1.
Harry perdió el escroto por una tapa de inodoro en malas condiciones. Había comprado la más barata meses atrás, convencido de que eran todas iguales. El plástico se resquebrajó rápido y formó un filo que amenazaba con la castración. Él lo minimizó. Hasta donde sabía, ningún testículo había sido cercenado así. A las seis de una tarde de un domingo invernal, en un departamento de Almagro donde el viento ululaba a través de los burletes, descubrió que la posibilidad de que eso sucediera era dolorosamente real.
El parte médico no hablaba de mutilación, sino de “pérdida de tejido escrotal con exposición parcial”. Harry lo interpretó como una forma elegante de decir que ahora tenía un huevo al aire. Clara, piadosa, no hizo comentarios. Mientras él firmaba el alta, preguntó si iban a cambiar por fin la tapa del inodoro. Harry respondió que sí. En el taxi de vuelta no hablaron. Esa noche, se consoló con la idea de que, a esa altura de la adultez, el escroto ya colgaba como para pedir la jubilación. Durmió mal y con la sensación de que todo estaba un poco más suelto de lo necesario.
Intentó retomar la normalidad. Caminó hasta el supermercado con las piernas arqueadas. Evitaba hacer fuerza y llevaba una bolsa de hielo en la mochila “por si acaso”. Le dolían cosas nuevas. El roce de la ropa, cuando no era de algodón puro, lo exasperaba. Hasta la intensidad de los colores era diferente. Le preocupaban, como nunca antes, las infecciones y los gérmenes. Sentía que algo mínimo podía desintegrarlo. Se limpiaba las heridas con alcohol de la máxima pureza aunque el médico asegurase que no era necesario, y a pesar del dolor desesperante que esto le provocaba. Hervía los cubiertos, se hacía baños de vapor con Espadol y cambiaba las sábanas cada noche. La herida parecía cerrarse, pero él no confiaba. En el espejo notaba cambios que no sabía nombrar. Estaba convencido de que su voz se había aflautado. Las noches eran lo peor. Una madrugada soñó que tenía una vulva tibia, viva, en el lugar exacto donde antes estaba el escroto.
2.
Se cruzó a Adrián por casualidad, una tarde plomiza, en un café de Almagro. Leía una novela de Martín Kohan frente a una taza vacía. Habían sido compañeros en la facultad y militaron juntos en una agrupación que cambió muchas veces de nombre. Se saludaron con un abrazo.
— Todo es una catástrofe — dijo Adrián — . Pero no tipo “crisis”. Catástrofe literal. Hay gente muriendo.
— El país se va a la mierda — completó Harry, sin ganas.
Estaba pálido, flaco.
— ¿Y vos? — preguntó Adrián — . ¿Cómo estás?
— Tuve un accidente. En casa. Algo menor. Pero quedé distinto.
— ¿Distinto cómo?
Harry dudó. Se rascó la nuca, incómodo.
— Como si hubiera perdido una parte. Algo que antes me daba estructura. No sé explicarlo. El dolor pasó, pero quedó otra cosa.
Adrián asintió, pero no dijo nada. Abrió el libro otra vez, lo cerró.
— Es raro, ¿no? — dijo — . Uno cree que el colapso viene de arriba, que es macro. Pero a veces te agarra por abajo, en silencio, y ya estás adentro. Como si el cuerpo fuera el primer lugar que cae.
Harry no hizo comentarios. Sus propias ideas sobre la política y el capitalismo, inmóviles desde los dieciséis años, habían mutado. Ya no hablaba de alienación, ni siquiera de poderes mediáticos, reales o concentrados. Sospechaba que el sistema no era una construcción humana, sino una entidad autónoma, mineral, que se reproducía como un hongo o un virus. El capitalismo no se había caído, ni siquiera se había humanizado un poco. Lo que caía era él, a pedazos.
3.
Las palabras de Adrián rebotaban en su cabeza como por arte de un algoritmo mal calibrado. Pensaba en cuerpos parecidos al suyo, que se desplazaban con cautela por veredas mal niveladas.
Al día siguiente, buscó en Facebook. Escribió frases vagas: “cambios después de cirugías”, “trastornos post traumáticos físicos”, “transformaciones masculinas accidentales”. Nada útil. Hasta que se animó a tipear: “hombres castrados en accidentes domésticos”. El primer resultado fue un grupo cerrado, con una imagen de perfil pixelada y un nombre que parecía una broma: Héroes de lo Inesperado. Tenía 23 miembros. La descripción decía: “Espacio de contención para varones mutilados por el destino. No se toleran burlas, morbo ni chistes fáciles”.
