados, al Tíber (de paso, el libro de Suetonio, traducido por Tom Holland, figura ahora en el Reino Unido entre los más vendidos). Probablemente esa idea del imperio romano, expandida por el delirio, era la que subyacía en la frase de Philip Dick de que “el imperio romano nunca cayó”. La idea de un reino cruel que abarca toda la tierra conocida y que esclaviza a sus habitantes. En sus últimos libros, esta iluminación (química o teológica) de Dick aparecía como revelación del simulacro de la realidad cotidiana, que escondía la verdad del imperio que había sobrevivido hasta abarcarlo todo. No había red pill para Dick, apenas esa alucinación aterradora que anotó varias veces. A diferencia de la pastilla de Matrix o de las que ofrecen los pensadores neorreaccionarios (todos grandes lectores de la antigüedad y sus crisis), el estado despierto para Dick no era un mejor lugar.

*

Pero más allá de esos sueños imperiales, de esas fantasías antiguas o nuevas, ancladas en tradiciones venerables o en delirios producidos por la manipulación de las redes sociales, hay una Roma que sí existe y se superpone a la geografía de la ciudad realmente existente: enlaza a la capital política actual de Italia (con su quilombo infernal, sus ruinas, sus políticos maquiavélicamente corruptos) al pasado legendario de la Roma de los emperadores, los circos y las legiones, y también a su final. Al revés de los reclamos de las distintas Nuevas Romas, en este caso se trata de un hilo material y espiritual directo e innegable. Había Papas ya en las catacumbas mientras en la superficie los primeros cristianos eran usados como antorchas humanas para iluminar el Foro. Una genealogía que se remonta a las épocas en que el dibujo de un pez en una pared funcionaba como símbolo secreto de una pequeña comunidad que compartía una idea muy simple y muy peligrosa. El césar era un enemigo y lo siguió siendo por mucho tiempo, aunque después llegó a ser un par de los Papas y después un aliado y después otra vez un enemigo, y así por siglos, y tal vez esa enemistad fundante, hoy visible como pocas veces, sea más que una situación coyuntural.

Ninguno de los aspirantes a césar, ni Trump ni Musk ni mucho menos Putin ni ninguno de sus múltiples émulos, se animó a confrontar abiertamente, groseramente, espada en mano con el Papa Francisco. Obviamente, sería todavía pura pérdida y un gesto sin sentido, demasiado extremo. Pero su público en el coliseo ruge y hace rato que agita los pulgares para abajo y se deleita pidiendo un ataque frontal. Vivimos a segundos de que Elon Musk lo ponga en su lista de bullying tuitero para presenciar un simulacro de las noches de Nerón. El papa es woke, apoya a Hamas, es peronista, es peronista de derecha, es kirchnerista, es pobrista, es progresista, es un traidor a la patria por no haber querido volver a Argentina, es un cagón por no haber querido volver, es un masón infiltrado, es un cómplice de los musulmanes para que invadan Europa, es un cómplice de Putin para masacrar Ucrania. Una fuente de temas increíble, es cierto, para la fauna de historiadores y analistas políticos que proliferan en youtube y que en dos minutos demuestran que Hitler era de izquierda o que los precios en la época de Tiberio aumentaban 30% anual por la emisión de ¿sestercios? Los argentinos, no extrañamente, somos los más hirientes y cebados en esas manadas que se dan manija mutua en las redes sociales. La impresión de un nuevo ciclo político y cultural en occidente parece entrar en conflicto con lo que el Papa Francisco predica y con el lugar en el que la polarización global lo fue colocando. Un lugar paradójico donde la cabeza de una institución milenaria afincada en la propia Roma aparece como último bastión de ciertos valores, como una resistencia en el contrapelo de la época. Things fall apart; the center cannot hold, decía un poema de Yeats escrito después de la primera guerra mundial, y que un poco más adelante, para referirse al estado general, con excepciones como el Papa, decía: The best lack all conviction, while the worst / Are full of passionate intensity.

El mensaje de Francisco a lo largo de su papado resultó más irritante para sus adversarios cuanto más se acercaba a una expresión destilada del mensaje cristiano más inalterable y fundante, y cuanto más lo trasladaba a las causas polarizadas que configuran las líneas divisorias actuales. La relación con el mercado siempre fue problemática (desde el nacimiento mismo de la economía de mercado) y “el diablo siempre entra por el bolsillo”, una constante histórica de la Iglesia desde las parábolas sobre los camellos y los ricos. El énfasis de Francisco en la “cuestión social” lo enfrenta a quienes reclaman una iglesia que solamente se ocupe de la inmaterialidad de las almas. Pero esos valores cristianos básicos con los siglos se fueron convirtiendo también en valores seculares despojados de su trascendencia religiosa original. Las ideas de tolerancia, de justicia, de igualdad, de comunidad, se fundieron con las ideas (por otro lado, radicalmente anticlericales) de la Ilustración para dar forma a buena parte de la mentalidad occidental. Por ahí es en Roma, pero en la Roma de hoy, donde se ubica una de las últimas fuerzas que sostiene ese legado, uno de los pocos del que con razón puede jactarse occidente. Por ahí las ensoñaciones imperiales, en realidad, están más cerca de otros valores y funcionan como preparación para otros tipos de dominio, unos todavía más ásperos, más totales, menos libres.

Este pecador sin la gracia de la fe igual eleva una oración por la salud de Francisco y por un poco de su iluminación. ///// DB

Imagen fuente: @Macbaconai

Disclaimer. Contenido libre de financiamiento del Departamento de Estado.
Escribe: Mariano Canal
09 Mar. 2025
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