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Un mundo precoz

Aglaia Nikonorova
27 Mar. 2025
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Así como la relación sexual, la relación política es indisociable de una estructura de poder. El mundo contemporáneo entra en un loop donde la necesidad de abolir toda forma de dominación se erige como una exigencia casi ontológica, un mandato de supervivencia.

En este contexto, la obsesión por identificar y denunciar a quienes detentan el poder se convierte en un imperativo incesante: si no encontramos al opresor, lo fabricamos. Porque la ausencia de un agente de dominación genera una insatisfacción intolerable. Proyectamos en figuras políticas las fantasías sexuales que no nos permitimos experimentar en la vida y el hallazgo de un villano con rasgos casi literarios, se convierte en el mecanismo catártico por excelencia, brindándonos la ilusión de una eventual descarga libidinal.

Lo dañino de esto no es solo la opresión sexual que persiste en el individuo aun cuando cree haberse “liberado”, sino también la pulsión de castigo, que no desaparece, sino que se desorienta. Lo condenable ya no es el ejercicio del poder sobre el otro, sino la incapacidad del otro para ejercerlo sobre mí.

El arte no da abasto para explicar cómo habitar la pasión sin quebrarnos, y el ser humano, cada vez más frágil, ya no está dispuesto a vivir la angustia. Busca desesperadamente protección en el Estado, una entidad que, por su propia naturaleza, es antagónica a la emoción y vuelve a chocar con la insatisfacción. No puede acabar.

El mundo occidental, en su afán de simplificación ideológica, construye figuras de antagonismo a escala global, caricaturizándolas hasta convertirlas en encarnaciones de sus prejuicios más básicos. Arquetipos que reproducen en el ámbito político la lógica de la fantasía sexual estandarizada.

La pulsión de violencia y castigo se desata entonces sin mediaciones ni límites claros. En ausencia de una normatividad establecida, todo aquello que incomoda se torna objeto de censura y sanción. El mandato implícito se vuelve evidente: si yo no puedo alcanzar la satisfacción, nadie debería alcanzarla.

En este escenario, por un lado, tenemos vínculos conyugales donde la convivencia se reduce a una inercia doméstica sin lo erótico; por otro, se radicaliza la negación de todo contrato social. No obstante, ambas posturas terminan por confluir en un mismo punto: la demanda de un ente regulador que supla la función de excitar que el poder, paradójicamente, aún ejerce.

La institución familiar queda desamparada al convertirse en una estructura fraternal que en una forma de incesto simbólico anula la dimensión sexual. La relación de poder persiste, pero suprimida de lo pasional. A cambio, el Estado emerge como un ente legitimador que otorga reconocimiento a esta estabilidad artificial, premiando su funcionalidad dentro de la máquina burocrática y demográfica. Se omite, sin embargo, que la reproducción humana es, desde el instante de la concepción, un acto irracional determinado por pulsiones que escapan a toda lógica institucional.

Por otro lado, la emancipación sexual de la mujer se ve frustrada, porque aquí el Estado también es impotente, pues su principio rector es eminentemente masculino en términos lógicos y estructurales y no existe en él un espacio real para la afirmación de su deseo. La consecuencia es una regresión hacia la violencia auto-infligida, una forma de mutilación genital.

Actualmente, vivimos en una sociedad que no puede dejar de proyectar sus deseos sexuales frustrados en el Estado, decidida a ir por todo en busca de una satisfacción que nunca llega. Entre la incapacidad de negociar con el otro, la influencia de las redes sociales y la dificultad para vivir el amor, nos vemos condenados a la ausencia de orgasmo o, en el mejor de los casos, a una eyaculación precoz. ///// DB

Disclaimer. Gobernar es poblar.
Escribe: Aglaia Nikonorova
27 Mar. 2025
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