Puede ser María O´Donnell señalando la violencia y el sexismo del uso metafórico de “mandriles” que hace el presidente o también cualquier senador nacional denunciando en una sesión del Congreso que tuiteros oficialistas piden sacar los tanques a la calle, no importa. Ante tal espectáculo últimamente resulta difícil no sentir un poco de vergüenza ajena. Hay algo dislocado en esa escenificación entre solemne e impostada, un gesto artificial que no termina de cuajar con la época. Pero no es un asunto de contenido. No es que lo que se dice, lo que dice María o el senador equis, esté del todo mal. Es, más bien, parece, un tema de tono, de registro.
En una de sus boutades más famosas Marx postuló que la historia se compone de ciclos en los que las mismas figuras o sucesos se repiten, primero como tragedia y después como farsa. Esto por supuesto no es verdad, pero sirve para pensar el tono en que se desarrolla nuestra época. Aceptemos en principio que hay momentos en la historia en que el espíritu de los tiempos se reviste de gravedad. En esos momentos los acontecimientos traen significados ominosos y consecuencias serias, importantes, difíciles de banalizar.
Lejos de darle al término “farsa” el cariz despectivo que Marx le proveyó, también podemos aceptar que hay otros tiempos que habilitan una autopercepción farsesca del propio momento histórico. Esto no los convierte en mero simulacro, como quería Marx, sino que reviste a la época de una pátina de ironía, de festividad y hasta de liviandad que relaja el juicio acerca de los hechos, las acciones y los protagonistas del momento.
Algo de eso sucede hoy entre nosotros. El mileísmo, el trumpismo, el bolsonarismo, etcétera, etcétera, son movimientos políticos que moldean la época con una mezcla de sorna, cinismo y falta de seriedad que enerva a los ciudadanos, intelectuales y políticos formados y educados en la escuela de la solemnidad. La provocación, la falta total de respeto por los símbolos y los hitos del pasado reciente y la ostentación de cierto anti-intelectualismo fin de siecle les imprimen carácter festivo a estos movimientos, lo que los acerca y funde con su origen genuinamente popular y, a la vez, convierte a sus opositores en lo contrario de lo que desearían ser o parecer. Terminan así, los buenos periodistas, pensadores y políticos igualitarios, acusando a los negros de ser demasiado negros y autoritarios, llegando incluso a llorar por la república y el estado de derecho que antes siempre habían vagamente denostado.
Digámoslo de otra forma, destinada al ámbito local: los compañeros de la oposición todavía insisten en modular en clave de tragedia mientras el país está en modo farsa. Comparan tuits de intelectuales de Miller con las proclamas golpistas más siniestras del siglo XX y buscan en cada exabrupto presidencial la piedra basal de un nazismo que nunca llegará. Eso los hace quedar en ridículo todo el tiempo. Todos lo vemos, todos lo notamos, todos reímos un poco y nadie dice demasiado porque el feedback que la solemnidad exige es aún más solemnidad. Y de eso ya no tenemos mucho para dar.
Pero ante la indiferencia cruel de los tiempos y de la sociedad, a los compañeros de la oposición les surge también la tentación de recurrir a la idea de “idiocracia”, acuñada por Mike Judge hace como veinte años. Llorar crueldad, pensar y decir que la gente un día se volvió pelotuda, que los varones o el resto de los seres humanos están rotos, que la democracia no funciona. En fin, aparece el desliz de culpar al mundo entero de la propia falta de sintonía con la realidad tal cual se presenta. El peor de los caminos porque, una de dos, o te lleva al resentimiento o a la auto-exaltación más tarada, lo opuesto a lo que señaló Jauretche.
En una de de sus zonceras más caminadas, Jauretche se refiere a la casi patológica predisposición a la auto-denigración de los argentinos. Esta tara mental, explica, “no es otra que el producto de una formación intelectual dirigida a la detracción de lo nuestro”. Se entiende de qué habla: todos los argentinos –a excepción de Diego Armando Maradona– nos encontramos alguna vez en la instancia de menospreciar algún aspecto de nuestra vida cotidiana poniéndola en desventajosa comparación con cualquier otro país, generalmente de mierda.
La auto-exaltación, por el contrario, consiste en elogiar de forma desmedida cualquier cosa propia como si fuese la cúspide de la civilización occidental, no importa si se trata del triunfo intrascendente de un tenista local, de un premio falopa a un emprendedor de Charata o de ganar la Tercera Guerra Mundial. En los últimos tiempos, este gesto pueril de patriotismo casi se hizo regla: los argentinos nos enorgullecemos de boludeces.
El gordo Chesterton se percató de algo similar, pero hace unos cien años y en Inglaterra. “Basamos nuestro patriotismo en hechos burdos y frívolos por una razón muy sencilla”, escribió, “como país, nos encontramos en el extraordinario dilema de no conocer nuestros propios méritos”. A ese “enorme pecado de no saber apreciarnos a nosotros mismos” Chesterton y Jauretche le señalaron idéntico origen: un sistema pedagógico aislado de la realidad, peleado con lo mejor de la vida nacional y alejado del interés general.
Pero hay algo más. La auto-exaltación es también una señal de decadencia. Es la vuelta de rosca que se le da a un engranaje que se afloja y empieza a bailar, que va perdiendo solidez y fuerza. Ese engranaje es la propia identidad. Dos ejemplos: Boca y el peronismo. Ambas “corrientes de simpatía” exhiben hoy pérdida de vigor, evidenciada en la tendencia generalizada a volverse más y más fans de sí mismos. Ese repliegue sobre el orgullo propio, ese volverse hincha de la hinchada, lejos de ser una muestra de salud es un síntoma alarmante de debilidad. Boca y el peronismo son parcialidades incapaces de mirarse a sí mismas y reinventarse mejores. Los bosteros, atrapados entre una pésima gestión de Román, la ausencia de goles y la acechanza de sus rivales internos –todos prestamistas ávidos de convertir al club en una sociedad anónima–, y los peronistas, perdida ya el aura de blockbuster electoral de su partido y disuelto o tergiversado todo su corpus doctrinal, se vuelven hinchas irreflexivos y solitarios de sí mismos y del “movimiento más grande de Occidente”, mientras la vida del país sigue sucediendo allá afuera, en otra sintonía. (Un nodo de convergencia de ambas patologías, boquense y peronista, se da de manera peculiar en el personaje streamer de Tomás Rebord, rebosante de gesticulación grandilocuente, de lucidez para percibir que “todo está mal” y de impotencia para vislumbrar un futuro mejor).
Una falta tal de sintonía con la identidad propia y con la melodía de la época nos lleva, como dijimos, al ridículo. Esa falta de ecualización es lo que los compañeros de la oposición tendrían que ponerse a revisar. Porque, como dijo alguien, “se vuelve de cualquier lugar, menos del ridículo”. ///// DB