Harry fue admitido apenas unos minutos después de haber pedido permiso. Al entrar, encontró que las conversaciones eran dominadas por debates entre hinchas de Boca y River. Más abajo, algunos se quejaban de que la plata no alcanzaba mientras que otros respondían con una defensa inarticulada del gobierno nacional. El grupo era un ecosistema. No había admins visibles, pero todos sabían quiénes mandaban: tipos con nombres como “Julián B.” o “El Chaqueño”, que posteaban memes con calaveras en fuego o fotos de sus gatos durmiendo sobre cajas de medicamentos. Nadie hablaba directamente de mutilaciones. Se usaban eufemismos, más o menos creativos: “me bajaron el volumen”, “me desconectaron del módem”, “me dieron de baja el hosting”.
Los más veteranos compartían tips de supervivencia: cómo sentarse en el colectivo sin parecer una bolsa de harina, cuál era la mejor posición para dormir si el lado afectado tironeaba, o qué marca de calzoncillos evitaba el roce sin que uno pareciera un testigo de Jehová.
Cada tanto, alguien posteaba encuestas:
¿Cuál de estos políticos usaría bidet con agua caliente?
¿Qué famosa creés que se bancaría un tipo incompleto?
Las opciones oscilaban entre lo lúgubre y lo cómico: Wanda Nara, Ricardo Darín, Hebe de Bonafini, el Indio Solari.
A cualquier intento de solemnidad le caían encima. Un tal Diego (o D1EG0, según su usuario) había escrito un post conmovedor sobre cómo su pareja lo dejó después del accidente y cómo eso lo había conectado con una espiritualidad distinta. El post estuvo colgado exactamente tres minutos antes de que alguien comentara:
“Te dejó por infumable.”
Entre tanta testosterona floja, destacaba ella: Martina Mireya. Su perfil era una colección de fotos en la que aparecía con una mirada de catálogo de lencería. Cada imagen acumulaba más de treinta reacciones, todas de hombres que comentaban cosas como “belleza resiliente” o “una diosa entre sobrevivientes”. Harry, que al principio creyó que era un fake, empezó a dudar. Una madrugada, después de desvelarse por el ardor en la entrepierna, se animó a escribirle:
“Hola Martina, espero no molestarte. Me pareció muy valiente que estés acá.”
Ella le respondió con un emoji de flor.
Y eso fue todo.
Harry se convenció de que no era real. O peor: que era uno de ellos. Un tipo sin huevos, jugando a ser deseable desde la única identidad todavía intocable. Se imaginó a Julián B. googleando “modelos stock”, generando frases amables con ChatGPT y aplicando filtros con la dedicación de un monje digital.
Una semana después de haber entrado al grupo, Harry notó que se repetía un nombre en los posteos: Luis R., alias “el Fénix sin bolas”. Era uno de los pocos que hablaban abiertamente del accidente. Publicaba fotos de su proceso médico: suturas, gasas con sangre seca, documentos escaneados con sellos de OSECAC. Una vez subió un video en el que explicaba, entre lágrimas, cómo había aprendido a transmutar el dolor físico en “consciencia superior”.
Recibió muchos “me gusta” y pocas respuestas.
Un día anunció, sin que nadie se lo pidiera, que estaba organizando una jornada nacional de visibilización. Se iba a llamar “Nadie se toca”, con banderas, remeras y una proclama en la que proponía declarar el 17 de julio como Día del Varón Mutilado Involuntario.
Un tal Jonny escribió:
“Esto no es un club de fans.”
Luis R. insistió. Subió una foto suya en jogging, sosteniendo un cartel con la consigna. Estaba solo, en una plaza vacía del conurbano. El cartel decía: “No más silencios entrepierna”.
Ese mismo día lo borraron del grupo. Nadie habló del tema. Sólo el Chaqueño escribió:
“Acá no queremos zurdos”.
Harry no comentó nada. Al día siguiente abandonó el grupo.
4.
Volvía del supermercado cuando sintió humedad en la entrepierna. Era espesa y tibia. Se detuvo junto a un árbol y bajó la mirada: el pantalón claro mostraba una mancha que no podía pasar por casualidad.
Apretó las piernas. Se sostuvo la zona con una mano y cruzó sin mirar el semáforo. Pensó en ir a la guardia, pero desistió cuando se imaginó a sí mismo explicando lo que había pasado.
Entró al departamento sin hacer ruido. Clara estaba en el sillón. No estaba sola. El tipo tenía zapatillas blancas. Parecía cómodo, pero no del todo confiado. La miraba con atención. Ella sostenía el mate con las dos manos.
— Hola — dijo.
Harry no respondió.
El otro se acomodó en el sillón. Clara dejó el mate sobre la mesa ratona.
— Estás sangrando — dijo, sin énfasis.
— Sí.
— ¿Te duele?
— No sé.
— Andá al baño. Hay gasas. Creo que queda una toallita.
Él asintió. No se movió.
— Tomás — dijo Clara, señalando al otro — . Un compañero de trabajo.
Tomás saludó con una sonrisa neutra, sin levantarse.
Harry se quedó un segundo más parado, como si esperara que alguien lo hiciera desaparecer.
— Perdón — agregó Clara — . No sabía que ibas a volver ahora.
— Yo tampoco.
Fue al baño. Se bajó los pantalones con cuidado. La cicatriz sangraba apenas, pero la tela estaba arruinada. Abrió la alacena y encontró una toallita con diseño floral. Se la acomodó como pudo, dentro del calzón.
Luego se miró en el espejo, que todavía lo reflejaba.
5.
Adrián entró en coma unos días más tarde. Harry se enteró en el grupo de Whatsapp de la militancia universitaria. La hermana lo había encontrado en su departamento, tirado en el piso del living. Quién sabe desde cuándo estaba así. Había tenido un accidente cerebrovascular. Lo internaron en la terapia intensiva del Sanatorio Güemes.
No tenía sentido ir, pero Harry buscaba cualquier excusa para no estar en su casa, donde hasta el revoque le resultaba hostil. En la sala de espera se encontró con varias caras conocidas.
— Qué hacés, boludo, tanto tiempo.
Se quedó charlando. Alguno amagó con interrogar al jefe de la terapia intensiva, que tenía a Adrián a su cargo, para preguntarle por su estado clínico. Pero faltaban todavía tres horas para el horario de la consulta. Era lógico que priorizaran a la familia, y en el grupo había algunos que no veían a Adrián hacía más de veinte años.
Tras una corta deliberación, optaron por retirarse al café de la esquina. Harry pidió una cerveza. Otros dos se sumaron.
— ¿Viste lo que dijo Milei?
— No.
Harry estaba cómodo. El grupo de seis o siete sentado a la mesa de un café, las voces, le recordaron su época de la facultad, la militancia, sus primeros pasos en la profesión. Se sentía agradecido de no estar solo.
— Estoy aprendiendo a respirar por los oídos — contó el Ruso — . Es una técnica hindú, milenaria.
— Yo no miro más las noticias — asintió Marcos — . Te cambia la vida.
Las conversaciones iban y venían. Harry no las escuchaba: flotaba en ellas. Sus amigos le parecían héroes. Sobrevivientes de una gesta que, al final, conducía a la nada. Cuando terminaron la segunda cerveza, el mozo preguntó si querían algo más. Uno hizo un gesto vago con la mano. Otro ya había empezado a mirar precios de potabilizadores de agua en el celular.
— Una más — propuso Harry — . Por Adrián, vamos. A él le hubiera gustado.
Pero ya se había hecho tarde, y los otros tenían que volver a sus casas.
6.
Unos días después, mientras esperaba que lo atendieran por una infección leve en la guardia del Hospital Italiano, Harry conoció a Silvia. Ella le ofreció un caramelo de eucalipto y le preguntó si también era “caso crónico”. Él dijo que no sabía. Hablaron de enfermedades, cicatrices y obras sociales. Silvia tenía una prótesis de cadera mal colocada.
— Me quedé sin pareja cuando empecé a renguear — dijo — . Al principio me dolía. Ahora me cuesta entender cómo aguanté tanto tiempo a alguien sano.
Intercambiaron números de celulares. No hablaban de política, ni de libros, ni de nada que en otro momento a Harry le hubiera resultado interesante. Se mandaban fotos de medicamentos, memes de humor negro y consejos de vida sana. A los pocos días, ella lo invitó a su casa.
Tuvieron sexo con cuidado. Habían colocado almohadones en lugares estratégicos. Sin hablarlo previamente, evitaron posiciones que pusieran en riesgo puntos de sutura y egos frágiles. Si algo les parecía extraño, miraban para otro lado. El esfuerzo resultó satisfactorio para ambos.
Después fumaron. Silvia le acarició la entrepierna sin curiosidad.
— Me pone nerviosa la gente con testículos sanos — dijo — . Siempre parecen a punto de decir una pavada.
Harry se rió con ganas. Hacía tiempo que no se reía tanto.
Se quedó a dormir. Por la mañana, desayunaron tostadas sin manteca. Antes de despedirse, Silvia dijo:
— Sos justo lo que necesito, porque ya venís fallado.
Mientras esperaba el subte, Harry sintió la toallita húmeda en la entrepierna. El roce, esta vez, le pareció agradable. ///// DB